Historia de un mocasín

Lo peor de ser un mocasín en Sidney son, sin duda, las arañas. Las que menos me gustan son las “Huntsmen”. No son venenosas, pero me dan mucho asco. Son peludas, enormes y disfrutan especialmente colándose dentro del primer zapato que se cruza en su camino. Una vez, tuve una dentro durante todo un fin de semana. El idiota de mi propietario se olvidó de poner el calcetín que suele dejarme para evitar este tipo de invasiones y, cuando el lunes nos sacó del zapatero, se llevó un susto de muerte. Yo pase un fin de semana terrible. El bicho no paraba de moverse y me hacía unas cosquillas horrorosas. Dejé una buena ampolla en el pie de mi dueño a modo de venganza. No volvió a olvidarse de los calcetines en un año.



Otra cosa que detesto es la manía que tiene la gente de ir escalza. Nos llevan en la mano, como si fuésemos un bolso mientras sus pies descalzos se llenan de porquería. Por supuesto, cuando se cansan de exponer la planta de sus pies a toda la suciedad del suelo de la ciudad, pretenden volver a calzarnos. Sin calcetines, para no ensuciarlos. Es indignante que los calcetines gocen de tanto respeto y, sin embargo, nadie se cuestione el derecho de los zapatos a permanecer limpios. Es realmente horrible tener que caminar con una capa de suciedad cubriéndote la plantilla, sobretodo cuando hay piedrecitas, eso es una pesadilla. Se clavan por todas partes y dejan unas marcas muy dolorosas y totalmente antiestéticas. He intentado rectificar este comportamiento produciendo rozaduras en el talón de mi propietario, pero sigue conservando esta fea costumbre.



Os cuento esto porque, hasta hace exactamente tres días, estas eran mis dos mayores preocupaciones en la vida. Por desgracia, la cosa cambió radicalmente el viernes por la mañana.



Antes de continuar debéis saber que no soy un mocasín cualquiera. Soy un mocasín negro clásico, de piel de potro italiana con un diseño espectacular. Mi propietario me compró en una boutique de Milán y, aunque detesto presumir, le costé un dineral. Me trajo a Australia dentro de un guardapolvo en su equipaje de mano para no perderme, en primera clase. Fueron casi veinte horas de vuelo en las que me dediqué a dormir y a observar al propietario de los pies que pronto me estrenarían.



Mi dueño es un tipo con clase, debo admitirlo. Puede que sea algo desastroso y que, de cuando en cuando, disfrute llenándose los pies de suciedad, pero tiene porte. Suele vestir con trajes hechos a medida, es alto, de hombros anchos y mandíbula marcada. Tiene una voz grave y autoritaria que hace que todos me miren a mí en lugar de a él cuando se enfada. Trabaja en un despacho, aunque desde mi posición bajo la mesa aún no he conseguido averiguar que hace exactamente. Todos los días realizamos el mismo trayecto: de casa al trabajo en metro, del trabajo a casa en taxi. No he llegado a comprender a qué se debe todo esto, solo sé que los días que no volvemos en taxi lo hacemos caminando y eso no me gusta nada. En casa no hacemos gran cosa. Nada más llegar, suele dejarme en el zapatero de la entrada, junto a los demás y no vuelve a sacarme hasta el lunes.



En el zapatero no somos demasiados. Están los mocasines marrones, que a veces me sustituyen en la jornada diaria pero, entre nosotros, estoy prácticamente convencido de que son de piel sintética. Luego están los zapatos de cordones negros para bodas y eventos, unos presumidos de cuidado que han salido del zapatero en tres ocasiones contadas pero se comportan como si hubiesen recorrido el mundo y supieran hacer de todo. Están las zapatillas de andar por casa, que siempre pasan la noche fuera y se quejan constantemente de que se llenan de arañas, pero nos mantienen informados de lo que acontece mientras estamos aquí encerrados. Las zapatillas de deporte, con las que no me gusta tener mucho contacto porque no suelen durar más de seis meses y, aunque nadie dice nada, todos sabemos dónde acaban. Y, por supuesto, el calzado de verano. A esos no los hablamos demasiado. Son chanclas, sandalias y demás insultos al buen gusto. Cuando le veo salir con traje y sandalias de casa, me entran ganas de arrancarme los cordones. Afortunadamente para todos, no tengo.



Yo y mi hermano somos, con diferencia, los zapatos que más salen al mundo exterior. Llevamos casi dos años aquí y, salvo los días mas calurosos del verano y los fines de semana, salimos prácticamente a diario a la calle. Eso ha repercutido en nuestra suela sobre todo, pero por lo demás, nos encontramos en perfecto estado. No en vano, estamos hechos con materiales de primera calidad.



Como podéis comprobar, mi vida no es lo que se dice excitante. O, al menos, no lo era. Porque el viernes pasó algo que lo cambió todo.



Fue en el metro, a primera hora. Mi propietario estaba distraído leyendo el periódico y yo me esforzaba en mantener su pie quieto para que no me plantase sobre un chicle que amenazaba con quedarse para siempre en mi suela cuando, de repente, unas sandalias doradas se pusieron a nuestro lado.



Cuando digo sandalias doradas me quedo corto. Eran unas sandalias de tacón de aguja, por lo menos de diez centímetros. Estaban hechas de un material maravilloso, una piel suavísima que emanaba calidad rematada con cientos de cristales de Swarovski que recorrían cada tira. Las tiras, cruzadas en el empeine, rodeaban el tobillo con sutileza. Me entraron ganas de lanzarme sobre ellas y acariciarlas, pero me contuve. Eran terriblemente sexys. Yo nunca había experimentado algo así. Normalmente los zapatos de mujer me resultan indiferentes. Odio el calzado de invierno que oprime el pie como las botas de agua o las temibles Uggs. También detesto que estén hechos de plástico cutre o que sean de tacón bajo y, por desgracia, entre el género femenino esto abunda. Además, los zapatos de mujer negros me resultan insípidos y los blancos excesivamente horteras. Soy un sibarita, lo sé, pero no puedo evitarlo. Me pierden los tacones de vértigo y las suelas rojas.



Mi propietario debió sentir algo similar porque enrolló el periódico y entabló conversación con la dueña de las sandalias doradas, una mujer bastante atractiva y con una sonrisa encantadora. No sé sobre qué hablaron pero tuvo que ser algo interesante porque, esa misma noche, volvimos a encontrarnos para tomar unas copas después del trabajo. Las copas, por cierto, se quedaron a medias en la barra mientras la dueña de las sandalias llamaba a un taxi.



Nada más entrar en casa, nos dejaron en la puerta. No nos metieron en el zapatero, nos arrojaron en la entrada como si tuviesen prisa por deshacerse de nosotros. Aparentemente, no éramos solo los zapatos quienes molestábamos. El resto de la ropa fue cayendo progresivamente en el trayecto que llevó a los humanos de la puerta al dormitorio.



Nos quedamos un poco parados al principio, pero mi hermano pronto entabló conversación con la sandalia derecha. Siempre ha sido muy espabilado para estas cosas. Yo, que soy algo más tímido, me quedé callado. Ella estaba imponente. Puede que no sea objetivo al decir esto pero era la primera vez que veía un par izquierdo estar mejor rematado que un derecho. Sus costuras eran prácticamente imperceptibles. Sentía algo muy raro al mirarla. Su tacón, largo y fino terminado con una estupenda y novísima tapa de plástico roja era lo más parecido a la perfección que jamás había conocido. Se movía nerviosa por la entrada, haciendo centellear los cristales que la decoraban. Se notaba que compartíamos timidez y, para cuando quise darme cuenta, también soledad porque mi hermano y la suya habían desaparecido de la entrada.



No sé cuánto tiempo transcurrió porque, aparte de no llevar reloj, el tiempo parecía detenerse cuando su delicada suela roja golpeaba el suelo. Solo sé que los dos derechos seguían desaparecidos y que todavía no había conseguido pronunciar una palabra. El silencio de la entrada me golpeaba fuerte en el tacón. Sentía como si un clavo se me hubiese clavado en la suela.



Entonces apareció ella, la dueña. Mal vestida y despeinada, caminando de puntillas y a oscuras por la casa. Cogió la sandalia izquierda a tientas y luego me cogió a mí por error. Cuando se percató de que yo no tenía tacón de aguja, volvió a dejarme en el suelo. Los tres segundos que compartí en las alturas con ella fueron mágicos porque, durante un instante, nuestras pieles se chocaron y pude comprobar que era mucho mejor de lo que había imaginado.



La humana se estaba volviendo loca, registrando toda la casa en busca del otro par. De repente sonó un ruido en el dormitorio que la asustó de verdad. Descalza y horrorizada, salió por la puerta con una sola sandalia en la mano. Minutos más tarde mi dueño salió corriendo del cuarto. Al comprender que ella se había marchado, se puso a llorar en el sofá.



- Siempre hace lo mismo. - Nos explicó al día siguiente la sandalia que ahora compartía zapatero con nosotros - Conoce a un tipo, pasa la noche en su casa y huye descalza… pero, hasta ahora, nunca se había olvidado de mí.



Nuestro propietario estaba hecho polvo, las zapatillas de estar por casa habían aprovechado el rato que se había quedado dormido en el sofá para venir a informarnos de la situación. Al parecer, llevaba todo el día bebiendo y llorando en calzoncillos.



- No la va a encontrar - se lamentaba la sandalia dorada - Ella nunca deja nombre ni teléfono. Es lista. Ni siquiera yo sabría encontrarla desde aquí.

- Eres un zapato caro - repuse - Querrá recuperarte.

- Somos sus únicos zapatos caros - respondió halagada por mi observación - Gastó más de 1800 dólares en nosotras.



Ni siquiera nosotros costábamos eso. Ninguna mujer en su sano juicio renunciaría a unos zapatos así. Tenía que volver. No podía desaparecer sin más. Tenía que hacer algo para recuperarla. Fue entonces cuando lo supe.



- Este es el plan - dije emocionado - ¿Alguien ha oído hablar de “La Cenicienta”?

- Oh, vamos, ¿otra vez con eso? - protestó mi hermano.



El dueño de la boutique dónde nuestro actual propietario nos adquirió solía contarle a su nieta cuentos infantiles cuando no había clientes. Obviamente, mi preferido era el de Cenicienta porque el protagonista era un maravilloso zapato de cristal. Mi hermano odiaba profundamente aquella historia porque defendía que un zapato de cristal resultaría terriblemente incómodo para un baile. Como podéis ver, somos totalmente opuestos.



Pese a la inicial oposición de mi hermano, el plan entusiasmó a mis compañeros de zapatero. En realidad, la idea era bastante sencilla. Las zapatillas de estar por casa vigilarían a nuestro propietario. Las zapatillas de deporte, mucho más ágiles que el resto, treparían hasta la mesa para coger un bolígrafo y un folio. Los estirados zapatos de boda, que eran los únicos que sabían sostener un bolígrafo con sus cordones, escribirían la carta. Los mocasines marrones, que fueron adquiridos en un centro comercial y habían aprendido a escribir deambulando por las noches por la sección de libros, serían los encargados de dictarla. Nosotros teníamos que dejar la carta a la vista, de modo que nuestro propietario creyera que la había escrito él mismo durante su borrachera.



La carta era bastante breve. Los zapatos de cordones no eran tan buenos como nos hicieron creer sosteniendo bolígrafos, pero no quedo del todo mal. Decía solamente “¿Es tuya?”. Aquello sería suficiente. Dejamos la carta y el bolígrafo junto a una lata de cerveza vacía que había en el suelo y la sandalia dorada se quedó allí, esperando a que nuestro propietario despertara. Los demás volvimos a meternos en el zapatero, cruzando los cordones para que todo funcionara.



Cuatro horas más tarde y con un aspecto terrible, el pobre miraba sin dar crédito la nota y la sandalia. Tardó un poco más de lo esperado en comprender la genialidad de mi plan pero, aún así, quedó bastante convencido de que la idea había sido totalmente suya. Supongo que para los humanos no es factible pensar que un zapato pueda haber escrito una carta. Así les va.



A la mañana siguiente ya estaba todo listo. Los carteles quedaron bastante bien, en ellos había una foto de la sandalia dorada (salía bastante favorecida, por cierto) y un breve texto: “¿Es tuya? Por favor, ven a buscarla.” Tenía como cien y pensaba colgarlos por toda la ciudad. Afortunadamente para nosotros, eligió a las zapatillas de deporte para tan ardua tarea.



Cuando regresaron a casa, solo nos quedaba esperar.



Y aquí estoy, tres días más tarde, volviendo a casa a pie. Mi hermano y yo caminamos en silencio, bastante desilusionados. Nuestro dueño ha terminado su jornada laboral y seguimos sin saber nada de la mujer de la sandalias doradas. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que su sandalia derecha descansa ahora mismo en el zapatero de la entrada junto a los demás. También sé, por desgracia, que lo peor de ser un mocasín en Sidney no son las arañas o que te metan un pie sucio sin calcetines dentro. Me gustaría regresar a los tiempos en que aquello era lo peor que podía imaginarme. No, lamentablemente ahora sé que lo peor que le puede pasar a un mocasín como yo es enamorarse… porque estoy enamorado de esa sandalia dorada con la que nunca he hablado y a la que, tal vez, jamás vuelva a ver. Mi hermano dice que no me preocupe, que todo se va a solucionar. Pero él sabe que no es verdad. Con el tiempo, nuestro dueño se cansará de esperar y se llevará la sandalia derecha donde… bueno, donde solo las zapatillas de deporte viejas saben. Él se quedará tan solo como yo y seremos desgraciados el resto de nuestras vidas. Ahora mismo desearía que una araña se metiese dentro de mí y sacara este dolor que siento. Es mil veces peor que tener un clavo en la suela o una piedra en la plantilla. Es peor que estar sucio o no encontrar betún del color adecuado. Estoy desolado.





La puerta de casa está cerca y yo no me atrevo a mirar. Me da miedo encontrarla vacía.

Creo que este es el segundo más largo de mi vida.



Entonces escucho una voz. Es mi dueño.



- Pensaba que no vendrías. - dice.



Abro los ojos. Un par de zapatos de tacón negros aparece ante mí. Son de ella, pero no es ella. Noto como mi suela empieza a partirse en dos.



- Tenía que recuperarla - responde ella - Y disculparme contigo.



Mi propietario abre la puerta de casa y la invita a entrar. Estamos en la entrada. Él saca la sandalia derecha del zapatero y se la devuelve. Ella sonríe y saca algo de su bolso. ¡Es ella! ¡La sandalia dorada! ¡Mi sandalia dorada!



Antes de que nos demos cuenta, nos han vuelto a arrojar al suelo. A nosotros, a ellas y a los zapatos negros. Luego va toda la ropa y un montón de palabras de disculpa. Cuando la puerta del dormitorio se cierra, todos los demás desaparecen. Ella y yo volvemos a estar a solas.



- Te he echado de menos - me atrevo a decir.

- Y yo a ti - responde ella.

Anette

La noche que yo la conocí, todavía no se llamaba Anette. Aquella noche era Ana, a secas, una veinteañera más perdida en la noche madrileña.

Yo acababa de llegar a la ciudad. Era mi primera noche en Madrid, la última creía entonces… Al día siguiente, un avión guardaba un asiento a mi nombre con rumbo a un futuro incierto. Madrid era escala entonces y, paradójicamente, terminó siendo el destino final.

No había reservado hotel. A mis veintitrés años, aún me sentía capaz de dormir en Barajas de cualquier manera. Eran otros tiempos y el concepto bajo coste más severo que nunca.

Conocí a Ana como se suele conocer a todas las personas inolvidables: de casualidad.

De nuestro primer encuentro recuerdo el sabor amargo del café, la multitud que recorría la Gran vía y su sonrisa. Jamás vi una sonrisa igual. Creo que fue nada más verla cuando supe que la llevaría siempre en mi memoria. Ana era extraordinaria.

- Tú no eres de aquí. – fue su primera frase
- No, no lo soy.
- Déjame adivinar – dijo con cara traviesa – eres francesa.
- No, pero te has acercado mucho.
- Te propongo algo: mi turno acaba ahora. Te terminas el café mientras me cambio y después me cuentas tu historia. Yo a cambio te puedo enseñar la ciudad.


Sonreí. Era la idea más disparatada que jamás me habían propuesto pero, en aquel momento, yo no tenía nada que perder. Y Ana parecía simpática.

- En realidad soy belga – corregí – pero mi madre es francesa, así que supongo que se podría considerar un acierto.
- Me gusta adivinar de dónde viene la gente por su acento. Tu español es bastante bueno, pero te delataste al pedir el primer café. ¿Dónde lo aprendiste?
- Aunque no lo creas, mis abuelos vivían en Valencia. Solía veranear allí los tres meses de verano.
- ¿Murieron hace mucho?
- Tres años. ¿Cómo lo has sabido?
- Por tu tono de voz. Triste, muy triste.

Esa era la habilidad de Ana: interpretaba voces. Lo hacía desde niña, a todas horas. Cualquier cosa que escuchase a cualquier persona tenía un matiz, un rasgo característico que Ana atrapaba y analizaba. Era capaz de sacar conclusiones muy cercanas a la realidad de sus análisis.

Recorrimos la Gran Vía. Ana y sus historias locas. Nos contamos nuestras vidas, sin secretos. Yo le hablé de mi viaje, de la última discusión que había tenido con mi padre y de lo poco que me gustaba la idea de marcharme de Bruselas para vivir en una ciudad desconocida. Ella me habló de su habilidad, de lo mucho que le gustaba trabajar en aquella cafetería tan concurrida, de toda la gente singular que había conocido y de su sueño de estudiar psicología.

- Nunca he salido de Madrid.
- ¿Por qué?
- Estoy ahorrando. Para la universidad, para la vida.
- ¿Y no te gustaría conocer otros países?
- Ya los conozco. La gente me habla de ellos. Como tú, por ejemplo. Ahora sé que en Bélgica habláis cuatro idiomas y veis la televisión con subtítulos. También sé que llueve mucho y que el chocolate es delicioso. Conozco una cafetería del centro que sirve el café más delicioso de Bruselas. Y muchas más cosas, por supuesto, todas las que te queda por contarme.
- Es una forma económica de viajar.

Empezaba a anochecer y mis pies dolían como si llevasen años caminando. La temperatura era perfecta y la conversación fluida. Ana reía, preguntaba, recordaba anécdotas, me confesaba sueños, ilusiones, miedos… Y yo me dejaba llevar. Era fácil estar allí, en mi única noche en Madrid, dejando que aquella desconocida supiese todo lo que yo siempre me callaba. Era sencillo olvidarse de los tabúes cuando se piensa que no habrá tiempo para el arrepentimiento. Aquella noche fui más yo que nunca.

- ¿Dónde te alojas?
- En ninguna parte. Pensaba dormir en el aeropuerto.
- ¿Tienes sueño?
- No, la verdad es que no.
- Entonces no duermas. Pasaremos la noche en vela. Veremos la ciudad como nunca la ve nadie: dormida.
- Pensaba que las ciudades grandes nunca dormían.
- No te dejes engañar: todas las ciudades duermen. Y conozco un lugar donde el amanecer se vuelve inolvidable.

Yo creía que nunca iba a volver a Madrid después de aquella noche, pero sí lo hice y, si me preguntas, te diré que jamás vi la ciudad como entonces. No fue nada de lo que pueda escribir en una guía.

No fue la estación de Atocha. Fue Ana, corriendo por su invernadero, contándome que una vez estuvo tres horas perdida entre aquellos árboles en busca de una tortuga de cuadros azules.

No fue la Biblioteca Nacional. Fue la inocencia de Ana al confesarme que, de niña, creía que todos los libros del mundo se escondían tras aquellas paredes.

No fue la plaza de Colón, fue la primera vez que Ana montó en monopatín y la cicatriz de su rodilla derecha.

No fueron las torres Kio, fue Ana y su firme convicción de que, un día, ambas torres caerían hasta chocar en el centro… y entonces serían una sola.

No fue el Santiago Bernabeú. Fue Ana a los siete años, viendo un derbi con su padre. Asustándose con cada gol. Tratando de comprender porque aquella gente gritaba tanto.

No fueron las embajadas, no. Fueron las locuras de Ana, el día que visitó todas para dar la vuelta al mundo. Y su tristeza cuando no consiguió entrar en la de Estados Unidos. Su intención de volver a intentarlo.

No fueron las cosas, fueron las historias de Ana. Fueron nuestras risas resonando en la noche madrileña. Las bromas, los momentos de silencio.

Nos despedimos en Barajas, media hora antes de que cerrasen la puerta de embarque. Me dio un abrazo, dos besos. Así se despedían en España entonces y creo que así lo siguen haciendo ahora. Me dio su teléfono y su dirección. Yo le prometí que la escribiría dándole la mía. Luego me fui.


No escribí a Ana. Tampoco la olvidé. Pasaron los años y me pasaron muchas cosas. Me casé, tuve un hijo y el destino me llevó de vuelta a Madrid. Me acordaba de Ana en cada esquina, en cada calle. Y quise buscarla, saber de su vida.

Conservaba su dirección. Nunca la escribí por miedo. Tenía miedo de que no me contestase. De que nos escribiéramos dos o tres cartas y nos terminásemos por olvidar. De aquella manera, nuestro encuentro siempre sería perfecto. Un día inolvidable. El mejor de todos.

Ana ya no vivía allí. El piso ahora pertenecía a un número incalculable de extranjeros, que acumulaba colchones en el salón de una manera preocupante. No supieron decirme mucho. La propietaria anterior no se llamaba Ana, eso fue todo.

La busqué en los lugares que conocí junto a ella. Di la vuelta al mundo en su honor. Y, esta vez, si pude entrar en la de Estados Unidos. Guarde el recuerdo con mucha fuerza, para poder contárselo algún día. Quizás ella ya había completado su viaje.

Pasaron los años y terminé por desistir en mi búsqueda. A veces me pasaba de parada en el metro porque me había parecido ver a alguien con sus mismos ojos. O me quedaba largas horas sentada en aquella cafetería de Callao, esperando a que apareciera. Nunca era ella.


Hoy, veinte años más tarde, todo ha cambiado. Un pase familiar por el centro ha sido, curiosamente, el detonante. Ese paseo y mi hijo de diez años, suplicando un Happy Meal. Ha sido al pasar por Montera. Una sonrisa inolvidable se ha cruzado con mi mirada.

- Anette, ¿tienes un cigarro?
- Toma. Y dame fuego.

Tenía acento francés y la entonación de quién ha visto ya demasiado. Esa fue siempre su habilidad, interpretar voces. Y entonces, he comprendido. No logré encontrar a Ana porque Ana ya no existía. Ahora era Anette.

Frida (II)

La culpa la tuve yo, para variar. Le conté al abuelo aquella estúpida historia del chico que había creado una página web para buscar a una chica de la que se había enamorado en el metro de Nueva York y, aunque en aquel momento no pareció hacerme mucho caso, aquella anécdota quedó grabada a fuego en su memoria.


Meses más tarde, después de una de las copiosas comidas en casa de tía Frida, el abuelo me llevó a la biblioteca.

- Jude, hijo mío, eso de Internet… ¿Cómo funciona?

Así me lo soltó, como si yo pudiese explicarle a mi abuelo de ochenta y cinco años como funciona Internet. Sí, soy informático y sí, programo páginas webs… pero de ahí a saber cómo explicarle a un hombre que llama al ordenador “caja” hay un gran trecho.

- Abuelo, es complicado, ¿por qué lo preguntas?

- Quiero que me hagas una página de esas, de las que te ayudan a buscar chicas.

Aquello me descolocó por completo. Los abuelos habían sorprendido a toda la familia cuando, con setenta años, decidieron divorciarse. Nadie daba crédito, ni siquiera los del juzgado. En Australia no es nada usual que personas que han compartido toda su vida se divorcien… pero los abuelos estaban hartos de fingir. A todos nos costó mucho aceptar que el abuelo nunca había estado enamorado de la abuela, pero fue casi más duro saber que la abuela había conocido a un jubilado en su partida semanal de cartas y pensaba irse a vivir con él.

De eso hacía ya catorce años y, aunque entonces yo no era más que un adolescente, seguía recordándolo como uno de los episodios más traumáticos de mi vida. El otro era, sin duda, el día que mi madre me contó que Paul no era mi verdadero padre. Pase tres años buscando a la familia de mi padre biológico para que me contaran más cosas sobre él. Al final llegué a la conclusión de que George no había sido más que un drogadicto que había dejado a mi madre tirada al enterarse de que estaba embarazada de mí. De aquello solo saqué en claro a mi abuela Kate, que se mostró encantada de conocer la única cosa buena que su hijo había hecho en vida (textualmente).

El caso es que, cuando mi abuelo me preguntó aquello, me quedé de piedra. Ya le veía en plan viejo verde, buscando fotos de jovencitas por la red.

- ¿Quieres buscar chicas en Internet? – contesté.

- No, claro que no, Jude. Quiero buscar a una chica, solo a una. Se llama Frida.

- ¿A la tía? – no entendía nada.

- A otra Frida, de hecho, a la Frida que inspiró el nombre de tu tía.

Y así comenzó todo este lío. Cuando el abuelo me contó la historia del amor de su vida no pude evitar enfadarme un poco. A fin de cuentas, mi abuela había sido siempre la esposa de repuesto para él, aunque el abuelo no pensaba lo mismo.

- Yo quise y quiero a tu abuela, Jude, más que a la vida misma… y no me arrepiento ni de un solo día a su lado. Ella me dio lo más maravilloso del mundo: mi familia, pero no éramos el uno para el otro. Cuando conozcas a la mujer destinada a pasar contigo el resto de su vida, lo entenderás. Es algo que solo se da una vez, hijo.

Mi hermana Prudence apoyó al abuelo desde el primer momento. Era una defensora acérrima del amor, los flechazos y el destino. Se pasaba el día leyendo novelas de amor en su cuarto. Meredith, mi otra hermana, era mucho más realista. Solía decir que odiaba a los hombres, aunque no era raro pillarla en su habitación con algún chico. Sorprendentemente, Meredith también decidió que el abuelo merecía su oportunidad. Mujeres…

Lo hicimos todo a espaldas del resto de la familia porque el abuelo no quería que pensaran que estaba loco. Solo se lo conté a mis hermanas porque, por extraño que parezca, nosotros nos contamos todo. Aunque son seis y siete años menores que yo, siempre hemos estado muy unidos. Parte de la culpa es de mi madre, que siempre ha presumido de la maravillosa relación que tenía ella con sus hermanos, incluido el tío James, por mucho que discutan.

La página web era sencilla. Contaba un poco la historia del abuelo y Frida. Daba los pocos datos que tenía el abuelo: el apellido de la familia de Frida, el nombre de sus padres y del tío de Frida que les ayudó a huir de Holanda. También facilitábamos una fotografía de mi bisabuelo y el padre de Frida, una fotografía de mi bisabuela con el guardapelo que el abuelo le había regalado a Frida y algunos datos sobre la calle donde se encontraba la casa de Frida antes de que las bombas la destruyesen.

La historia quedó así. De vez en cuando nos escribía algún curioso preguntando si habíamos localizado a la famosa Frida, aunque no conseguimos grandes avances. Nada hasta que una blogger de fama internacional topó con nuestra página y quiso escribir un post con nuestra historia. El post fue un éxito rotundo (a la gente le encantan estas ñoñerías) y un periódico australiano lo publicó. Meses más tarde, la historia llegó a los telediarios y pronto, la página tenía más de mil visitas diarias.

El abuelo vivía ajeno a todo esto ya que no quería abrumarle con datos, cifras,… Para él, no existían posibilidades de encontrar a Frida aunque no perdía la esperanza, ni siquiera cuando empezaron a aparecer las falsas Fridas. Yo las llamaba así porque eran un grupo de mujeres de diferentes edades que aseguraban ser la Frida buscada. La web del abuelo era un fenómeno en internet, sobre todo después de subir el video del abuelo contando la historia de Frida a Youtube (éxito total, de lo más visto en meses) y muchas mujeres querían aprovechar el tirón mediático. No fue difícil descartarlas porque ninguna tenía el guardapelo y la mayoría ni siquiera tenían edad de haber vivido la segunda guerra mundial.

Mi carrera profesional mejoró notablemente a raíz de este asunto y cada vez eran más las empresas que querían que yo, el famoso creador de buscandoaFrida.com, diseñase su página. Fue una época de mucho trabajo, así que tuve que delegar a las falsas Fridas a mis hermanas.

Tenía el asunto medio olvidado hasta la mañana que recibí el siguiente email:

<< Querido Jude,

Mi nombre es Margot. Vivo en una pequeña localidad irlandesa llamada Howth con mi abuela Frida. Llevo años escuchando a mi abuela hablar del amor de su vida y, hasta ahora, siempre había pensado que fue mi abuelo. Sin embargo, recientemente he descubierto que mi abuelo nunca estuvo en Holanda y ni siquiera estuvo casado con mi abuela. No sé cómo llegué a tu web pero te aseguro que aún estoy temblando. Cada detalle, cada palabra es idéntico a la historia que tantas veces he escuchado. Te adjunto una foto de mí querida abuela con su más preciado tesoro: un guardapelo de plata con la foto de un niño en su interior. Por favor, ruego discreción, mi abuela es una mujer de salud delicada y no le conviene sufrir un sobresalto. >>



Me puse en contacto con Margot de inmediato. Al parecer, Frida y su familia habían huido de Ámsterdam al enterarse de que iban a delatarles por ayudar a escapar a mi abuelo. Su tío les había ayudado a llegar hasta Irlanda, donde habían empezado una nueva vida. Los padres de Frida murieron de tifus y Frida se instaló con un amigo de la familia, un hombre quince años mayor que ella que se convirtió en el padre de su única hija. Cuando su mujer se enteró del embarazo de Frida, la echó de casa no sin antes darle una buena suma de dinero a cambio de su silencio. Frida crió sola a su hija y nunca volvió a enamorarse. Los padres de Margot se habían mudado a Dublín al poco de casarse, por tanto, Margot y su hermano Judah habían pasado casi toda su vida en la capital irlandesa. A principios de año, Frida se había roto la cadera tras una caída y Margot había decidido instalarse con ella para ayudarla en su recuperación.

El abuelo rompió a llorar cuando se lo contamos. Luego vino el resto de la familia. Todos se mostraron algo reticentes al encuentro y, curiosamente, fue mi abuela quién convenció a todos. Dijo que solo quería que el abuelo encontrase el amor de su vida, al igual que ella había hecho con Walter. Mi madre y mis tíos pusieron el dinero para los billetes y, apenas una semana después de recibir aquel email, mi abuelo y yo nos embarcábamos rumbo a Irlanda.

Judah fue el encargado de recogernos en el aeropuerto y llevarnos hasta Howth.

- Te pareces a mí cuando tenía tu edad – dijo el abuelo.

- La abuela siempre decía eso – contestó – por eso insistió en que tenía que llamarme así. “Es igualito que mi Judah”, decía siempre.

- Eso me pasó a mí con mi hija Frida – rió el abuelo – aunque yo veía a tu abuela en todas partes, siempre.

- El suyo fue un gran amor, ¿verdad?

- Fue el único amor, hijo – respondió el abuelo – el único.

Yo me callaba y escuchaba a Judah contar que, cuando conoció a su actual mujer, sintió algo parecido.

- Supe que era ella de inmediato, no dudé ni un segundo.

Me resultaba raro oír al abuelo contar lo mismo de Frida, como si el amor fuese algo muy especial que todos compartían y yo me estaba perdiendo. A mis treinta años nunca había sentido nada parecido. Había tenido alguna novia pero siempre me terminaba hartando de la relación o se terminaba hartando ella de mí. Nunca había sentido ese amor a primera vista que tan popular parecía últimamente. Me sentía incompleto.

- ¿Cómo está Frida? – Quiso saber el abuelo.

- Mi abuela está muy nerviosa – dijo Judah – Sabe que usted viene a verla.

- No me refería a eso exactamente.

- Está guapísima, de veras. No aparenta en absoluto su edad. Antes de la caída salía a pasear cada mañana. Siempre por el puerto, decía que le gustaba mirar el mar porque sabía que las olas eran capaces de transportar su amor.

- Y lo hacían, hijo, te lo aseguro.



La casa de Frida estaba en la calle principal de Howth, un minúsculo pueblo pesquero de incomparable belleza. Era una pequeña casa de dos plantas con un bonito jardín delantero. Judah nos abrió la puerta y nos invitó a entrar.

- Margot no tardará en venir – anunció – ha salido a comprar algo de pescado fresco para la comida. Mi abuela está en el salón.

Creo que el encuentro entre mi abuelo y Frida fue el tercer momento más importante de mi vida. Su manera de mirarse, de tocarse, de sonreírse… fue totalmente indescriptible. Frida era, como había dicho su nieto, una mujer hermosa para su edad. De rasgos finos y sosegados, resultaba hipnótico mirarla. Entonces entendí muchas cosas, como el divorcio de mis abuelos. El amor que se respiraba en aquella habitación era algo completamente distinto a todo lo que yo había conocido. Aquellos dos ancianos se pertenecían por completo, no había duda.

Judah y yo dejamos al abuelo a solas con Frida en el salón y nos sentamos en el jardín a esperar a Margot.

Me lo contaron como si fuese una película. Ves a la chica y ¡zas!, te enamoras de ella. Bueno, no fue en absoluto así. Cuando vi a Margot por primera vez, supe que llevaba treinta años buscándola. Estaba enamorado de ella desde antes de conocerla, como si de algún modo pasar el resto de mi vida a su lado fuese inevitable. Supe, al mirarla, que ella había experimentado lo mismo.





Epílogo

Odio quedarme a medias con las historias, así que os contaré como terminó todo. El abuelo se quedó en Howth cinco largos años, hasta que un infarto se le llevó de este mundo. Apenas una hora más tarde, Frida se iba con él. Durante todo aquel tiempo yo me casé con Margot y me mudé a Irlanda, donde formé una maravillosa familia junto a ella. No pasa un solo día en el que no agradezca haberle contado aquella ridícula historia al abuelo, sobre todo cuando veo la cara de mis hijos y me siento el hombre más afortunado de la tierra por tener a mi mujer. Mi hermana Meredith se casó un año más tarde con un ejecutivo de Camberra y, casualidades de la vida, seis meses más tarde le destinaron a Londres. Prudence conoció a un músico y se fugó de casa. Mamá se reía mucho con aquella historia porque decía que le recordaba a ella (aunque ninguno logró explicarse porqué). Cuando se cansó de dar tumbos, se vino a vivir con nosotros una temporada. Conoció a un chico de Cork y se quedó a vivir en Irlanda. La abuela se casó en segundas nupcias con Walter y lo cierto es que estaba preciosa vestida de blanco. El abuelo y Frida fueron los primeros en ser invitados a la boda, aunque tuvieron que asistir por videoconferencia dado el delicado estado de salud de Frida. Antes de morir, Frida le dejó a Margot el guardapelo de plata. Ahora, en su interior, hay una foto de Frida y Judah.

Sally

Ocultaba su diastema con la lengua al sonreír. Se avergonzaba de aquella separación entre los dientes más que de ninguna otra cosa. Eso era lo maravilloso que tenía: encontraba defectos donde otros solo veían belleza. Por eso era tan especial, porque Sally no tenía ni idea de lo increíblemente sexy que resultaba verla reír.


De todas las fotos que aún conservo, solo en una se puede ver su dentadura. Saqué aquella polaroid cuando ella aún dormía. Con la boca abierta y el pelo enmarañado, una Sally de quince años aparece entre sábanas revueltas abrazando la almohada. No volví a verla igual y nunca conseguí otra foto como aquella. Sally era así: no tropezaba dos veces con la misma piedra. De aquella polaroid aprendió a cerrar con llave la puerta de su dormitorio y ya nunca más conseguí colarme a hurtadillas para verla dormir.

Así era Sally, como un tornado. Antes de que pudieras darte cuenta, estabas completamente dentro de ella… y tan siquiera lo notaba. Sally era despreocupada y ajena a sí misma. Nunca fue consciente del efecto que causaba en los demás. Se veía a sí misma como una chiquilla anodina y sin gracia. Solía quejarse continuamente de su cuerpo. Quería ser más alta, menos voluptuosa. Era como Brigitte Bardot pretendiendo ser Audrey Hepburn. Sally quería ser todo lo que no era y todos los demás solo queríamos ser ella.

Yo siempre supe que iba a acabar mal. Las chicas como Sally no podían terminar de otra manera. No estaban hechas para convertirse en adorables viejecitas con los dientes separados. No, las chicas como Sally estaban hechas para ser recordadas entre lágrimas, con toda su juventud perdida, con toda esa vida que podrían haber tenido. Las chicas como Sally aparecían en las fotos de anuario en blanco y negro que se colgaban en los postes de la luz con la palabra desaparecida escrita debajo.

Por eso hice lo que hice y solo Dios sabe lo poco que me arrepiento. Yo hice de Sally una leyenda, una historia. Le di el final que merecía, solo eso. Sin mí, Sally hubiese terminado pudriéndose en vida. Ella no estaba hecha para casarse, ella no había nacido para tener hijos o nietos. Salvé a Sally de la única manera que podía salvarse a una chica así, a los diecisiete años, cuando su belleza era perfecta. Para cuando encontraron el cuerpo, su rostro era famoso en todo el estado. Solo lamenté que la encontrasen en ese estado, tan descompuesta… porque juro que nunca volví a ver un cadáver tan hermoso.

Frida

El azul del mar de Tasmania me recordaba a los ojos de Frida. Habíamos huido a Australia en busca de una oportunidad, aunque entonces no lo entendí. Era otoño de 1939 y yo tenía catorce años recién cumplidos cuando el señor Heitmann, el padre de Frida, ayudó a mi familia a salir del país. Un primo suyo, comerciante, nos introdujo en una enorme caja de madera y nos sacó de Holanda como si fuésemos mercancía. Los judíos no tenían ninguna oportunidad en Europa desde que la guerra había estallado y, aunque mi padre era un hombre rico y respetado, todos sabíamos que nuestro dinero judío solo retrasaría la captura. El Führer era implacable.


Mi padre era propietario de una fábrica de muebles en Ámsterdam y el señor Heitmann era su socio. Había arriesgado su vida y la de su familia ayudándonos a huir, por eso, mi padre dijo que lo más correcto sería devolverles el favor. No habría ninguna carta ni ningún intento de contacto por nuestra parte. La familia Heitmann jamás sabría dónde nos habíamos marchado. Aquella era la única forma de protegerles que poseíamos y todos lo respetábamos.

Sin embargo, pese a estar a más de dieciséis mil kilómetros (lo había mirado en la vieja bola del mundo que mi padre me compró por mi primer cumpleaños en Canberra), yo seguía pensando en Frida.

Habíamos crecido juntos. Frida, al igual que yo, no tenía hermanos. Su madre lo había intentado durante años pero, tras nacer Frida, su cuerpo se había vuelto incapaz de engendrar hijos. Yo, en cambio, había tenido un hermano al que ni siquiera llegué a conocer ya que murió dos días después del parto. Mi madre nunca quiso volver a intentarlo. Se trasladó al cuarto de invitados para no tener que dormir en la cama dónde había visto nacer y morir a su hijo y no volvió a mencionar el tema.. Solo a veces, cuando creía que nadie la escuchaba, repetía su nombre en voz baja como si le cantase una nana. Estoy convencido de que, si a mi madre le dolió abandonar Holanda, fue por tener que alejarse de su pequeña tumba.

Frida lo era todo para mí. Íbamos juntos al colegio y también jugábamos después de clase. Era rubia, pálida como el marfil y con los ojos de un azul tan claro que parecían tener el cielo dentro. Siempre tenía los labios rojos y las mejillas rosadas por el frío. Solo tengo que cerrar los ojos para recordar a la perfección su rostro. La sonrisa de Frida podía derretir el hielo que cubría los canales holandeses en invierno.

Yo estaba enamorado de ella, aunque entonces no lo sabía. Era mi amiga, mi compañera, mi alma gemela… Frida era una extensión de mi mismo y no había nada en el mundo que yo adorase más que estar con ella. Por eso, cuando en el colegio nos obligaron a estar en clases separadas, la vida de volvió gris para mí. Después de aquello las cosas fueron empeorando. A los judíos se nos impuso el toque de queda y las tardes dejaron de tener sentido encerrado entre las cuatro paredes de mi habitación. Mi padre sugirió que quizás sería buena idea que Frida y yo no nos dejásemos ver juntos en público para evitar que ella también fuese perseguida por simpatizar con los judíos. Después se llevaron mi bicicleta y, con ella, los paseos de los domingos con Frida. Dijeron que los judíos no teníamos derecho a poseer cosas. Éramos menos que animales entonces.

Luego estalló la guerra y la situación se volvió insoportable. Algunas noches escuchaba las bombas caer a lo lejos y no podía evitar pensar si alguna de ellas habría alcanzado a Frida. Dejé de ir al colegio y cada vez salíamos menos de casa. El toque de queda era a las ocho, pero los soldados empezaban a patrullar las calles mucho antes. Teníamos miedo de que alguno nos arrestase. El señor Heitmann nos traía comida a casa y, de vez en cuando, venían a visitarnos. Frida y su madre venían con él pero ya no era lo mismo de antes. Aquellos encuentros estaban marcados por la tristeza y el miedo de la guerra.

La última vez que vi a Frida yo no sabía que no volvería a verla. Supe después que, aquella noche, su padre y el mío habían ultimado los detalles de nuestra huida. Frida me hablaba del colegio y de lo mucho que odiaba todo lo que ahora enseñaban allí.

- Odio y más odio - decía.- Es todo lo que nos inculcan. Todos los profesores tienen miedo de no mostrarse lo suficientemente leales al Führer. Ya ni siquiera leemos libros, solo el Mein Kampf.

Yo intentaba prestar atención, pero todo lo que podía ver era el rojo de sus labios moviéndose rítmicamente. El poder de atracción era tal que no pude evitar besarla. Ella se ruborizó y me dio una bofetada.

- No es correcto, Judah.- me dijo – Una señorita respetable no debería intimar con un joven de esta manera.

Frida había empezado a usar aquel año medias de nylon y faldas por la rodilla que su tío le traía desde Estados unidos y se creía muy adulta y sofisticada llevándolas. Aquel día, además, había peinado su cabello con tenacillas obteniendo un aspecto muy serio. Atrás quedaban los calcetines altos y las faldas tableadas que solía llevar al colegio, Frida se había convertido en toda una mujer sin que yo me diera cuenta.

- Frida, soy yo. – reí – Conmigo no tienes que guardar las apariencias.

- Ahora soy una mujer – se puso en pie – No podemos seguir jugando como dos críos. Dentro de poco me casaré y tendré hijos.

La simple idea de imaginar a Frida casada con otro dolía terriblemente. Solo imaginar que otro podría besar sus rojos labios me hacía enfurecer. No pude evitar imaginarla junto a mí, vestida de blanco y sonriente. La idea me reconfortó de tal manera, que las palabras salieron solas.

- ¿Te casarás conmigo, Frida? – me lancé.

- ¿Ahora?

- Cuando acabe la guerra – sugerí – Vendré a buscarte y nos casaremos. Di que sí, promete que me esperarás.

- Te esperaré – cedió finalmente – Lo prometo.

Entonces volvimos a besarnos, esta vez sin tortazos. Fui a la habitación de mi madre y cogí su viejo guardapelo. Mi padre se lo había regalado cuando se quedó embarazada por segunda vez para que pudiese llevar una foto mía y de mi hermano, pero después de la muerte del bebé, ella fue incapaz de usarlo. En su interior solo estaba mi fotografía, un crío de doce años sonriente y despreocupado que, a partir de aquel momento, dormiría junto al corazón de Frida.

- Guárdalo – le dije – Como símbolo de mi amor por ti.

Cuando acabó la guerra no pude volver a Europa. La nueva documentación para los judíos exiliados durante el exterminio llevó mucho tiempo y, mientras tanto, en Europa todo cambiaba. Ciudades enteras habían quedado arrasadas por la guerra y muchas familias tuvieron que empezar de nuevo. Cuando por fin conseguí regresar a Ámsterdam, en 1949, la vieja fábrica de mi padre había desaparecido. De la casa de Frida apenas quedaban algunos escombros y, del que fue mi hogar, ni siquiera hallé cenizas. Me contaron que al poco de marcharnos, alguien les delató y tuvieron que huir de la ciudad. No habían vuelto a saber de ellos.

Pasé ocho años recorriendo Europa en su busca sin éxito. Gasté tiempo y dinero en aquella empresa y, al final, no tuve más remedio que aceptar que había perdido. Derrotado y perdido regresé a Australia con mi familia, donde no tardé en encontrar trabajo en una fábrica de conservas. Era primavera de 1957 y yo ya tenía 32 años. Mi madre estaba terriblemente disgustada por mi soltería, así que me casé aquel mismo otoño con Mary O’Conell, una emigrante irlandesa de 25 años que trabajaba como secretaría en mi fábrica y con la que llevaba unos meses saliendo. Nada más casarnos, Mary se quedó embarazada y nos trasladamos a un pueblecito a las afueras de Sydney. Nueve meses más tarde nació mi primera hija. Después vinieron Elisabeth y James. Al final conseguí ser feliz sin Frida, aunque no logré olvidarla

Lola

Elegí el nombre de Lola porque a mi la vida me ha dolido mucho, ¿sabe? Pero no vaya a poner eso. Usted ponga que me llamo Lola, tal cual. Sin apellido. Solo quería que supiera que yo antes no me llamaba así. Tenía un nombre como todo el mundo, con sus dos apellidos. Pero cuando llegué aquí las chicas me dijeron que me lo cambiara, que a los tíos que vienen aquí no les gusta que tengamos apellidos ni nombre ni nada. Me dijeron que me pusiera algo exótico como Tiffany o Dorothy pero yo no sabía ni escribir esos nombres. ¿Se imagina algo más absurdo? La mayoría de estas chicas tienen nombres que no saben ni deletrear. Por eso yo elegí Lola, porque viene de Dolores y, si de algo entiendo yo, es de dolor.
Yo quería ser locutora de radio, ¿se lo puede creer? Cuando era chica, siempre me encerraba en mi cuarto con la radio bien alta. Me quedaba allí durante horas, acurrucada en la cama, escuchando aquellas canciones que hablaban de cosas que yo no conocía. Mi sueño era ser como aquellas locutoras de voz dulce, vivir al otro lado de esa cajita metálica que me alejaba de la realidad por un instante. En aquella época yo era una ignorante, lo sé, pero aún tenía esperanza. Eso es lo peor de todo, ¿sabe usted? Que te jodan tanto que termines olvidando como se sueña.

No se crea que aquello servía de mucho. A veces los gritos eran tan altos que ni la radio los cubría. Podía escuchar cada golpe como si yo misma lo estuviera recibiendo. Los gritos de mi madre se clavaban en mi oído como puñales pero yo quería escucharlos, me ponía junto a la pared para poder oírlos con más claridad. Cuando no gritaba, cuando solo se escuchaban sus golpes era cuando más miedo tenía, ¿entiende? Era entonces cuando yo empezaba a pensar que, quizás, ella estaba muerta. Muchas veces pienso que mi madre solo gritaba para hacerme saber que seguía con vida, que ese cabrón aún no la había matado.

No, no era mi padre. Y, si algún día lo fue, tanto odio terminó con cualquier parentesco. Su olor me repugnaba y el sonido de su voz machacaba mi cabeza como un martillo. Solía fantasear con envenenar alguna de sus comidas o aquellas botellas de whisky barato que guardaba en la cocina, pero nunca me atrevía. Entonces era una cobarde, ya lo sé. Quizás de haber sabido antes lo que sé ahora, mi madre estaría viva y ese cabrón bajo tierra.

Solo lo intenté una vez. Matarle, quiero decir. Cuando tenía siete años, salí de mi cuarto durante una de las palizas. Cogí el jarrón del pasillo y fui al salón sin hacer ruido. Estaba tan asustada que me mee encima. Mi madre estaba en el suelo, tirada como un perro. Él, de pie, daba patadas sobre su vientre sin cesar, ¿se imagina? Pateando a una mujer medio muerta, indefensa. Ese cerdo cobarde se creía muy valiente entonces. Gritaba palabras que yo no conocía aún. Se puede imaginar la clase de insultos que eran, yo no lo repetiré. Ponga ahí cualquier cosa, lo peor que pueda imaginar y seguramente acierte. ¿Mi madre? Ella no gritaba, ni siquiera se movía. Le miraba fijamente a los ojos, yo creo que esperando el golpe definitivo. Era una mujer valiente, pero le juro que la hubiese entendido. Si me hubiera dejado entonces, hubiera entendido porqué lo hacía. Pero no lo hizo, ¿sabe? Ella siempre luchaba por mí.

Aún no sé como fui capaz de coger aquel jarrón y lanzarlo contra su cabeza con tanta fuerza. Era de cerámica de la buena, abultaba más que yo. Solo recuerdo que mi madre estaba aterrorizada y no paraba de gritarme que me encerrara en mi cuarto con llave. No llegué a tiempo, por supuesto. Por eso es la cojera, ¿ve? Me dio tal paliza que casi me quedo en silla de ruedas. No pude volver a intentarlo porque ya no era capaz de ser silenciosa. Este trozo de carne muerta hace un ruido espantoso cuando camino.

Mi madre no murió por haberse cortado las venas con aquella cuchilla oxidada, se lo digo yo. Ella esperó a que yo cumpliese los dieciocho para poder irse tranquila. A mi madre lo que la mató fueron todas sus palizas, todos aquellos años de sufrimiento. Y también esa soledad en la que vivíamos. Es curioso, ahora hay tanta conciencia social y tanta ayuda pero, ¿quiere usted saber algo? El día antes de morir, mi madre fue a poner una denuncia a comisaría y se rieron de ella. Sí, como lo oye, la dijeron que volviera a casa y se dejase de tonterías. Yo creo que por eso se mató, porque agotó todas sus posibilidades de salvarse.

Después de que mi madre muriese, me largué de aquella casa. Cogí la radio y algo de dinero que robé mientras él dormía. Le drogué, claro. Eché somníferos madre en su whisky y, cuando cayó desplomado sobre el sofá, cogí mis cosas y me marché. ¿Sabe por qué no le maté? No había suficientes somníferos en la caja. Ya ve usted, mi venganza truncada por un detalle tan absurdo.

Estuve viviendo en la calle hasta que empecé a trabajar en esto. Ponga que soy puta, así, como suena. No vaya a poner alguna de esas palabras ridículas que usan ahora. A mí este trabajo me salvó la vida y al menos le debo eso, ¿entiende? Llamarlo por su nombre. No es que me guste lo que hago, pero no sé hacer nada más.

Esa es mi historia. Ya no busco a nadie que me salve porque sé que es demasiado tarde. Aún tengo la radio, ¿sabe? Es lo único que me queda. La pongo siempre bien alta. Los clientes se quejaban al principio, pero terminaron por acostumbrarse. Ahora ya no sueño con ser locutora, es cierto. Pero me gusta recordar que, una vez, fui capaz de soñar.

Buscadores de momentos

La principal cualidad de un buscador de momentos era la discreción. Se movían sigilosos por las calles en busca de momentos especiales, instantes únicos que capturar. Después, cogían aquellas instantáneas y, sin que nadie se diera cuenta, la guardaban en su bolsillo con disimulo. Si tu presenciabas o, por qué no, protagonizabas uno de aquellos momentos solo sentías un leve cosquilleo. La sensación era más parecida a una suave brisa de aire rozando tu nuca que a un experimentado buscador de momento tomando prestado un instante especial. A veces, ni siquiera eso. Algunos eran tan buenos que era imposible detectarlos. Se movían como sombras, como fantasmas.

La principal ventaja de los buscadores, además de su habilidad para pasar desapercibidos, era su anonimato. Nadie sabía que existían y, por tanto, nadie se paraba a buscarlos. El problema era que aquello dificultaba enormemente encontrar nuevos buscadores que fuesen reemplazando a los que ya no podían desempeñar sus funciones. Normalmente, la vida laboral de un buscador de imágenes era corta. En cuanto los años comenzaban a manifestarse, sus cuerpos se volvían más torpes y la agilidad empezaba a desaparecer. Ya no resultaban tan invisibles como antes y debían ser reemplazados por nuevos candidatos, pasando a ocupar puestos administrativos en el archivo

El archivo era el lugar al que iban a parar los momentos una vez que eran encontrados y clasificados debidamente. Aquel archivo era un lugar fantástico. Cualquier instante, por insignificante que pudiese parecer, tenía su lugar allí. Los grandes acontecimientos, como el fin de la primera guerra mundial o el descubrimiento de América compartían estantería con el primer diente de Jonás o la primera vez que Camila lloró por desamor. Nada era irrelevante allí. Los buscadores habían sido adiestrados para comprender que había acontecimientos destinados a cambiar el curso de la humanidad y otros destinados a cambiar la vida de un solo individuo pero, fuese cual fuese su magnitud, todos ellos eran instantes únicos. Momentos que, seguramente, jamás volverían a repetirse.

Sin embargo, todo esto no fue siempre así. Hubo un tiempo en el cual los momentos eran escogidos minuciosamente. A nadie del archivo le interesaba el primer día de colegio de Tobías o el nacimiento de Cecilia. En aquella época, los buscadores de momentos estaban siempre dónde tenían que estar: aviones que se estrellaban, bombas atómicas, coronaciones reales, terremotos… Los momentos eran transcendentales y relevantes. Solo si interesa a la mayoría, decían. Y así fue hasta que todo cambió.

Henri Möller no era un buscador de imágenes y, seguramente, desconocía su existencia. Sin embargo, Henri era prácticamente transparente. La gente pasaba a su lado sin mirarle y no era raro que, de vez en cuando, alguien tropezase con él en la calle por no haberle visto. A todos los efectos, Henri Möller era un fantasma.

El problema de Henri era que, si bien el resultaba invisible para el resto, los demás ejercían una fuerte fascinación sobre él. A Henri le gustaba observar a la gente, conocer sus vidas y atrapar sus momentos en el aire. Solía ir siempre con su vieja réflex, haciendo fotografías a todo aquello que el consideraba importante. De aquella manera, Henri había conservado los primeros pasos del bebé de los Foster o la última noche que Sally Hërmstrong pasó con su nieta. Eran momentos mágicos para Henri, instantes que conservaba para no olvidar nunca que hasta lo más insignificante puede ser importante si se mira con los ojos adecuados.

Con dichos antecedentes, no fue de extrañar que Henri Möller fuese reclutado por los buscadores de momentos. No necesitaron esforzarse mucho para convencerle porque, si bien se mostró algo escéptico al principio, Henri no tardó demasiado en darse cuenta de que había nacido para aquel trabajo.

Los primeros meses de adiestramiento, Henri los pasó con un supervisor, pero no necesitó demasiadas instrucciones porque poseía un talento innato para la búsqueda. Henri era, probablemente, el mejor buscador de todos los que había habido hasta entonces. Sabía estar en el momento adecuado y, sobre todo, sabía como esfumarse. Lo suyo era insuperable.

Henri capturaba más momentos que ningún otro buscador. Los encontraba en todas partes, en cualquier persona. Veía instantes únicos donde los demás solo veían rutina. Algunos de sus compañeros envidiaban su capacidad para descubrir la magia en todas partes. Los demás no soportaban que perdiese el tiempo con aquellas tareas tan insignificantes cuando, ahí afuera, había multitud de momentos históricos esperando ser encontrados.

No fue hasta unos meses más tarde, cuando el archivo comenzaba a desbordarse con todos aquellos momentos que Henri recopilaba, que se empezó a hablar de hacer algo. Los encargados de clasificar los momentos no daban abasto con todo el material de Henri y decidieron plantarse. Se negaron a recoger más instantáneas de primeros besos o bebés recién nacidos y se centraron en realizar solo el trabajo que realmente importaba.

Todo esto puede parecer, a simple vista, irrelevante pero lo cierto es que la tarea que Henri desempeñaba era tremendamente importante. La finalidad del archivo no era otra que conservar aquellos momentos vivos. Estar allí almacenados los convertía automáticamente en recuerdos y, de aquella manera, se impedía que se borrasen de la memoria colectiva. Era de vital importancia que los grandes acontecimientos de la humanidad se mantuviesen a salvo y solo estando en el archivo podía conseguirse. A nadie le preocupaba que Carmen recordase las primeras palabras de su hija o que Ji Yeong se acordase de la primera vez que vio a su esposa. A nadie excepto a Henri.

Finalmente, la presión de los altos cargos terminó por obligar a Henri a rendirse y los momentos volvieron a catalogarse de acuerdo a su importancia. El viejo lema volvió con más fuerza que nunca y el pobre Henri tuvo que dejar de hacer aquello que tanto le gustaba para no perder el trabajo que tan feliz le hacía.

Algo pasó, sin embargo, después de aquello. Fue algo que nunca antes había pasado porque nunca antes nadie había guardado recuerdos individuales. La gente no echaba de menos los recuerdos colectivos porque, pese a llevar un trozo de historia en su interior, no llevaban la carga emocional que aquellos insignificantes instantes de Henri contenían. Por eso, cuando la gente perdió sus recuerdos, la tristeza se instaló en sus corazones.

El silencio se apoderó de las calles y las lágrimas de los ojos de los viandantes. La gente estaba triste sin saber porqué, solo tenían la sensación de echar algo en falta y no poder acordarse. Era terrible, miles de rostros grises recorrían las aceras y, en aquellas circunstancias, detectar a los buscadores de momentos era relativamente sencillo: bastaba con fijarse en la única persona que no pareciese estar a punto de romper a llorar.

Aquello fue una tragedia en toda regla. Los buscadores empezaron a ser detectados y realizar su trabajo se volvió imposible, por no mencionar que las ciudades se llenaron de tristeza y desolación. Nadie, excepto Henri, parecía saber que estaba pasando.

“Son los recuerdos” explicó a sus compañeros “Todos necesitamos recuerdos. Son lo que somos. Si los perdemos, nos perdemos a nosotros mismos. Y nadie sabe vivir así”.

La explicación de Henri parecía razonable y, rápidamente, todos se pusieron de acuerdo en que era imprescindible recuperar aquellos recuerdos. “Construiremos un archivo más grande” aseguraron. Y, ese mismo día, todos salieron en busca de nuevos recuerdos.

La tarea no era fácil ya que los buscadores habían dejado de pasar desapercibidos y, para capturar un momento, era imprescindible no formar parte de él. Una vez que te descubrían, la magia se terminaba y la misión fracasaba estrepitosamente. Por esta razón, los buscadores fueron regresando al archivo uno a uno, con los bolsillos completamente vacíos.

“No lo conseguiremos” decían “Hemos perdido nuestras facultades”. Miraban resignados las estanterías repletas de los recuerdos que habían conseguido hasta la fecha y suspiraban abatidos. Aquello era el fin del mundo tal como se recordaba.

O al menos eso parecía hasta que llegó Henri. Traía los bolsillos repletos de momentos. El primer cumpleaños de Mikel, la despedida de Andrea y Leire, los zapatos nuevos de Samantha, el salto en paracaídas de Eric, la operación de cadera de Julia, la primera vez que Esteban veía el mar… Montones de instantes que fue entregando a sus compañeros para que, uno a uno, fuesen almacenados en las estanterías.

Después de aquello, todo volvió a la normalidad. La gente empezó a sonreír de nuevo al recordar aquel primer amor o aquella anécdota tan divertida. Los buscadores de momentos recuperaron su anonimato y llenaron el nuevo archivo de millones de instantes de todas las clases. El lema fue sustituido por uno mucho más acorde “Hasta en lo más insignificante se puede hallar un momento único” y todos, absolutamente todos, asentían al escucharlo. Aquello era algo que jamás olvidarían.

Los domingos de verano

A Lucy Lee le gustaba inventar historias. Las tardes de verano, sobre todo los domingos, nos tumbábamos sobre la verde hierba del prado y Lucy me contaba historias, cuentos fabulosos que yo escuchaba con los ojos cerrados.

Lucy Lee decía que las mejores historias se contaban los domingos de verano y que, escuchar una historia era como besar: nunca debía hacerse con los ojos abiertos. Por aquel entonces yo hacía todo lo que Lucy Lee decía, era imposible no hacerlo. Lucy Lee tenía ese algo que te hace seguir sus pasos sin plantearte hacia dónde vas.

Mi historia preferida era la de la casa del árbol. En realidad, aquella casa existía. Mi padre la había construido para nosotros años atrás. Lucy y yo la usábamos para esconder nuestros tesoros. Objetos inútiles que encontrábamos abandonados en algún patio o en la cuneta. Los guardábamos en un baúl de madera que habíamos subido a la casa del árbol con ayuda de una cuerda. Tenía un candado y dos llaves. Lucy guardaba su llave en una cadena dorada que llevaba siempre colgada al cuello. Yo tenía la mía en el bolsillo del pantalón hasta que la perdí. Desde entonces, Lucy Lee fue la dueña del baúl de los tesoros y yo tenía que conformarme con ver aquellos maravillosos objetos cuando ella quería abrirlo.

La historia de la casa del árbol trataba sobre hombres pájaro. Los hombres pájaro eran seres como nosotros, pero mucho anteriores a nuestra era. Tenían alas, unas enormes y fabulosas alas que les permitían volar por la inmensidad del cielo. Construían casas en los árboles, enormes casas de madera con forma de pájaro en las que vivían cuando no estaban volando. Eran felices así, surcando el cielo como aves, hasta que empezaron los problemas. Los hombres pájaro empezaron a nacer sin alas. Fueron pocos al principio, uno o dos de cada diez, pero aquello bastó para alarmar al resto. No sabían qué hacer con aquellos niños sin alas. No sabían cómo enseñarles a caminar, ya que ellos nunca habían aprendido. Los niños sin alas se quedaron aislados en las casas de los árboles porque no sabían cómo bajar de ellas. Sus padres se desesperaban al verlos allí, sentados todo el día sin poder moverse. A medida que pasaba el tiempo, los niños sin alas se convertían en hombres sin alas y empezaban a superar en número a los hombres pájaro. Un día, uno de los hombres sin alas, diseñó un artefacto que les permitiría bajar de las casas de los árboles. Lo llamó ascensor. Poco después, un hombre sin alas pensó que quizás todo sería más fácil si dejaban de construir sus casas en los árboles y empezaban a construirlas en el suelo.

- Así fue como dejamos de tener alas – decía Lucy – porque ya no nos hacían falta.

Aunque yo sabía que la casa del árbol, nuestra casa del árbol, era obra de mi padre, me gustaba pensar que era una de aquellas casas que los hombres pájaro habían abandonado al aprender a caminar. Por eso, entre nuestros tesoros, había una sorprendente cantidad de plumas. Yo las recogía siempre del suelo porque sabía que, algún día, encontraría la pluma de un hombre pájaro… y quizás, con esa pluma, yo también podría volar.

El último domingo de verano que Lucy y yo pasamos juntos no hubo historias. Lucy había encontrado una pluma que nunca antes habíamos visto en el jardín de la señora McCluskey. Era una pluma enorme, de color turquesa y brillante. Nada más verla, supe que aquella pluma había pertenecido a un hombre pájaro. Lucy rió al escucharme y me la quitó de las manos. Después echó a correr hasta la casa árbol y, antes de que consiguiera alcanzarla, la guardó bajo llave en el baúl de madera.

Odié a Lucy por aquello y juré no volver a hablarla nunca más. La ignoré durante toda la semana, fingiendo no escuchar las piedrecitas que cada tarde arrojaba contra mi ventana. El día que las llamadas cesaron, supe que había vencido.

Era domingo y, como cada domingo, fui a reunirme con Lucy a la casa del árbol. Quería decirle que la perdonaba y que podíamos volver a ser amigos. Esperaba que Lucy se alegrara al verme y me contara alguna de sus maravillosas historias. Sin embargo, todo lo que encontré al llegar a la casa del árbol fue la terrible ausencia de Lucy. Sobre el baúl estaba su llave, sin cadena ya. Cogí la pluma turquesa y salí en busca de Lucy. Recorrí toda la zona sin éxito. Solo entonces me di cuenta de que, en realidad, no sabía nada de Lucy Lee. No sabía donde vivía, ni quiénes eran sus padres, ni a qué colegio iba en otoño. Solo sabía que inventaba historias todos los domingos de verano.

No volví a ver a Lucy Lee. Los veranos fueron pasando y, al final, derribaron la casa del árbol. De los tesoros del baúl solo conservé la pluma turquesa y la llave que había pertenecido a Lucy. Los años me hicieron dudar de la existencia de mi amiga y, durante mucho tiempo, creí que todo había sido fruto de la imaginación desbordada de un niño.
Un día, tal vez un domingo de verano, entré a una librería en busca de los libros de texto de mi hijo pequeño. Allí, en la sección de cuentos infantiles, una ilustración llamó poderosamente mi atención. Era una casa con forma de pájaro, una casa en un árbol con un ascensor. Lucy Lee seguía contando historias, pensé. La vida volvía a tener sentido.

Y comieron perdices

Lo primero que tenéis que saber de mí es que soy una bruja. Una bruja de las de verdad, de esas que visten de negro y lanzan hechizos a diestro y siniestro. No una bruja de esas edulcoradas de Disney que protagonizan musicales y, al final, deshacen el hechizo para que el príncipe y la plebeya puedan estar juntos e hincharse a perdices. Yo soy una bruja mala, sin verruga ni pelo verde, pero malísima.

Eso, además, es lo segundo que tenéis que saber sobre mí. Soy mala en todos los aspectos. No es solo que me dedique a lanzar terribles hechizos que convierten príncipes en sapos o le roban la voz a inocentes sirenas con demasiada curiosidad. No, no solo soy malvada. También soy mala, es decir, me equivoco con frecuencia.

El otro día tenía que hacer algo bastante sencillo. Me habían encargado convertir a un millonario engreído en una horrible bestia. Era un conjuro de libro, de esos que se rompen con amor verdadero. De primero de brujería, vamos. Decidí lanzar el hechizo sobre una flor, pero como no me quedaban rosas, cogí una amapola que me encontré de camino. Según mis apuntes, la flor marcaba el tiempo de duración del hechizo. Era muy fácil, de verdad: cuando cayera el último pétalo, se acababa el plazo. Si nuestro amigo el millonario había encontrado a la chica (o chico, soy una bruja de mente abierta), recuperaría su aspecto anterior. En caso contrario sería una bestia para siempre. Total, que allí estaba yo con mi amapola, esperando a que el tipo empezase a mutar de forma cuando me di cuenta de que, lo único que sucedía, es que le empezó a crecer una barba terriblemente densa. De los nervios, la amapola se me cayó al suelo y como es una flor tan poco consistente, perdió todos los pétalos. Como era de esperar, él se puso a gritar “bruja, bruja” y a correr por toda la casa en busca de una maquinilla de afeitar. Al final ni bestia ni amor verdadero ni nada. Lo único que conseguí fue que la barba volviese a poner de moda. Las revistas lo llamaron el efecto Papá Noel y durante casi una semana fue lo más de lo más en Manhattan.

Eso quizás sea la tercera cosa que tenéis que saber sobre mí: vivo en Manhattan. Mi sueldo de bruja no da para mucho, así que además trabajo a media jornada como camarera en Starbucks. Me gusta practicar brebajes con los clientes desagradables. Lucy, mi compañera, escupe en sus cafés. Yo les preparo alguna pócima para que se les caiga el pelo o les salga un grano en la punta de la nariz. Los resultados no siempre son predecibles pero no me importa. Una vez, un tipo que me llamó “zorra estúpida” salió de allí con el pelo verde y un grano del tamaño de una pelota de béisbol en la frente. No volvimos a verle, por supuesto.

Y eso nos lleva, por fin, a la cuarta y última cosa que tenéis que saber sobre mí: estoy soltera. Ser una bruja algo torpe y además soltera en Manhattan es prácticamente lo peor que te puede pasar en la vida. En serio, es casi peor que lo del pelo verde.
Cuando consigo tener una cita con un hombre no puedo evitar que se me escape algún hechizo y el tipo salga corriendo como alma que lleva el diablo. Si vamos a un restaurante, provoco un tsunami en la sopa o hago que el pato a la naranja se ponga a bailar sobre la mesa. Si estamos en el cine puedo conseguir cosas mejores, como que las palomitas se conviertan en palomas de verdad o que el de la butaca de delante se convierta en sapo. Lo peor es, sin duda, cuando me invitan a tomar una copa en su casa. La última vez el tipo se pasó de listo y le lancé un hechizo Rapunzel. Por lo que sé, se está dejando crecer el pelo desde entonces (y vive en un ático).

Por este motivo, aunque ella no lo sabe, Lucy me apuntó a una página de citas por Internet. Ella cree que soy una tímida incurable que siempre dice alguna tontería que estropea las citas, pero ni se imagina que en realidad, el gato de mi último ligue es ahora un enorme dragón de dos cabezas.

Una vez explicado todo esto entenderéis porqué, cuando esta mañana he recibido el telegrama del comité de brujas (si, usan telegrama, son así de vagas) y he visto quién era mi próxima víctima casi me caigo de espaldas.

La víctima en cuestión es Josh. Conocí a Josh hace seis semanas y, desde entonces, nos hemos estado escribiendo prácticamente a diario. También hemos hablado por teléfono y nos hemos visto en la webcam. Josh es un tipo estupendo que cree que yo me encuentro de cuarentena en casa por una alarma de virus en mi edificio. El motivo por el cual no sospecha de mi coartada es que Josh es de Queens y allí la mayoría de las personas piensan que en Manhattan todo es posible.

Josh es veterinario (tiemblo solo de pensar cuántos de sus pacientes serán “ex – pacientes” míos) y vive solo en una preciosa casita de dos plantas. Tiene una peligrosa cantidad de perros y gatos que me roban cualquier posibilidad de conocer a Josh en persona. Los animales tienen una extraña propensión a ser víctimas de mis peores hechizos.

Hablando de hechizos, el que supuestamente tengo que lanzarle a Josh es un hechizo Bella Durmiente. Al parecer, alguno de sus enemigos está muy bien relacionado, porque no es sencillo involucrar a las brujas en este tipo de asuntos. Lamentablemente, a mí no me facilitan información sobre el contratista, solo sobre el contrato. Y este contrato dice que tengo que dejar a Josh bien dormidito durante veinte años (vosotros lo soléis confundir con un coma profundo, pero no siempre lo es).

La parte positiva del asunto es que soy infalible lanzando este tipo de hechizos. Es el único que me sale completamente bien. Bueno, a veces me hago un lío con la duración y dejo a la gente más o menos tiempo de previsto dormida, pero normalmente no suelo fallar. La parte negativa es que, si no lo hago, me revocarán mi licencia de bruja y le pasarán la tarea a otra que no tendrá ningún reparo en dejar a Josh durmiendo y a mí suplicando por una ampliación de jornada en Starbucks.

- Tienes que conocerle tú primero – es el consejo de Lucy.

Obviamente, me he saltado toda la parte de la brujería al contarle la historia. Realmente lo único que ella sabe es que los de la página de citas me han ofrecido una cita real con Josh y, si yo la rechazo, se la pasarán a otra.

- Es evidente que os gustáis – prosigue – si no, no llevaríais tanto tiempo haciendo el idiota. Deja de ser tan cobarde y queda con él. Ya te conoce lo suficiente como para no asustarse si dices alguna tontería.
- Pero es que mis “tonterías” asustan – respondo – y mucho.
- La clave de una relación es la sinceridad – sentencia Lucy – si no estás dispuesta a ser sincera con él, entonces déjaselo a otra.

El consejo de Lucy se enciende como una bombilla en mi cabeza. Sinceridad, eso es. Todo lo que tengo que hacer es ser sincera con Josh. Si me cree y está dispuesto a colaborar, seremos felices para siempre. Si no me cree… bueno, entonces creo será mejor que se quede bien dormido. No me gustaría terminar en la hoguera, como mis antepasadas.

Estoy en casa de Josh, muerta de cansancio. Me he tomado cuatro tilas para intentar controlar los nervios, pero creo que me he pasado con la cantidad. Al menos así no podré lanzar ningún hechizo accidental, necesito estar en plena forma para hacerlo.
Josh me ha abierto la puerta con una enorme sonrisa en los labios. Lleva una camisa blanca y unos vaqueros, es todo muy informal. Cuando le llamé y le dije que iba a verle se quedó algo pasmado, así que le dije que no se trataba de una cita, solo de una visita rápida para hablar con él en persona de un asunto. Se lo debió tomar literalmente, porque ni siquiera me ha ofrecido una bebida. Después de las presentaciones y cuatro frases de cortesía, estamos totalmente callados. Yo analizo el salón con disimulo mientras rezo para que el hechizo de sellado que he lanzado al entrar mantenga a las mascotas de Josh fuera de mi radio de acción.

- Bien – Josh rompe el silencio – tu dirás.
- Sé que mi visita te ha sorprendido – me lanzo – No quería que nuestro primer encuentro fuese así, pero no me ha quedado más remedio.
- También me ha agradado – responde – Estaba deseando verte en persona. Apenas nos conocemos desde hace unas semanas, pero siento que te conozco de toda la vida. Creo que lo sé todo sobre ti.
- Ese es el problema, Josh – mierda, no me esperaba una confesión así – que no sabes lo más importante.
- ¿Qué es? ¿Me vas a confesar que lo de la cuarentena era mentira? – sonríe con malicia – Ya lo sabía, no soy idiota. Era una excusa mala pero original. Además creo que nos ha venido bien para conocernos. Me gustas mucho, ¿sabes?
- No, no es eso, aunque es cierto – Vale, no lo aguanto más, me lanzo de cabeza a la piscina – Soy una bruja, Josh.
- ¿Una qué?
- Una bruja – prosigo – una bruja que lanza hechizos a las personas por encargo. Hechizos malignos. Convierto a la gente en rana y cosas así.
- No entiendo nada – parece contrariado.
- No tengo tiempo de esperar a que me creas – no sé que reacción estaba esperando – Hoy a medianoche termina el plazo para cumplir con mi contrato. Me han encargado dormirte durante veinte años, Josh.
- ¡Anna Marie! – exclama.
- ¿Anna Marie? – eso sí que no me lo esperaba.
- Es mi ex mujer – saca una foto de un cajón y me la enseña – era muy aficionada a todas esas cosas de la magia. Siempre estaba diciendo que las brujas existían, pero creía que estaba loca. Nos divorciamos hace tres años y desde entonces estamos luchando por la custodia de nuestro hijo. – deduzco que es el niño que sale en la foto junto a su ex, bastante fea por cierto – Mi abogado dice que tengo muchas posibilidades de ganar porque ella ha tenido ciertos problemas con las drogas últimamente.
- Ahora entiendo porqué te quiere quitar del medio - le devuelvo la foto – No quiero hacerlo, Josh, pero no puedo negarme. Si no lo hago yo lo hará otra.
- ¿Hay más? – parece sorprendido.
- Hay muchas, claro – me halaga que creyese que soy la única – El negocio de la magia es bastante lucrativo para quienes lo regentan, aunque no es perfecto.
- ¿Cómo que no es perfecto?
- Verás, el hechizo Bella Durmiente tiene una cláusula – el nombre le resulta divertido (y no me extraña) – bueno, la mayoría de los hechizos la tienen.
- ¿Qué cláusula?
- La magia no puede con el amor verdadero – recito de memoria la regla número uno de las brujas.
- ¿Es ese rollo del príncipe que besa a la princesa para que despierte?
- Es algo así – cuánto daño ha hecho Disney a la magia – pero algo más complicado. Cualquier hechizo tiene una duración mínima de un año, es imposible romperlo antes de ese periodo de tiempo.
- Es decir, que tendría que pasarme un año entero dormido antes de que pudieras despertarme – contesta resignado.
- Y aún así no sé si podría hacerlo – me sonrojo – no sé si estamos realmente enamorados.
- ¿Qué otra opción tengo? – duda.
- Ninguna – confieso- si no lo hago yo, lo hará otra y te aseguro que no le costará nada sentenciarte a dormir los veinte años que tu ex ha contratado.
- Entonces tendremos que arriesgarnos.


***************** Un año más tarde ************************


Estoy de los nervios. La habitación de Josh está en la cuarta planta y, solo de camino, he lanzado dos hechizos sin querer. El primero le ha acortado la falda a todas las enfermeras de la primera planta (lo cual creo que ha sido muy bien recibido por los enfermos) y el segundo le ha puesto unas alas diminutas a un tipo que iba en silla de ruedas. No ha sido del todo malo dado mi estado.

Durante este año he conseguido controlar mucho mis poderes. Ahora mis granos son de tamaño normal y, además, he perfeccionado un brebaje que rompe los tacones de las ejecutivas bordes que vienen a por su café cada mañana. Louboutin va a tenerle que poner mi nombre a unos zapatos si quiere que pare.

Cuando llego a la habitación de Josh, la enfermera me saluda y me deja a solas con él. Llevo un año viniendo a diario a verle, así que ya me conocen en toda la planta. Me llaman la chica de las amapolas (he encontrado una utilidad genial para la flor, las he convertido en una especie de cámara espía que me mantienen al corriente de todo lo que sucede en la habitación de Josh). Hoy es el gran día y por eso estoy muerta de miedo. Si no estamos enamorados, Josh no despertará hasta dentro de diecinueve años y, sinceramente, me cuesta creer que pueda estar enamorado de mí después de todo lo que le conté. Nadie puede querer a una bruja maligna.

Me cuesta un poco, pero por fin me decido. Me inclino sobre la cara de Josh y le beso en la mejilla. Nada. Pruebo en los labios. Nada. La frente tampoco funciona. Lo intento en los labios un par de veces más pero no hay manera. No funciona, ¿cómo iba a hacerlo? Nadie se enamorará jamás de mí. Soy una bruja estúpida y patosa a la que nadie quiere. Las lágrimas empiezan a brotar a borbotones de mis ojos. Suelto la mano de Josh y me incorporo. Tengo que salir del hospital antes de que mis emociones empiecen a lanzar hechizos contra los inocentes pacientes.

- ¿Ya te vas? – la voz de Josh, adormilada, irrumpe a mis espaldas.
- ¡Josh! – grito emocionada - ¡Has despertado!
- Pues claro que sí, brujita – sonríe – me he pasado un año soñando contigo.
- Tengo la impresión de que vamos a ser felices para siempre – digo después de un largo y apasionado beso- en el menú del hospital hoy hay perdiz asada.

El extraño visitante

¡Eh, tú! Sí, sí, tú. ¡Ven aquí! Me ha costado mucho llegar hasta aquí para decirte esto, así que más te vale escucharme. No, no me mires así. Se de sobra que a veces finges estar escuchando a los demás mientras, mentalmente, repasas la alineación de la selección de fútbol o tarareas alguna canción de George Michael. Lo sé todo sobre ti, aunque te resulte raro… y no vas a poder engañarme de ningún modo.

Ahora atiende, pon tus cinco sentidos en esto porque es importante. ¿Recuerdas a Ana? Bien, cuando yo me haya ido, vas a llamarla. Vas a decirle que no podéis seguir así, que esto no está bien. No, no protestes, no digas nada. Escúchame primero, después no tendrás nada que decir. Vas a decirle que no quieres volver a verla y que será mejor que no intente volver a verte. Si quieres puedes decirle que es una chica estupenda y que el tiempo que habéis compartido ha sido maravilloso, aunque ambos sabemos que es mentira. Ni siquiera te gusta Ana, piensas que es idiota. Te saca de quicio su risita nerviosa y esa manía de abrazarte después del sexo. En realidad, lo único que te gusta de Ana es eso, el sexo… y no siempre.

Cuando hayas colgado a Ana vas a llamar a Lorena. ¿Sabes quién es Lorena? Probablemente no recuerdes su nombre, pero es la chica que ha usado tu cepillo de dientes esta mañana. Si, la morena de la minifalda. Te ha dejado su número apuntado en un post-it en la nevera. La vas a llamar y vas a reconocer que lo de anoche fue un error, que te ha encantado conocerla pero que no crees que lo vuestro pueda repetirse. Seguramente ella no diga nada. Es camarera, está acostumbrada a tipos como tú. Sobrevivirá, te lo aseguro.

No, no me mires así. También vas a llamar a Carmen. Sí, sé que Carmen te gusta, sé que lo pasáis bien juntos… pero está casada. Sé que te sientes culpable cada vez que ella regresa a casa. Sé que un día te la encontraste con su marido en el supermercado y apenas pudiste mirarle a los ojos. Vas a dejar de ver a Carmen por ti y por ella. Ambos sabéis que no es bueno que sigáis así.

Después de Carmen viene Lola. Es cierto que no os veis hace tiempo, pero sabes tan bien como yo que Lola es de las que aparece cuando menos te lo esperas. La vas a llamar y la vas a decir que ya estás harto de ser su pañuelo de lágrimas. Ya no vas a ser el tipo al que llama cuando algún cabrón la parte el corazón. Por muy loco que te vuelva, Lola no te corresponde y nunca va a hacerlo.

Y ahora te explicaré porqué vas a hacer esto. Te va a sonar raro y no te lo vas a creer, pero en el fondo sabes que es cierto. Lo sabes porque, nada más verme, lo has pensado… y la idea lleva en tu cabeza todo este tiempo. Sí, has acertado. Vas a hacerlo porque yo soy tú. Lo más sencillo sería decirte que vengo del futuro, aunque esa no sea la realidad. La verdad es que no vengo de un lugar, vengo por una razón. Estoy aquí para evitar que sigas cometiendo los errores que arruinarán nuestra vida. Llevas demasiado tiempo intentando abarcar todo sin recoger nunca nada. No, no seas idiota. Tener más sexo no es ser más feliz, por mucho que a tu amigo Kike le guste decirlo. No eres feliz, eres un cretino. Tienes la agenda repleta de teléfonos de chicas a las que ni siquiera recuerdas. Intentas estar con todas, satisfacer a todas… pero nunca lo consigues. Eres tan zoquete que todavía no lo has entendido y por eso he tenido que venir yo aquí a decírtelo. Tienes que elegir a una, solo a una. Quedarte con esa y ser feliz. No es tan difícil, la mayoría de las personas lo captan a la primera… pero tú eres un caso especial.

Ahora no dices nada, ¿verdad? No te hagas el despistado. Soy tú, ¿recuerdas? Sé que estás pensando en ella. En la única a la que nunca has tenido, en la única a la que verdaderamente quieres tener. No, no vas a decírselo ahora porque no te creía. Vive contigo, está cansada de escucharte decir que vas a cambiar. Si fuese otra igual colaba pero, ¿tu compañera de piso? Te tiene calado. Vas a tener que ganártela. Por eso vas a hacer lo que te he dicho. Llámalas, llama a todas y déjalas. Acaba con tu infelicidad, deja de dar brazadas intentando abarcarlo todo y coge lo que verdaderamente quieres. Coge a Magda y sé feliz con ella. Dame la oportunidad de ser feliz a mí también. Aún estás a tiempo de salvarlos, confía en mí… a fin de cuentas vengo del futuro, ¿no?

Treinta años no son nada

Es Benito, el camarero. Lleva trabajando aquí desde la inauguración y hoy se jubila. La cena es en su honor, por supuesto, aunque la mayoría de los clientes no lo saben. Este es un hotel de categoría, pero eso usted ya lo sabe. No quedaría bien que se celebrase una cena en honor a un viejo camarero, por eso han puesto solo “Cena conmemorativa”, porque nadie pregunta nunca que se conmemora. Con este menú, ¿cree usted que tienen tiempo de pensar en nimiedades? ¡Lea, lea! Todo de primera calidad, todo exquisito. No hay mayor manjar que este, el segundo plato. No se deje engañar por el nombre, es cosa del chef. Le gusta alardear poniendo nombres demasiado largos y complejos, pero es el mejor. Si no, no trabajaría aquí, ¿no cree?

¡Ha llegado! ¿La ve? Mire al fondo, es ella, la del abrigo negro. Es preciosa, ¿verdad? Lleva más de treinta años viniendo a cenar aquí. Yo no la conocí entonces, por supuesto, pero Benito siempre habla de ella. Dice que la primera vez que la atendió venía sola. Pidió el menú degustación, eso a Benito le encanta contarlo. Creo que por eso hicieron tan buenas migas. Nadie pide el menú degustación porque no está en la carta, ¿comprende? En realidad, no hay menú degustación. Es una broma suya, algo privado. Como dejar que Benito elija el vino. Ella siempre viene aquí y pide el menú degustación, entonces Benito va a la cocina y le dice al chef que ponga un poco de sus mejores platos para la mesa tres. Y es que ella siempre se sienta en la mesa tres, es su mesa. Incluso cuando no va a venir a cenar, Benito no deja que nadie se siente allí. La mesa tres lleva treinta años reservada y nadie se ha atrevido jamás a ocuparla.

Hoy van a cenar juntos, por primera vez. Por eso Benito no lleva su uniforme y ella está tan guapa. Como curiosidad le diré que ese vestido que lleva, el rojo, es el favorito de Benito. Siempre me lo dice, cuando la ve llegar. Me dice “Que guapa está con ese vestido, mírala, se podía escribir una canción de cada uno de sus movimientos” y yo me río porque sé, aunque Benito nunca me lo ha dicho, que tiene escrita más de una canción para ella. Y es que Benito empezó a trabajar como camarero para poder pagarse las clases de música, pero no le fue bien y al final éste se convirtió en el trabajo de su vida. Como son las cosas, ¿eh? A veces la felicidad está donde menos lo esperamos. O si no, mírelos. Se comen con los ojos, como dos adolescentes. No siempre ha sido así, es verdad. Desde el principio hubo mucha química entre ellos, pero nunca se dijeron nada. Cena tras cena se hicieron amigos y, al final, ella dejó de venir sola. Supongo que le pudo la impaciencia o, quién sabe, quizás la soledad. Empezó a traer a hombres diferentes cada noche, a pedir platos únicos y a elegir el vino. A veces fingía encontrarse mareada y, cuando Benito se acercaba, su acompañante le pedía que reservase una habitación en el hotel para la dama. A Benito aquello le ponía de los nervios, pero él era un profesional y nunca decía nada. Y, de tanto callarse, al final ella dejó de variar de comensal y terminó eligiendo a uno solo.

Era un buen tipo, la verdad. Yo solo le vi dos veces pero recuerdo que me dejó una buena propina. Las mayores propinas se las dejaban siempre a Benito, pero él no siempre quería atender su mesa. A veces nos pedía a alguno de nosotros que cubriésemos la tres y entonces lo sabíamos, no era un buen día. Benito se quedaba en la cocina mientras uno de nosotros veía como aquel hombre le proponía matrimonio o le regalaba un caro colgante por su aniversario.

Cualquiera lo diría hoy, ¿verdad? Parecen dos enamorados. Si se ha fijado bien en el menú, cuenta sabrá que hoy hay una degustación especial. Todos los platos han sido elegidos especialmente por Benito, incluso el segundo del nombre pomposo. Son los platos preferidos de ella, los mejores de los últimos treinta años. Por eso ha sonreído al ver llegar al camarero con el primero y por eso le ha cogido la mano. Ha entendido, por fin, lo que Benito nunca ha sabido expresar con palabras.

El marido murió hace casi un año, pobre hombre. Un ataque al corazón, creo. Ella estuvo sin aparecer por aquí varios meses, pero al final uno de sus hijos la trajo a cenar una noche. Me crucé con él cuando iba al baño y me dijo que, por alguna extraña razón, su madre parecía sentirse segura aquí. Yo no quise decirle que lo sabía, pero creo que lo vio en mis ojos. Nunca he sabido disimular.

No como Benito, es cierto. Aunque, créame, él no lo intenta. Es de naturaleza reservada y cuesta mucho saber qué está pensando. Por eso es tan buen camarero, no juzga, no condena. Los clientes pueden venir aquí a cenar con su esposa una noche y su amante la siguiente con la total certeza de que Benito no dará ni la más mínima muestra de reconocimiento.

Ahora viene la mejor parte, el postre. Será mejor que esté atento porque va a ser un momento único. ¿Ve la copa de cava? Si se fija bien, verá algo brillar en el fondo. Si, claro que es un anillo. Benito no es muy romántico, pero algunos de la plantilla han visto demasiadas películas y no han podido evitarlo. Treinta años, se dice pronto, ¿verdad? Y es la primera vez que cenan juntos, parece mentira. Seguramente, más de la mitad de los clientes del restaurante crean que son solo una pareja más, un matrimonio fuerte y sólido celebrando algún tipo de aniversario. Es imposible saber cuántas historias similares habrá aquí, ahora mismo. Pareciendo algo que realmente no son.

Nunca la había visto tan guapa, se lo aseguro. Está radiante, como una novia. Benito, sin embargo, está paralizado. Nunca le gustaron demasiado las sorpresas, pero teníamos que hacer algo. Cuando ella vino esta mañana al hotel no necesitó convencernos. Todos llevábamos años deseando hacer algo así, pero nunca nos atrevimos. Ha sido una buena idea. Lo he visto claro hace un segundo, cuando Benito ha dicho que sí. Esas lágrimas eran pura felicidad, ¿no cree? Ahora entiendo que este era el momento adecuado. No, no hace treinta años. Entonces quién sabe que hubiese ocurrido. Ahora tenemos la certeza de que pasaran el resto de su vida juntos. Y le aseguro, señor, que serán muy felices.

El último baile

Once metros pueden parecer miles cuando son la distancia que nos separa. Yo permanezco inmóvil y esos once metros se mantienen impasibles entre tú y yo. Tú mirada, a once metros de distancia, me llama a gritos. Te escucho pero sigo sin poder hacer nada. Once metros, pienso, solo son once metros. Pero esos once metros ahora mismo son la distancia entre tú y yo y tú bien sabes que la distancia hace el olvido. Te olvidarás de mí, lo sé, aunque solo sean once metros y aún puedas verme a lo lejos.

Estos once metros serán nuestro fin. Por eso, cuando el decorador mira el hueco que hay junto a ti y suspira, cierro los ojos y suplico que me acerque a ti. Te ponen un traje de fiesta y te colocan los brazos para que parezca que estás bailando. Después, su ayudante, se dirige hacia nosotros. Busca un chico, le han dicho, para llevar esmoquin. Nosotros, desnudos y desmembrados, rogamos ser escogidos. El ayudante coge unos brazos, unas piernas, un torso y mi cabeza. Creo que voy a estallar de felicidad cuando me recompone con pedazos de otro y me acerca a ti. Me pone un esmoquin negro y el me coloca a tu lado. Miro desafiante a los once metros que amenazaban con separarnos y después te miro a ti. Me coloca los brazos como si estuviera bailando contigo. Tus labios de plástico me lanzan un beso.

Once centímetros, calculo rápidamente. Sí, pienso, puedo hacerlo. Un centímetro al mes hasta el próximo cambio de decorado. Nadie en los grandes almacenes se dará cuenta de que los maniquies vestidos de fiesta cada vez bailan más juntos.

Y dar la vuelta al mundo tumbados sobre el asfalto

Te quitabas los zapatos verdes y dabas la vuelta al mundo con tus pies. Yo te observaba desde arriba, tratando de adivinar que destino elegirías esta vez. Me gustaba cuando decías algún lugar imposible, como Constantinopla o la Antártida. Me volvías loco cuando te empeñabas en viajar a alguna ciudad llena de gente y me preguntabas durante horas hasta decidir en cuál de ellas podrías encontrarte con más mujeres con el pelo azul.

A veces nos pasábamos las horas muertas tumbados, con el mundo entre nosotros, cada uno en un extremo opuesto del planeta. Tú decías que en tu lado hacía frío y nevaba, yo me quitaba la camiseta y te contaba que el calor era asfixiante al otro lado del globo terráqueo. Después cogías el jet privado de tus piernas y te acercabas planeando a mí mientras tu ropa caía, prenda a prenda, sobre el asfalto mojado.

Mi viaje favorito era dar la vuelta al mundo a besos. Siempre empezábamos en el polo norte, con aquellos besos de esquimal que me dabas con tu nariz fría. En Rusia, decías, los besos eran al estilo mariposa. Luego estaban los tres besos franceses y los dos españoles. En África me dabas un lametón en la mejilla y en Australia un mordisquito en la oreja… pero lo mejor de todo era llegar al Polo Sur. Allí, como nadie podía vernos, los besos se volvían cálidos y apasionados. Nos envolvían y enredaban en caricias y jadeos, hasta terminar con nuestros cuerpos fundidos sobre el suelo. Te divertía decir que nosotros éramos culpables de la descongelación de los polos.

Aún no comprendo cuál de todos nuestros viajes te llevó hasta la puerta. Solo sé que un día llegué y encontré tu maleta roja junto al globo terráqueo. Ni siquiera pudiste mirarme a los ojos para decirme que te marchabas. Tus zapatos verdes salieron por aquella puerta sin que tú pronunciaras la palabra adiós.

Serial Killer

Verlos sufrir era mi único aliciente. A veces me sentaba durante horas en la ventana, con una taza de café frío en las manos y la cabeza apoyada en el cristal. Me quedaba allí a oscuras, con el visillo echado y la mirada perdida en el infinito de sus hogares, esperando que regresase el llanto o que alguno perdiese los nervios y rompiese un jarrón o un cuadro. Aquel era mi mayor desahogo. Su desgracia me hacía sentir menos desdichado, más humano. Cada lágrima ajena era la prueba de que yo no estaba solo. Saber que a escasos metros de mi ventana había alguien sufriendo me reconfortaba.

Supe que aquellos pensamientos no eran normales a muy corta edad. Una noche, mientras mis padres y yo cenábamos en la cocina, los vecinos comenzaron a discutir acaloradamente en la ventana de enfrente. Recuerdo que estaba muy concentrado en retirar las espinas del pescado que cenábamos cuando empezó la pelea. Yo, un mocoso de apenas seis años, me quedé absorto en la discusión y dejé el tenedor sobre el plato. Mi padre, al verme, se levantó para cerrar la ventana. La mujer de nuestro vecino acababa de arrojar una taza al suelo con rabia y mis labios produjeron una involuntaria sonrisa. Mi madre, al percatarse, me dijo que aquello no estaba bien. Yo traté de explicar lo feliz que me hacía ver a los vecinos discutir, pero mis padres me mandaron callar y, tras bajar las persianas, no volvieron a dirigirme la palabra el resto de velada. Así fue como descubrí que yo no era normal y que, si no quería buscarme problemas, lo mejor sería que nadie se enterase.

El verdadero problema era que la infelicidad nunca era insuficiente. A veces pasaban semanas enteras sin que ningún vecino del barrio discutiese o llorase. Yo buscaba desesperadamente aquellas desgracias, recorría las calles en mi bicicleta verde buscando en cada ventana abierta un grito o un buen llanto. Me desesperaba no hallar nada útil y tener que regresar a casa con aquella sensación de vacío en el estómago. Para consolarme, solía poner alguna película en el viejo televisor del cuarto de estar, pero no era lo mismo. Aquella pena fingida no llegaba ni a rozar la mía.

La solución llegó por accidente. Era verano y yo vagaba por las calles del vecindario en busca de algo que calmara la rabia que sentía. Las escenas tras los ventanales eran idílicas. Los vecinos sonreían y se besaban, repartían abrazos y buenas palabras, felices por la llegada del sol y el buen tiempo a sus vidas. En ese aspecto, yo prefería el verano, la gente era más propensa a deprimirse cuando las lluvias y las nubes cubrían el cielo.

No lo vi cruzar porque estaba distraído buscando en las ventanas y el animal tampoco debió verme, pues no me esquivó. Lanzó un maullido ahogado y se quedo inmóvil en el suelo mientras mi bicicleta le pasaba por encima. Yo dejé caer la bicicleta al suelo y me acerqué para ver si aún respiraba, pero ya estaba muerto. Presa del pánico, subí de nuevo a la bicicleta y me alejé de allí pedaleando todo lo rápido que pude.

A la mañana siguiente conocí, por primera vez, la felicidad. Los vecinos cuyo gato había atropellado la noche anterior lloraban desconsolados la pérdida de su mascota. Las lágrimas caían a borbotones de sus ojos, dejando su mirada hinchada y vacía. La menor de sus hijas apretaba contra el pecho el cuenco del agua del felino con tal fuerza que, por un momento, creí que se lo clavaría. Una de las hijas mayores trataba de mantener la compostura tras sus gafas de cristal oscuro, pero sus labios apretados permitían adivinar su dolor.

Lo enterraron en el jardín delantero, junto al rosal. Durante una semana acampé en el jardín de enfrente, tras un árbol grande que me servía de escondite. Me quedaba allí, viendo a la familia salir y desviar sus tristes miradas hacia el rosal.

No puedo explicar la satisfacción que sentí ante tal logro. Ver sufrir a toda esa gente por algo que yo mismo había hecho fue completamente inesperado. Jamás se me hubiera ocurrido una idea así de no haber probado aquella sensación tan gratificante… pero lo hice y, después de aquello, nunca tuve suficiente.

El luto por el minino terminó un par de semanas más tarde y la angustia regresó a mí con más fuerza que antes del incidente. Yo trataba desesperadamente de calmar mi ansia de infelicidad recordando aquel cuenco de agua hundirse contra el pecho de la niña, pero no era bastante. Necesitaba algo más, algo que me devolviese esa sensación que tan rápido se había alejado de mí.

Mi siguiente víctima fue el canario de la señora Flinch. Lo planeé cuidadosamente. Sabía que la vieja señora Flinch se echaba siempre la siesta en la habitación de invitados del segundo piso y también sabía que la jaula de su canario se encontraba junto a la ventana del salón. Me acerqué hasta allí con mi tirachinas y apunté a la cabeza del pájaro. Solo necesité un tiro para acabar con él. A la señora Flinch le llevó una semana dejar de llorar al pasar junto a su jaula. Después la guardó en el desván y yo tuve que buscarme una nueva víctima.

Pasé mi infancia así. A veces asesinaba mascotas y otras veces destrozaba bienes materiales. Es curioso lo que puede llegar a afectar a una familia que su coche se queme o que alguien destroce su jardín, algo así puede provocar auténticos ataques de histeria. En el barrio nadie sospechaba de mí porque disimular era uno de mis puntos fuertes. Era realmente bueno dando las condolencias a las familias cuyas mascotas había asesinado.

Me hice mayor y mis necesidades aumentaron conmigo. Era difícil conformarme con un pajarito o una rueda pinchada, pero me esforzaba por controlar mis impulsos. Lamentablemente, no pude hacerlo.

La primera vez que asesiné a una persona el dolor me comía por dentro. Estaba en el hospital y mi madre acababa de morir. Sus manos, aún calientes, descansaban entre las mías cuando el pitido de aquella máquina me hizo comprender que la había perdido. La mirada vacía de mi padre me recordaba que estaba más solo que nunca sin ella.

Salí de allí enfermo de rabia. El dolor penetraba en cada poro de mi cuerpo y me retorcía por dentro. El pecho me ardía y la cabeza me iba a estallar. Las lágrimas no me dejaban ver y el aire comenzaba a faltar en mis pulmones. Busqué desesperadamente una tristeza a la que aferrarme, pero nada bastaba. La planta del hospital estaba llena de moribundos y familiares que los miraban con tristeza, pero nada era comparable al dolor que yo sentía.

Vi la oportunidad junto a la máquina de refrescos. Una mujer había dejado a su marido solo en la habitación para ir a buscar una botella de agua y supe que aquello era lo que necesitaba. Entré en la habitación sin hacer ruido y, a oscuras, ahogué a aquel hombre con una almohada. Después salí de allí mientras el pitido del monitor devolvía el aire a mis pulmones. La mujer llegó corriendo segundos más tarde, gritando desesperadamente. Aquello calmó el dolor, pero no lo apagó del todo. Después de aquel día, supe que nunca habría sufrimiento ajeno que bastara para acabar con el mío.

Mi padre me dejó de hablar después de la muerte de mi madre y, en consecuencia, yo decidí abandonar el hogar familiar. Me instalé en la sexta planta de un edificio del centro de la ciudad. Elegí aquel apartamento porque, desde la ventana, podía observar todas habitaciones del edificio de enfrente. Allí había muchas desgracias para consolarme.


La gente parece más infeliz aquí, en la ciudad. Es raro el día que, al mirar por la ventana, no tropiezo con alguna pelea o llanto. Me gusta pasear por las calles, plagadas de historias tristes por descubrir. Cuando siento que no puedo más, me acerco paseando hasta el cementerio en busca de algún entierro o viuda solitaria. Solo cuando no puedo más, cuando mi pulso se acelera y mis pulmones se paralizan salgo a matar. El miedo en los ojos de alguien que va a morir es lo más parecido a la felicidad que he encontrado hasta la fecha aunque, a veces, no puedo evitar pensar que quizás yo nunca haya sabido qué es la felicidad.