La máquina de asignar futuros




Vuelvo a leer la carta una vez más, aunque esta vez no es alegría lo que siento al hacerlo. Mis padres han sido claros al respecto: no nos podemos permitir desaprovechar una oportunidad como esta. No he necesitado muchas más explicaciones por su parte para comprenderlo. Sé bien que, aunque quisiera, no podría quedármelo. Puede que para la máquina reúna las cualidades necesarias para ello, pero para el mundo real ni siquiera poseo dinero suficiente para pagar la matrícula del primer semestre.

Doblo cuidadosamente el papel y lo dejo sobre la mesita de noche. Mañana a primera hora mi padre y yo nos reuniremos con su nuevo propietario para hacer el intercambio. Aún no sabemos que me darán a cambio, mi padre se olvidó de preguntarlo tras escuchar la cifra que nos ofrecían. Seguramente se trate de alguna formación profesional, aunque podría ser también una carta en blanco. De hecho, las prisas por realizar el intercambio y el misterio que lo rodea me hacen sospechar que podría tratarse de uno de los temidos “sin futuro”, personas a las que la máquina no ve cualificadas para desarrollar ninguna profesión y, por tanto, no estima oportuno que reciban preparación para ello. La simple idea me hace estremecer. Sé que con el dinero que nos van a dar a cambio de mi carta podremos vivir frugalmente durante varios años, pero aún así necesitaré trabajar en algún momento de mi vida… y todos saben que un “sin futuro” no tiene muchas más opciones que delinquir o mendigar.

Por un momento, fantaseo con la idea de no realizar el intercambio. Quedarme mi carta y estudiar la profesión que me ha sido asignada por la máquina. Sé que podría ser un gran médico, mucho mejor desde luego que el hijo del concejal que mañana se quedará con mi futuro. Es curioso que una máquina que fue diseñada para optimizar el mercado laboral haya conseguido justo el efecto contrario. Aunque teóricamente el método es infalible, determinar mediante complejos algoritmos qué mentes están más preparadas para desarrollar cada profesión siguiendo el patrón de necesidades de cada ciudad, en la práctica ha resultado ser un fracaso. Quienes son seleccionados para acceder a las carreras más prestigiosas no disponen del dinero para pagar la matrícula y quienes sí cuentan con ese dinero encuentran indignas ciertas profesiones. Todo ello ha terminado derivando, irremediablemente, en un mercado negro de intercambio de futuros. Un lugar donde las familias más poderosas compran la profesión que consideren más adecuada para sus hijos, pasando por alto el hecho de que tal vez no se encuentren preparados para ello.

Me consuelo pensando que podría haber sido peor. Tengo amigos que no han podido vender su profesión y tampoco pagarse la matrícula de la universidad. Las familias adineradas no suelen encontrar muy dignificante que sus hijos se dediquen a estudiar la  cura del cáncer o a desarrollar energías renovables. Curiosamente, esto ha creado una paradoja en el sistema: la falta de investigadores y de personas capacitadas que puedan acceder a la profesión ha hecho que la máquina cada vez asigne más futuros relacionados con este campo. Es escalofriante pensar que la cura para el cáncer podría estar en la cabeza de alguien que no ha podido pagarse los estudios.

Con este desolador pensamiento, me voy a dormir. Mañana a estas horas ya no seré un futuro médico. Las vidas que podría haber salvado seguramente quedarán condenadas en el mismo instante en que intercambie mi sobre pero, al menos, no me acostaré con el estómago vacío una noche más.



¿Crisis? Sí, pero de principios.


Hace unos años, en la primera reunión de propietarios de mi comunidad de vecinos, elegimos al que fue nuestro primer administrador. Éramos novatos, teníamos prisa y aún no comprendíamos muy bien qué significaba aquello de vivir en comunidad. Teníamos la idea utópica que nos habíamos formado mientras esperábamos a que nuestros pisos estuvieran acabados, unos ideales que nos llevaron a confiar ciegamente en las promesas que nos hizo el primer administrador que se personó en la finca ofreciendo sus servicios. Así que, sin pensarlo demasiado, fue contratado por mayoría absoluta por un periodo de un año.

Las cosas empezaron a fallar casi desde el primer día. No es sencillo poner una comunidad en marcha y menos aún cuando se trata de una urbanización de obra nueva. En el caso de la nuestra, la cosa parecía complicarse por momentos. El constructor había entregado los pisos con graves desperfectos que debíamos reclamar antes de un año. De los de las viviendas se encargaban los propietarios, de los de la comunidad el administrador. Sin embargo, pasaba el tiempo y estos problemas no se resolvían. El administrador lo posponía una y otra vez sin que nadie comprendiera por qué. Un grupo de vecinos decidió entonces investigar y lo que descubrieron fue revelador. Al parecer, el administrador de nuestra finca y el constructor de la urbanización tenían una especie de acuerdo. El uno le pasaba al otro la información sobre las fechas de entrega de los pisos y el otro le evitaba los problemas que pudieran surgir a partir de ahí. No éramos la primera comunidad que caía en la trampa y, probablemente, tampoco seríamos la única. No era posible demostrar nada, pues apenas se trataba de conjeturas y tampoco podiamos rescindir el contrato que habíamos firmado. Estabamos pues condenados a aguantar el año completo y perder la garantía de las zonas comunes, como finalmente pasó.

Cuando pasó aquel año, creíamos haber aprendido la lección. Necesitábamos un administrador que resolviera nuestro problema, es decir, uno dispuesto a denunciar al constructor y perseguir el arreglo de nuestros desperfectos. Contratamos para ello a un administrador con abogados propios, pues creíamos que aquella era la respuesta que buscábamos.

El administrador nos prometió que conseguiría que nos reparasen los desperfectos y nosotros le creímos. Firmamos otro contrato de un año y nos fuimos a nuestras casas con la satisfacción del deber cumplido.

Pero no podíamos estar más equivocados. Los desperfectos no solo no fueron reparados, sino que las cuotas de la comunidad comenzaron a subir preocupantemente. Las partidas de limpieza y mantenimiento se dispararon, se contrató una empresa de seguridad que instaló cámaras por toda la urbanización sin consultar con los vecinos y se cambiaron todas las cerraduras de las zonas comunes. Nadie entendía el por qué de aquellas innecesarias reformas hasta que, un año más tarde, vimos las cuentas de la comunidad. Todas las empresas que habían realizado estas tareas tenían entre sus filas a un miembro que compartía al menos un apellido con nuestro administrador.

Obviamente, decidimos no renovarle. Se buscó otro administrador nuevo y volvimos a probar suerte. Y seguramente seguiremos así hasta que demos con uno que no trate de engañarnos.

Pero, aunque pueda parecerlo, yo no quería hablar de administradores. O sí, en realidad. Quería hablar de los administradores de este país. De esos que solo necesitan dejar pasar cuatro u ocho años entre escándalo y escándalo para ser reelegidos. A veces, incluso, por mayoría. Nos mienten, nos roban, nos insultan y, ¿qué obtienen a cambio? Carta blanca. Un puesto vitalicio a intervalos al frente de nuestro país.

¿Por qué?

La primera vez que me engañes, la culpa será tuya. La segunda, mía. Y eso es rotundamente cierto. La culpa de lo que estamos leyendo estos días, en el fondo, no es de Bárcenas ni de todos aquellos que recogían sobres y miraban hacia otro lado. Tampoco es de esas empresas que donaban millones a cambio de pequeños favorcillos ni de quienes ayudaban con su firma a que se cumplieran. La culpa es de nosotros, que les pusimos ahí de nuevo. Con mayoría absoluta. Con un poder tan total y absoluto que fueron capaces hasta de idear un sistema legal para blanquear el dinero que obtenían ilegalmente.

Y, no se me vaya a acusar de favoritismos, lo mismo nos sucedió años atrás con los otros. Dos partidos políticos que han visto como ni sus mayores escándalos han conseguido hundirles. ¿Qué mensaje están recibiendo? Que todo vale, que no existe consecuencia mayor que esos ocho años en los que solo pueden recibir la parte del pastel que el poseedor del cuchillo les ceda.

Durante la última semana he escuchado muchos comentarios sobre el caso Bárcenas. La mayoría de las personas se encuentran indignadas, pero muy pocas están sorprendidas. El sentimiento general es de resignación. Una de las frases más repetidas es: "Si no son los unos, son los otros. Al final todos roban".

¿Todos roban? ¿Cómo podemos saberlo? ¿Hemos probado algo distinto? ¿Hemos salido de esta dinámica bipartidista? Lo cierto es que no. Nos hemos limitado a presuponer, a juzgar a todos por unos pocos. A asumir que lo mejor es quedarse en casa y aguantar el chaparrón, no involucrarse.

Nuestros políticos son el reflejo de nuestra apatía, de nuestro conformismo. Nos hemos resignado porque era la única opción cómoda. Todo lo demás es molesto, trabajoso. Arriesgado.

¿Quieres que las cosas cambien? Empieza por ti mismo. Sé el cambio que quieres ver en el mundo. No toleres la corrupción, no la premies, no la aceptes. No contribuyas a transmitir el mensaje de que el que roba a los demás es más listo o que utilizar una posición de poder para hacerlo es algo que haríamos todos. Ese tipo de pensamientos no son tolerables. Son los que construyen democracias tan podridas como la nuestra, países de pillaje y picaresca.

Quiero creer que en este país hay muchas personas honradas, personas que contemplan con impotencia como este tipo de escándalos quedan sin castigo. Personas que acuden a las urnas creyendo en la democracia. Personas que creen en la Justicia y en las Ley. Personas cívicas y honestas que pagan sus impuestos y respetan las normas. Por estas personas empieza el cambio. Por conseguir que el resto de la población los vea como ejemplo y no como motivo de burla. El héroe no puede ser, en ningún caso, el empresario detenido por alzamiento de bienes, por muchos millones que tenga y muchas empresas que dirija.