Deseaba que fueras tú. Lo deseaba con toda mi alma. En los
pasillos y en las aceras. Tras las puertas abiertas y tras las cerradas. En el
piso de arriba. En el de abajo. En los de al lado, incluso. En los autobuses,
en el metro, en los aviones. En los bares, en los restaurantes, en el cine, en
las citas a ciegas… pero tú nunca eras.
Ya me lo advertiste, lo sé. “Yo nunca soy” respondiste
cuando te pregunté si tú serías la definitiva. Y yo, idiota, me reí. Porque
pensaba, entonces, con tu cabello enredado entre mis dedos y tu cabeza apoyada
en mi regazo, que tú ya eras mía.
Pero tú no eras de nadie. Ni de ti misma.
Te reconocería con los ojos cerrados, de eso estoy seguro. Solo
necesitaría escuchar tus pasos o tu respiración. La misma que aquellas noches
escuché a mi lado cuando, tras jurarme que era la última vez que te quedabas
conmigo, caías rendida sobre la cama.
Te busco en todas partes porque te conocí en mil lugares. En
el aeropuerto, tirando de tu maleta roja sin ruedas. En aquel local cutre del
centro, bailando con tus amigas. En la biblioteca llevándote dos libros bajo el
brazo. Dando vueltas a un café ya frío. Comprando chicles de fresa ácida. Cruzando
con prisa un semáforo en verde. En la parada del autobús un lunes y, tras verte
allí, el resto de los lunes de ese mes. A las cinco menos cuarto, seis paradas
línea ocho. Hasta que me atreví a acercarme a ti y te dije aquello de “tu cara
me suena”.
Tú soltaste una carcajada y me dijiste que era lo más ridículo
que te habían dicho nunca. Luego me cogiste de la mano, tiraste de mí y me
sacaste de aquel autobús. En la cuarta parada, sin destino. Caminamos hasta que
se puso el sol por aquellas calles que ninguno de los dos conocíamos y que
tampoco nos habían presentado.
Me dijiste que te llamabas Lunes porque eso era lo que ibas
a durar en mi vida. Luego me besaste y echaste a correr. Yo me quedé sin ti,
apretando los labios para no dejar escapar un beso que no sabía si sería el último.
Al día siguiente apareciste en mi portal y, sin decir nada,
me besaste de nuevo. “Llámame Martes” me pediste. Y yo obedecí aunque, en
secreto, me hubiera gustado llamarte Abril o Primavera.
Cuando llegó el domingo se me ocurrió preguntarte como debería
llamarte al día siguiente. “No lo sé” dijiste mirándome a los ojos muy seria y
te recostaste sobre mí de nuevo.
Pero, al día siguiente, no tuve a nadie a quién llamar. Tú
no apareciste y, aunque te busqué en cada lugar dónde alguna vez te había
visto, no te encontré.
Entonces supe que a ti no se te podía buscar. Tu solo podías
ser encontrada. Por casualidad, por suerte. Y me dediqué a esperarte. A pensar
en cómo te llamaría al verte. Fuiste Mayo, Verano, Invierno, 2009, 2010, 2011,…
y con cada cambio de nombre, yo también cambiaba un poco.
Hasta ese día, ese día en el que tú te llamabas ya pasado y
mi esperanza de encontrarte se había ido por el desagüe. Yo, como cada mañana
desde que había dejado de buscarte en cada autobús de la ciudad, estaba en el
metro. La rutina se había vuelto mi mejor arma para combatir tu ausencia. Yo y
mi trabajo de nueve a cinco. Yo y mi hora y medio de trayecto diario bajo
tierra. Yo y mi traje gris, mi maletín negro, mis zapatos de vestir. Yo y esa
corbata que amenazaba con ahogarme, que me ataba a la vida en blanco y negro
que me quedaba sin ti. Aburrido, solo. Sin buscarte, por primera vez, entre
toda aquella gente.
Y entonces lo sentí. Un escalofrío, un instante. Un silencio
inesperado entre aquella multitud de desconocidos. Y tú, en el andén de
enfrente. Igual que siempre, completamente distinta. Sonriente, perfecta, única.
-
¡Puedes llamarme Miércoles! O Noviembre. O Lucía, que
es mi nombre. Llámame como tú quieras, pero llámame. Porque, si me dejas, voy a
ser la definitiva.
-
Entonces te llamaré “amor”.