La chica que solo comía cereales

La conocí un verano en Lisboa. Nosotras, mis compañeras de viaje y yo, la llamábamos Sidney… aunque ese no es su verdadero nombre. El nombre la venía de su ciudad porque aquella chica, la chica de los cereales, era australiana.

Desde la primera vez que escuché su historia, supe que algún día escribiría sobre ella. Hay veces en la vida que te encuentras con personas que han hecho algo que realmente merece la pena ser contado. Sidney era una de ellas.

Todo empezó en Australia, con una Sidney recién licenciada a la que su novio de toda la vida acababa de romper el corazón. Tras diez años de relación, la había dejado por razones que no vienen al caso pero que, os aseguro, duelen. Según sus propias palabras, ante ella solo había dos opciones: venirse abajo o actuar.

Ella eligió actuar, por supuesto. Tengo que reconocer que era una persona muy fuerte, quizás una de las más decididas que jamás haya conocido.

La decisión no se hizo esperar. Tras su fiesta de graduación, Sidney dejó sus vestidos y sus zapatos de tacón para meter en una mochila un pantalón desmontable, dos camisetas y unas botas de montaña. Su objetivo era rotundo: iba a dar la vuelta al mundo. Ya no había marcha atrás.

Se compró un billete multidestino con fecha abierta en el que gastó la mayor parte de sus ahorros. Después, se registró en Couchsurfing y compró una caja gigante de cereales, con la que pensaba alimentarse hasta conseguir algo mejor. Así empezó su aventura.

Tengo que decir que, aunque contándolo así no parezca gran cosa, para ella fue muy difícil embarcarse en este viaje. No solo no había salido nunca de su Australia natal, si no que estaba muy unida a su madre y a su hermana y le daba auténtico terror ausentarse de su lado durante tanto tiempo. Porque eso también es importante: Sidney no se iba para unos meses o un año… el viaje de Sidney no tenía fechas. No tenía límites. Es complicado irse de un lugar al que no sabes cuando volverás.

Cuando yo la conocí, llevaba seis meses fuera de casa. Había estado en Indonesia durante dos meses. Me comentó que lo que más le sorprendió de su primer destino fue el hecho de que, pese a estar tan cerca de Australia, era una cultura completamente diferente a la suya.

Después había decidido comenzar con Europa entrando por Gran Bretaña. Había estado un mes recorriendo la isla británica y luego había visitado Irlanda, el país vecino. Allí había estado dos meses porque, literalmente, se había enamorado de la tierra. Había estado durmiendo en diferentes ciudades, buscando personas que pudieran alojarla en su aventura. Durante dos el fin de semana que pasó en Dublín, estuvo ayudando en una taberna de Temple Bar a cambio de algo de dinero para su viaje.

Su siguiente destino había sido España. Había tardado un mes en recorrer las principales ciudades. Me confesó que Madrid le había encantado pero que Ibiza había sido el sitio donde mejor lo había pasado. No en vano, pasó en la isla balear diez días de los treinta que empleó para todo nuestro país.

Durante su viaje había conocido a multitud de personas. Gente que la había alojado, la había mostrado la ciudad y que había compartido su comida con ella. De hecho, seis meses más tarde en Lisboa, aún le quedaban cereales en su caja. Y aquel era el único alimento que ella se había podido permitir comprar. El poco dinero que llevaba, una mezcla imposible entre euros, rupias, dólares y libras, lo estaba utilizando para pagarse el transporte entre ciudades y llamar a su casa.

Los tres días que pasamos con ella fueron fascinantes. Estuvimos hablando durante horas de su viaje, de las experiencias que había vivido y de las anécdotas que conservaba. Me habló de su vida en Australia, de lo tranquila que había sido siempre y de lo raro que se le estaba haciendo vivir tanto en tan poco tiempo. Me dijo que se había sentido más viva en seis meses que en sus veintiséis años de vida. Y luego me enseñó fotos, muchísimas fotos. Creo que pasamos una noche entera viendo imágenes de su viaje. La gente que la alojaba iba grabándola discos de fotos para que ella pudiera conservar intacta la memoria de su cámara. Tenía unos diez discos.

El último día nos acompañó a la estación de autobuses. Nosotras bajábamos a Lago y ella iba a subir a Oporto, para después ir a Francia. Nos despedimos entre lágrimas y me prometió que, cuando acabase su viaje, me escribiría para avisarme. Esa misma mañana, antes de irnos, compré en el supermercado una caja gigante de cereales para ella. Se rió mucho cuando se la di y me agradeció el gesto. Su caja estaba ya en las últimas.

Tres años más tarde me escribió. Había regresado a casa y tenía previsto pasar, al menos, un año allí para poder devolver los favores que le habían hecho. Luego tenía la ilusión volver a Irlanda, quizás para quedarse pero antes quería alojar a la gente que la había alojado, enseñarles la ciudad, invitarles a comer… quería hacer por otros lo que habían hecho por ella. En su email también había una invitación para mí y un agradecimiento por mi caja de cereales. Me contó que le duraron casi cuatro meses.



Las Navidades que secuestramos a la Muerte

Las Navidades que secuestramos a la Muerte fueron las más raras de nuestras vidas. Pasaron muchas cosas después de aquello y, por supuesto, habían pasado muchas más cosas antes… pero ninguno de nosotros consiguió olvidar aquellas tres semanas jamás. Y ella, por supuesto, tampoco.

Todo empezó casi por casualidad. El abuelo de mi amigo el Bombilla estaba en casa, a punto de morirse. Nosotros fuimos allí para hacerle compañía, tal como nos pidió. El Bombilla tenía la firme convicción de que, si su abuelo moría estando él presente, su alma se quedaría pegada a él para siempre. Su descabellada idea era que, si estábamos todos en la sala, el alma de su abuelo sería incapaz de decidir y terminaría por marcharse. No es que fuera lo más lógico del mundo, pero el Bombilla nunca destacó por sus ideas coherentes. Se ganó el mote gracias a aquellas estupideces que, de vez en cuando, sugería.

Allí estábamos todos: Pancho, el Mono, Bombilla y yo. Sentados en la habitación del moribundo, en las sillas más incómodas del mundo, rodeados de ese olor a rancio característico de la vejez, charlando sobre cualquier cosa. Bueno, no cualquier cosa, en aquella época teníamos como tema principal las nuevas tetas de la hermana de Pancho. A él le reventaba que sacásemos a relucir el tema cada dos por tres, pero es que su hermana había pasado de ser una tabla a convertirse en una carretera con curvas peligrosas… y el muy cabrón no nos quería contar si había sido cosa de la naturaleza o del bisturí. Sé que no es el tema más apropiado para la situación pero, por aquel entonces, nosotros tampoco éramos demasiado apropiados.

La vimos de pasada. Como una brisa muy suave que te pone los pelos como escarpias. Se coló en la habitación y nos dejó a todos callados. El abuelo del Bombilla empezó a toser muy fuerte y entonces lo supimos: la Muerte acababa de entrar. Todo lo que pasó después fue demasiado rápido y, si queréis mi opinión, demasiado estúpido.

Fue culpa del Mono, que no supo contenerse. Se abalanzó sobre la Muerte como si fuese a hacerle un placaje. Pancho, que ve una movida y se mete sin pensárselo dos veces, fue detrás. El Bombilla estaba atónito y no era de extrañar, su abuelo miraba a la Muerte con los ojos más abiertos que jamás he visto. Mientras tanto yo, que siempre he sido el más parado de todos, estaba anclado a la silla como si me hubiesen atado a ella.

Dejaron a la Muerte fuera de combate. Mis amigos son así de brutos, eso nunca tuvo remedio. El abuelo del Bombilla nos miraba con una expresión que, juraría, era puro odio. Si hubiese podido hablar, nos hubieran llovido los insultos. El Mono y Pancho nos pidieron una cuerda. El Bombilla se puso a revolver los cajones hasta que dio con una. Por alguna extraña razón, todos los abuelos del mundo tienen una cuerda de plástico negra en su poder. Deben de creer que les puede salvar la vida (y, efectivamente, así fue).

Con la Muerte atada a una de las sillas, nos quedamos parados sin saber qué más podíamos hacer. La Muerte nos miraba extrañada, como si no entendiera qué pretendíamos conseguir reteniéndola de aquella manera. Además, por su aspecto, juraría que acababa de descubrir que aquella silla no era, precisamente, la más cómoda del mundo.

Era rara. No tenía forma concreta, ni guadaña, ni una capa negra. Era como algo irreal, atado a una silla incómoda, con unos ojos que no eran ojos pero que sí miraban. No había descripción posible, había que verla. Y, lamentablemente, no salía en las fotografías. Una lástima.

El abuelo del Bombilla, cansado de nuestras tonterías, volvió a quedarse dormido. Eso nos dio más margen de actuación porque, sinceramente, era complicado concentrarse con el viejo mirándonos fijamente. La Muerte por su parte seguí intrigada por nuestro extraño ataque pero, si sabía hablar, no dijo nada.

- Esto es lo que haremos – dijo el Mono – secuestraremos a la Muerte.
- ¿Estás loco? – dije yo.
- No, no… tiene razón. Si secuestramos a la Muerte, nadie morirá. Mi abuelo podrá pasar las Navidades con nosotros y nadie perderá a sus seres queridos durante las Fiestas.
- Sería casi como hacer un milagro- matizó Pancho- seríamos héroes.
- Pero... ¡no podemos secuestrar a la Muerte! La gente tiene que morir. De eso se trata: vives, mueres. Es un pack. Un dos por uno.
- Es mi abuelo, no imagino unas Navidades sin él – el Bombilla solía jugarme la carta de la compasión con frecuencia y, por desgracia, siempre funcionaba.
- Está bien, pero solo tres semanas. Después de Reyes la soltamos.

Las cosas fueron relativamente sencillas una vez tomada la decisión. Lo bueno de secuestrar a la Muerte es que no te tienes que preocupar de que coma o haga sus necesidades. La dejas atada a la silla y te olvidas. Ni siquiera nos teníamos que quedar a vigilar, teníamos al abuelo del Bombilla a cargo. El hombre no podía levantarse a desatarla y, en caso de que la Muerte intentase algo, le habíamos dejado una campanilla atada al dedo meñique. Solo tenía que agitarla para que acudiésemos en su ayuda. Eso último fue idea del Bombilla, aunque yo siempre dudé que realmente fuese a funcionar.

Las cosas fuera de la habitación del abuelo del Bombilla no estaban siendo tan sencillas. Cuando llevábamos una semana de secuestro, empezaron a aparecer noticias raras en los periódicos.

“Una semana sin muertos”
“Hospitales desbordados”
“Las empresas funerarias en crisis”

A mí no me preocupaban mucho las empresas funerarias. No me parecía bien que alguien pudiese beneficiarse del sufrimiento ajeno. Tampoco me parecía tan grave lo de los hospitales. A fin de cuentas, estaban para acoger a los enfermos. Si no tenían camas, que pusiesen más. Mis amigos estaban de acuerdo conmigo. Solíamos pasar las tardes en la habitación del abuelo del Bombilla, leyendo las noticias que, sin saberlo, mencionaban nuestro secuestro. Luego comíamos patatas fritas hasta que nos dolía el estómago. Alguna vez le ofrecimos a la Muerte, pero nunca quiso. No era demasiado amable.

Nos dimos cuenta de la gravedad de la situación cuando el secuestro ya duraba dieciocho días. Todo fue una mañana, cuando sonó la campanilla. Subimos todos rápidamente a ver qué había pasado y nos encontramos con un terrible espectáculo. El abuelo del Bombilla había intentado ahogarse con el hilo de la campanilla. Evidentemente, no lo había conseguido: a fin de cuentas, la Muerte seguía bien atada a la silla… pero aquello nos hizo recapacitar.

- ¿Por qué crees que lo habrá hecho? – dijo el Mono.
- Sufre. – contestó Pancho.
- Pero esta vivo, ¿no? Eso es lo que importa. – Intervine yo.
- Hay veces que estar vivo duele.- sentenció el Bombilla. – Deberíamos ir al hospital y ver qué está pasando.

Jamás habría imaginado que el desbordamiento del hospital pudiera llegar a tal magnitud. Las habitaciones, habitualmente de dos pacientes, ahora tenían tres. Había camas en los pasillos y las enfermeras corrían de un lado a otro, frenéticas. Aquello era un caos.

Había gente que, tras sufrir un accidente de coche, se había quedado tan destrozado que no podía ni respirar sin sentir un dolor indescriptible. Lo normal hubiese sido que esa persona muriese en el acto… pero la muerte no estaba allí para llevárselo y había sobrevivido. Eso sí, el precio de aquella pequeña prórroga era demasiado elevado.

Había gente muy mayor, cuyos cuerpos se habían rendido hacía días. Estaban en un estado entre la vida y la muerte, padeciendo lo inimaginable y mirando al techo en busca de alivio.

Había enfermos terminales cuyas enfermedades ya habían vencido la batalla, pero que seguían respirando por razones que no comprendían. Su padecimiento era tal, que ni la morfina conseguía calmarlo.

Entonces lo comprendí todo. No habíamos salvado a aquellas personas librándolas de la muerte: las habíamos torturado. La Muerte no era la mala de la historia, era solo una parte más del proceso. Todo era una cadena, un engranaje… y nosotros habíamos quitado la última pieza. Ahora el circuito estaba incompleto y las consecuencias eran nefastas.

No necesitamos hablar mucho. Fue más bien una mirada común y un gesto de asentimiento. El Mono, Pancho, el Bombilla y yo regresamos a la habitación para liberar a la Muerte. Después, todo volvió a la normalidad.

El entierro del abuelo del Bombilla fue el día de Reyes. Mi amigo estaba en paz porque, por fin, había comprendido. Todos estuvimos allí para apoyarle.

Años más tarde, en mi último día de vida, pude ver a mis familiares sufrir ante la idea de mi pérdida. Quise contarles esta historia, la historia de las Navidades que secuestramos a la Muerte para hacerles comprender que yo ya estaba preparado, pero me falló la voz. Ella estaba allí, tal como la recordaba. Me sonrío con complicidad y me cogió de la mano. Por primera vez en mucho tiempo, mi alma se llenó de paz.

El eco de sus pasos

El trastero está oscuro y huele a cerrado. El polvo que lleva años acumulándose en las estanterías, parece consumir el oxígeno por momentos. Tengo miedo de moverme y golpearme con algún objeto de los muchos que me rodean, trastos viejos e inservibles de los que debimos habernos desecho hace mucho tiempo. No me asusta el dolor del golpe, no. Lo que me da pánico es hacer ruido. El más leve sonido podría delatar mi presencia en este cuartucho oscuro y mal ventilado del segundo piso.
Sé que, seguramente, haya a mí alrededor algo con lo que defenderme. Él suele dejar aquí sus herramientas. Pienso rápido: necesito un objeto contundente y poco pesado, algo que pueda manejar con facilidad y que sea efectivo. Me viene a la mente la imagen de un martillo. Sería perfecto. Me imagino a mí misma clavándolo en su cráneo y me siento aliviada.
El eco de sus pasos repiquetea por la casa. Está en la planta de abajo, puedo escuchar como crujen las tablas sueltas del suelo del salón. Hace meses que le dije que las reparara, pero él no me hizo caso. Él nunca escucha nada de lo que yo le digo. Él solo disfruta oyéndome suplicar.
Está nervioso. Ha dejado de gritar mi nombre hace un rato. Me alegro de que lo haya hecho. Mi nombre en su voz suena como un cúmulo de letras sin significado. Me recuerda al sonido que hacía aquella máquina que cortaba carne en la carnicería del barrio. Pienso en la carnicería. Hace más de un año que no salgo a hacer la compra. Él no me deja. Me mantiene atrapada en esta casa para que nadie sospeche. No le gustaban las preguntas indiscretas de los vecinos. Sé que ha contado que estoy enferma y que por eso no salgo, que perder al niño me dejó trastornada. En el fondo tiene razón.
Quiero buscar la caja de herramientas, pero apenas me atrevo a parpadear. Quizá si tuviera algo de luz… Tengo que hacer memoria. Conozco esta casa como la palma de mi mano. Sé que en la estantería que tengo a mi espalda están las cosas que compramos cuando me quedé en estado. Una cuna aún en su caja, una sillita para el coche y el porta bebés. Me alegro de haber escogido este escondite porque sé que va a ser el último lugar en el que me busque. Sabe que no puedo ver nada que concierna al niño. Aunque él solo sabe lo que yo quiero que sepa.
Seguramente, en el armario de la derecha estén las herramientas. Revistas viejas, papeles y documentos oficiales, declaraciones de la RENTA atrasadas, ropa de temporadas pasadas y sus herramientas. Estoy prácticamente segura. La puerta del armario está cerrada y temo que, al abrirla, algo de su interior caiga al suelo y haga ruido. Decido abrirla poco a poco, para cerciorarme de que todo está correctamente colocado y no corro el riesgo de ser descubierta.
Está arriba. Detengo mi búsqueda para situarle en el plano de la casa. Ha entrado en nuestra habitación. Recuerdo que la última vez me escondí debajo de la cama. Tardó media hora escasa en encontrarme. Cuando levantó la colcha y vi su mirada de furia creí que iba a acabar conmigo. A veces me estremezco al recordarlo, pero he de reconocer que me alegré. Tal vez así pondría fin a esta tortura.
No fue capaz. Me golpeó hasta que se quedó sin fuerzas y luego me dejó tirada en el suelo, con tres costillas rotas y la cara completamente desfigurada. No sé cuanto tiempo pasé así, como un puñado de huesos rotos incapaz de moverse. Solo recuerdo que cuando me recogió, ya era de día. Me dijo que si abría la boca, me mataría. Le había escuchado amenazarme con aquello en miles de ocasiones, pero nunca lo hacía. Él sabía de sobra que la muerte no era el mayor de mis temores.
En el hospital me invitaron a denunciarle, pero yo me negué rotundamente. Ellos no comprendían mi situación. Les dije que me había caído por las escaleras, que estaban equivocados. No me creyeron, como nunca lo habían hecho. Él procuraba llevarme siempre a hospitales diferentes, para no levantar sospechas, pero era completamente imposible. Yo lo sabía, pero prefería no comentarle nada. No quería que, presa del pánico, me dejase morir desangrada en el suelo de la habitación. En él, cualquier reacción era imprevisible.

El sonido del teléfono me devuelve a la realidad. Sus pasos se pierden en la bajada de las escaleras y me tranquiliza saber que se encuentra a una planta de distancia. El tintineo del timbre cesa y sé que ha respondido a la llamada cuando percibo su voz ronca entablar una conversación con alguien. No puedo escuchar lo que dicen, pero oigo su voz como un murmullo expandiéndose por toda la casa. Aprovecho la oportunidad que me han brindado para abrir la puerta del armario y buscar a tientas la caja de herramientas. En la primera balda todo son papeles y libros viejos. La segunda esta repartida entre bolsas de ropa y zapatos. La de abajo es la mía. Palpo la forma rectangular de la caja y aspiro el aroma a metal que de ella emana. El cierre esta algo duro pero, afortunadamente, consigo abrirlo tras un par de intentos.

El sonido de su voz se ha apagado y temo que me haya escuchado. Aguanto la respiración y aprieto los puños para intentar contener el temblor que sacude mi cuerpo. Sus pasos se pierden al final del pasillo. Ha entrado en el baño. Puedo escuchar el agua de la cisterna concederme unos segundos más de búsqueda. No me hacen falta. Mis manos han notado ya el tacto afilado de lo que parece un destornillador. Junto a él, se encuentra el martillo que buscaba. Cojo ambos entre mis manos, el martillo con la derecha y el destornillador con la izquierda. Luego, decido guardar el destornillador entre mis ropas, para poder protegerme si el martillo me falla. Lo oculto en la goma de mis pantalones, bajo la camiseta holgada que hace las veces de pijama.

Ha salido del baño y ha comenzado a llamarme de nuevo. Pronuncia mi nombre con voz dulce, casi infantil. Dice que no tenga miedo, que ya no está enfadado. Siempre dice lo mismo pero no es verdad. Ya no voy a creerle más. Está abriendo una a una todas las puertas del piso de arriba. Sé que pronto llegará a la del trastero. Me estremezco solo de pensarlo. He puesto el pestillo, pero eso no va a suponerle un gran problema. Puede partir esta puerta con un simple golpe. Yo, por si acaso, me encojo entre el armario y la puerta, con el martillo a punto para golpearle en la cabeza. Por primera vez en mi vida no tengo miedo de él. Esta vez, la que me asusta soy yo misma.

La casa vuelve a estar en silencio. Noto sus manos posarse en el pomo de la puerta. La gira con suavidad, casi con delicadeza. No se abre. Comprende que está el seguro echado y empieza a forzar la cerradura. Finalmente, opta por abalanzarse sobre ella. El cuartucho vibra con cada golpe, parece que se van a derrumbar las paredes sobre mí de un momento a otro. Aprieto el martillo y toco mi vientre para comprobar que el destornillador sigue ahí. Tomo aire en silencio, cierro los ojos. Al tercer empujón, la puerta cede y se hace la luz en el cuarto.

Su rostro es puro odio. Tiene los ojos inyectados en sangre y los dientes apretados con rabia. Me grita, me insulta y se abalanza sobre mí con furia. No puedo pensar, pero sé perfectamente lo que tengo que hacer. Lo he soñado miles de veces. Cojo el martillo con fuerza y lo hundo en su cráneo por el lado puntiagudo. Parece mucho más frágil de lo que había imaginado. Su rostro pronto está cubierto de sangre, sangre de un rojo intenso, casi deslumbrante, que fluye a borbotones de su cabeza. Sus ojos se han abierto de par en par, como si no creyese lo que está sucediendo. Arremete de nuevo contra mí, está vez con menos fuerza que antes. Esta vez, le golpeo en la cara. El golpe le ha lanzado contra el marco de la puerta y ha caído al suelo de rodillas. No me reconozco, no sé de donde he sacado tanta fuerza. Recuerdo cada una de sus palizas, cada uno de sus insultos y empujones. Recuerdo mis piernas empapadas en sangre y el gesto compungido del médico que me anunció mi aborto. Recuerdo los años de silencio, las lágrimas que no me atreví a verter, las amenazas y los gritos. Me recuerdo a mi misma como un amasijo de carne consumida, tirada de mala manera en alguna parte de aquella casa, sin atreverme a respirar al escucharle llegar.

Le miro. Está tendido en el suelo, sobre un charco de sangre que crece por momentos. No se mueve. Tiene la mirada clavada en el techo, como si esperase ayuda celestial. Sé que está muerto, puedo sentir como su amenaza se desvanece por momentos. Me arrodillo a su lado con el martillo aún entre mis manos. No me atrevo a soltarlo, no hasta que él se haya ido.

Así me encuentra la policía horas más tarde. Les escucho comentar que ha llamado una vecina para alertar sobre una pelea doméstica. También dicen que han llamado al timbre, que nadie ha bajado a abrir y se han visto obligados a tirar la puerta abajo.
No les he oído, pienso mientras me ponen las esposas. Hace demasiado tiempo que solo soy capaz de oír el eco de sus pasos.

La máquina de capturar momentos

La cámara de Carlos tiene un secreto. Por fuera parece una cámara normal pero, en realidad, es una máquina de capturar momentos.

Solo Carlos conoce el secreto de su cámara, por eso recorre la ciudad con ella en la mano en busca de algún instante que merezca la pena conservar y, cuando tiene suerte y atrapa alguno, Carlos sonríe divertido: cada momento capturado es un sitio al que podrá volver cuando desee.

La cámara de Carlos conserva sonrisas, hechos insólitos, momentos felices… pero también guarda las lágrimas, la tristeza y las despedidas. A veces Carlos regresa allí para echar de menos o estar a solas un ratito. A veces vuelve a sus momentos más alegres para sentirse bien y relajarse. A Carlos le gusta su cámara precisamente por eso, porque le permite recordar lo bueno pero, a la vez, no olvidar lo malo.

¡Clic! La cámara de Carlos captura un nuevo instante. Es una sonrisa, unos ojos esquivos, un rostro desconocido…

- ¡Oye! Si tú, el de la cámara… ¿me acabas de hacer una foto?

Esto no se lo esperaba Carlos. Ni la cámara. Ni la anciana que cruza el paso de peatones y que contempla la escena atónita (y ansiosa de cotilleos). Nadie esperaba que un instante se fuese a rebelar. Nadie.

Por eso Carlos no sabe que decir. Y calla.

Es una chica muy guapa. De hecho, es preciosa. Es el tipo de chica de la que podría enamorarse en un parpadeo. Y ya ha parpadeado unas cuantas veces.

- Enséñamela. La foto.

Carlos alarga la mano y deja que la chica coja la cámara. Está nervioso. Ni siquiera se ha percatado de que su cámara tiene un secreto. Esa chica no va a poder ver ninguna foto. Solo va a ver un instante: el suyo.

- Está en blanco.
- En realidad no lo está.

Ya está. Ha hablado. No ha dicho nada, pero lo ha dicho todo. ¿Y ahora qué? Ya no hay marcha atrás, ya no hay salida. Los ojos de la chica buscan una respuesta y es del tipo de mirada que no se rinde fácilmente.

- Los instantes son fogonazos, milésimas de segundo. Por eso parece que están en blanco pero, en realidad, no lo están.
- ¿Un instante? ¿Eso es lo que has fotografiado?
- Si. El instante en que nos hemos cruzado.
- Y, ¿para qué?


Es el final. La espalda de Carlos choca contra una pared de miedos. Frente a él, cual espada, unos ojos que se abren de par en par buscando una explicación. Y una sola salida: la verdad. Carlos tiembla indeciso. Entonces piensa que quizás ya ha parpadeado demasiado y, en realidad, no tiene salvación. Se lanza de cabeza, preparado para la peor de las respuestas.

- He pensado que, quizás, algún día podría regresar a este instante y atreverme a decirte algo.

Los oídos de Carlos no oyen nada. No hay gritos, no hay insultos. No sabe que esperar pero decide abrir los ojos.

Y allí está, blanca, radiante, triunfal… la sonrisa más maravillosa que ha contemplado en su vida.

¡Clic!

CouchSurfing

Yo soy una miedosa de mentirijilla. A mí me dan miedo muchas cosas, de hecho, me da miedo casi todo menos lo que debería de darme miedo. A mí no me dan miedo las personas, a mí me doy miedo yo misma, las circustancias, el pasado, el futuro, las casualidades...

Existe una página web para gente como yo, que no teme a las personas. Algunos habréis oído hablar de ella, otros la conoceréis ahora por primera vez y muchos no la llegaréis a conocer nunca. Es lo maravilloso de la red: está al alcance de todos y, a la vez, tiene lugares diseñados solo para unos pocos.

Conocí el proyecto Couchsurfing en verano de 2004, cuando una amiga y yo decidimos embarcarnos en la aventura de recorrer italia en un mes con presupuesto mínimo. Teníamos un billete de ida y vuelta a Malpensa y una habitación en una casa okupa de Milán para dos noches. El resto, la buena voluntad de los italianos y muchas ganas de aventura.

La idea de Couchsurfing es sencilla: localizar a una persona dispuesta a alojarte en su casa o, simplemente, que quiera reunirse contigo para tomar un café. Se trata de conocer a alguien en el lugar de destino, un guía, alguien que pueda contarte lo que no se ve a simple vista de las ciudades. Para garantizar la seguridad, existe un sistema de comentarios y puntuaciones que puede ser consultado por todos los usuarios... pero todo eso viene explicado en la página. Yo quiero contar lo que no se puede ver en las instrucciones, lo que solo se puede sentir.

Nuestro primer destino era Venecia. Allí habíamos quedado con Gloria, una coreana enamorada de un italiano que vivía en Mestre. Nuestra primera sorpresa fue descubrir que, además de nosotras dos, en la casa había una china y dos rusas. Nosotras ocupábamos el lugar de dos alemanas que acababan de marcharse. Gloria estaba aprovechando el tiempo libre que tenía para alojar a couchsurfers de todo el mundo.

Estuvimos tres días allí. Solo necesité uno para comprender la magia de Couchsurfing.

No se trata de tener casa gratis, de ahorrarte el hotel o de tener un guía particular. Es conocer a personas de otros países, con otra forma de pensar, de ser... Es confiar en los demás y saber que los demás confían en ti. Es compartir, ayudar, escuchar, reír, divertirse... Es conocer los lugares desde otro punto de vista, con otra mentalidad. Couchsurfing es no tener miedo, es arriesgar.

Vinieron muchos destinos después de aquel. Pasamos una semana en Loro Ciuffena, un pequeño pueblo de la Toscana donde conocimos a Ale y sus amigos. Luego estuvimos en Sestri Levante, donde nos alojó una pareja de jubilados de lo más amable (nunca olvidaré el pesto casero que preparaban para nosotras). Allí quedamos con más gente. Para dar un paseo, para visitar otros pueblos de la costa genovesa, para tomar un café...

Aquella experiencia cambió mi forma de pensar. Si unos desconocidos eran capaces de cohabitar en compañía durante unos días, si podías confiar en una persona a la que jamás habías visto, si podías sentirte tan cómoda en un país que no era el tuyo... ¿qué estaba mal en el mundo? ¿a qué venía tanta desconfianza?

Luego vinieron muchas más. Estuve en Lisboa, en Faro, en Atenas... y cada experiencia fue igual de satisfactoria que las anteriores. No me arrepiento ni un solo instante de haber conocido a todas esas personas, a gente de distintas nacionalidades, con distintas creencias, de diferente raza... pero con algo en común: la ilusión, la fe en el ser humano, las ganas de descubrir lo que el mundo tiene para ofrecérles.

Sé que muchos me tacharán de loca. Lo ví en otras miradas cuando alojé a dos chicos Noruegos que pasaron dos días en Madrid. O cuando estuvo Megas, de Grecia. Me miran raro ahora, cuando digo que voy a tener en Agosto a una chica israelí aquí cuatro días o en Octubre, que viene una pareja de americanos. No lo entienden. No puedo hacer que lo comprendan. Hay cosas que solo se pueden vivir.

Magia



Si hubiese sido capaz de sentir alguna emoción, desde luego se habría decantado por el miedo. La habitación resultaba tenebrosa. Era un lugar decorado para atemorizar a los visitantes, de eso no había duda. Cada objeto debía haber sido elegido cuidadosamente: desde la diminuta y antigua calavera que descansaba junto al intercomunicador hasta el esqueleto alienígena enmarcado sobre la cabina transportadora. Las paredes metálicas habían sido recubiertas de fotografías y hologramas que reflejaban la historia de la magia, desde los aborígenes y sus primitivos rituales hasta las danzas digitales actuales. Era como dar un paseo por el tiempo sin utilizar ninguna máquina. Espeluznante.

- Puede pasar. Balthazar le está esperando.

La voz electrónica del asistente doméstico resultaba cómica en aquella sala. Era de otra época, completamente desubicada. Un asistente virtual de los últimos que había comercializado CiberCo hubiera resultado mucho más apropiado, sin embargo, no descartó que Balthazar hubiese elegido aquel primitivo asistente robótico para suavizar la carga espiritual del ambiente. Aquello no dejaba de ser un negocio.

El despacho, por llamarlo de alguna manera, de Balthazar parecía haber sido rescatado de una de aquellas arcaicas reconstrucciones que los museos albergaban sobre el modo de vida del siglo XX. Escritorio de caoba, perchero de cobre y un confortable sillón de cuero presidían la estancia. Una lámpara antigua con una bombilla de 60 w captó su atención, dejándole absolutamente perplejo.

- Creí que solo quedaban algunos ejemplares en los museos. Me asombra que aún funcione.
- Crees bien. Como verás, repudio absolutamente la tecnología. No es nada personal.
- Entiendo… Verá señor Tanglieti…
- Balthazar, por favor.
- Está bien, Balthazar… supongo que querrá saber qué hago aquí.
- En realidad no. Lo sé todo sobre ti, William. Lo cierto es que lo sé prácticamente todo sobre todo el mundo. Resulta abrumador.
- Cierto, algo había oído sobre su… don.
- ¡Qué escépticos son ustedes, los pro-ciencia! Si no fuera porque han inventado esa máquina que lee mentes, estaría encerrado desde hace mucho tiempo. Por fortuna, hace años que se demostró que era posible hacer lo que yo hago con cierta ayuda.

La simple mención de la ReaderMind hizo a William arrepentirse de no haber llevado una consigo a la consulta. Era un aparato realmente útil frente a individuos como Balthazar, místicos y comedidos. Hubiese resultado mucho más sencillo hablar con él contando con cierta ventaja.

- Vayamos al grano, William. Aún no sé lo que piensas tú sobre todo esto. Solo he “escuchado” algún pensamiento disperso sobre tu persona. Tengo entendido que quieres algo demasiado especial.
- Está en lo cierto. Veo que ha hecho bien su trabajo.
- No tan bien como piensas, William. Si te soy sincero, es la primera vez en toda mi vida que alguien como tú me pide algo como esto. Me temo que no me va a resultar posible ayudarte.
- ¿Puedo conocer el motivo?
- Verás William, por mucho que pueda parecer lo contrario, soy un ciudadano honrado y temeroso de la justicia. Practicar magia ante un robot no está muy bien visto legalmente.
- Ah, eso… Creí que podría hacer una excepción, dado lo particular del asunto.
- Ya, es cierto. Se me olvidaba que eres medio humano.
- No soy medio humano: soy humano. Mi cerebro murió, pero mi cuerpo no. Fui un experimento, un prototipo. Salvaron mi vida artificialmente. Estoy fuera de la ley porque soy único en mi especie. Las leyes existentes no contemplan mi caso.
- Es una historia impresionante, sin duda. Escuché mucho sobre ti en su momento. Algo fuera de lo común. Realmente fascinante.
- Ayúdame, Balthazar. Mi naturaleza es escéptica y, sin embargo, aquí me tienes… suplicándote. Es evidente que estoy desesperado.
- No crees en la magia pero sí crees que la magia pueda devolverte tu alma, ¿me equivoco?

Estaba en lo cierto. Las emociones humanas habían desaparecido con su cerebro. Su nueva vida, por llamarla de alguna manera, estaba vacía. Era incapaz de sentir. Había software preparado para emular emociones humanas, periféricos que podían recoger sensaciones como el tacto o el gusto. La ciencia había avanzado hasta el punto de ser capaz de dotar a cualquier robot de esencia humana… pero eso no les convertía en humanos. William no quería sentimientos artificiales que un programador coreano hubiese diseñado en masa. William quería recuperar esa sensación que recordaba con tanta claridad… la sensación de ser humano. Él no había elegido tener aquella segunda oportunidad pero, ahora que la tenía, al menos quería elegir como iban a ser las cosas para él.

- El alma carece de explicación científica, William. Es algo que se nos otorga al nacer y se nos arrebata cuando fallecemos. El alma no nos pertenece, solo nos es prestada durante un periodo limitado de tiempo. Ese alma que me pides que recupere para ti ya no es tuya. No puedo crear un alma de la nada. Ningún mago podría hacerlo y, si ahora te prometiese algo así, te estaría engañando. Cobro mucho dinero por cada minuto que pasas aquí sentado así que seré claro: no voy a devolverte tu alma … pero sí voy a ayudarte.

Balthazar se encaminó hacia la estantería que recubría la pared de la habitación y, con aire misterioso, acarició el lomo de uno de los libros que allí descansaba. Un primitivo mecanismo de poleas abrió una puerta secreta, oculta en el otro extremo de la sala. Resultaba ligeramente ridículo ver aquella parafernalia tan obsoleta, como si realmente te tratase de algo innovador. Las cámaras secretas actuales ubicadas en espacios atemporales a los que solo se podía acceder mediante teletransporte ligado al código genético eran mucho más eficaces, sin embargo, era incapaz de imaginar a Balthazar utilizando una tecnología tan avanzada.

- Túmbate ahí y cierra los ojos. No los abras pase lo que pase, ¿de acuerdo?

William se tumbó en un desvencijado sofá de muelles, algo que merecía estar en un museo y no allí, en aquella habitación minúscula y mal distribuida. Las estanterías que recubrían las paredes estaban repletas de frascos y cajas con etiquetas tan dispares como “ojos de sapo” o “sangre de serpiente”. Allí había partes y secreciones de miles de especies de animales, la mayoría extinguidas desde hacía siglos. Decidió que cerrar los ojos era, sin duda, la mejor idea que Balthazar había tenido y le obedeció de inmediato tras asentir con la cabeza.

- Pertenezco a una familia de magos que ha visto como la ciencia se adentraba en nuestro terreno peligrosamente. Todos en mi familia tenemos el don, William… y no te hablo de leer mentes. Tenemos el don de hacer cosas extraordinarias, cosas que no existen en el mundo real y que vosotros solo podríais soñar. Durante siglos se nos ha perseguido, acusándonos de brujería y malas artes.

El discurso de Balthazar iba aumentando de volumen tras cada palabra. William estaba encogido en el viejo sofá, luchando con todas sus fuerzas por mantener los ojos completamente cerrados. Los pasos del mago se podían oír por toda la habitación, moviéndose frenéticamente, preparando algo. William imaginó que se trataría de algún compuesto elaborado con todos aquellos ingredientes estrambóticos.

- Estabais tan equivocados… tan ciegos… Nadie se percató de que el verdadero mal lo fabricabais vosotros, con vuestras máquinas y vuestros programas informáticos. Habéis jugado a ser dioses y ahora sufrís las consecuencias. Vivimos en un mundo que ha sido capaz de crear vidas sin alma, emociones prefabricadas, viajes en el espacio tiempo… ¿y todo para qué? Para tratar de hacer aquello por lo que nos perseguisteis: magia.

Estaba realmente enfadado. William entendía, en parte, su queja. La magia no estaba bien vista en la sociedad actual y, por lo que había podido leer en libros antiguos, tampoco en el pasado fue bien acogida. Balthazar provenía de una familia de brujos reconocidos, respetados y, también, repudiados. La voz de Balthazar se iba acercando cada vez más y más a William hasta el punto de estar prácticamente en su oído.

- Es tan hipócrita por vuestra parte… creáis las mismas cosas que luego prohibís hacer. ¿De qué sirve una máquina para viajar por el espacio tiempo si está prohibido hacerlo? ¡Es absurdo! Por eso sigo haciendo lo que hago, por eso soporto estoicamente vuestras persecuciones, vuestro egoísmo… para conservar la coherencia y salvaros de vosotros mismos.

Su voz comenzó a suavizarse, a convertirse prácticamente en un susurro que se colaba en su mente persuasivamente. Era casi adormecedor escucharle, pese a poder percibir claramente el enfado en sus palabras. La mano de Balthazar comenzó a deslizarse por su cuerpo, extendiendo una sustancia viscosa por su piel. Luego sintió un pinchazo muy ligero en el cuello. Intento protestar, pero su garganta no emitió sonido alguno.

- Te voy a salvar, William. Ya te lo dije, no puedo devolverte tu alma… pero si puedo devolverte el final que debiste tener. Esta vida tuya es un desafío a la naturaleza, es una locura. Ni la magia puede entenderlo. No sentirás nada, de eso puedes estar seguro.

Verde (El final donde todo empieza)

Lo cierto es que no tenía verdaderas esperanzas en volver a cruzarse con él. Lo había soñado, era cierto, incluso había creído verlo… pero nunca con la seguridad de que aquello era o sería una realidad inmediata. Era una promesa que había sido lanzada de cualquier manera, como si no esperase que nadie la tomase en serio.

Ella no era de las que se sentaba a esperar que un golpe de suerte convirtiese su vida en lo que ella había esperado. Cumplía sus pequeños deseos diariamente, sin importarle las consecuencias o las decisiones que tuviera que tomar. Tenía la extraña certeza de que todo lo que hiciese, terminaría por conducirla a un desenlace que había sido escrito solamente para ella. Un desenlace al que llegaría por cualquier camino que tomara. Su destino era inherente a ella y le había sido otorgado en el momento de su nacimiento.

Llevaba siempre un bolígrafo verde en el bolsillo. A veces se sentía cualquier otro color y cambiaba su nombre y sus pinceladas sin tan siquiera percatarse pero, de alguna manera, regresaba a su principio y volvía a sujetar el bolígrafo verde como si nunca lo hubiese soltado. Ella era Verde, nunca podría haber dejado de serlo.

No creía en las casualidades, vivía buscando pequeñas oportunidades que alguien había colocado ahí para ella. Había cambiado la vida de muchas personas y, en consecuencia, muchas personas habían cambiado su vida. Verde solo intentaba dar a la gente un pedacito de la magia que un día un desconocido le regaló en un parque. Sin embargo, todas aquellas acciones que la llenaban, terminaban por dejarla completamente vacía.

No era real porque carecía de rutina. Uno no puede cimentar su vida sobre un terreno que se tambalea con el viento. Verde lo sabía muy bien, por eso vivía de una manera absurda e irreal. Nunca dos veces en el mismo lugar, se decía. Nunca demasiado tiempo haciendo lo mismo. Es inconstante, decían los que no la conocían. Es mágica, decían los que sí. Y Verde, ajena a la polémica que su peculiar estilo de vida levantaba, seguía siendo una pluma que se dejaba arrastrar por el viento.

Los momentos más especiales no se programan. Hay situaciones que cambian tu vida por completo sin estar en el programa. Son inesperadas. Son oportunidades que estaban esperando ser descubiertas por ti… y si tu las necesitabas, ellas dependía completamente de ti para existir. Verde disfrutaba reencontrando a las personas con sus oportunidades perdidas, ayudándoles a reconocerlas y a dejarlas escapar cuando no eran para ellos. Era una terapeuta del destino, solía bromear.

Lo malo de dedicarte a encontrar oportunidades ajenas es que, cuando aparece la tuya, te arrastra como un vendaval furioso. No tienes escapatoria alguna y tampoco forma de reconocer la decisión correcta de entre todas las posibles.

La oportunidad de Verde tenía tamaño DIN A4. Estaba doblada cuidadosamente en cuatro mitades sobre una papelera de una calle poco transitada de una ciudad que habría podido ser cualquier otra sin que la historia cambiase. Sobre la papelera. Ni dentro, ni debajo, ni en uno de sus lados. Estaba allí, como si alguien hubiese puesto todo su cariño en dejar aquel papel colocado exactamente sobre la papelera, de manera que no pudiese ni caerse ni perderse por accidente.

Verde sabía reconocer una oportunidad con solo mirarla de reojo. Aquel papel era una oportunidad. Lo que no sabía era a quién le pertenecía. Sentía curiosidad pero también respeto. Aquellos dos sentimientos enfrentados se colocaron a ambos lados de una balanza que, finalmente, se decantó por la curiosidad.

Verde cogió el papel como si fuese a romperse en cualquier momento. Un escalofrío recorrió su columna vertebral al recordar la última vez que había encontrado un papel abandonado. Con sumo cuidado, desdobló el folio procurando no rasgarlo o arrugarlo. Lo hizo con los ojos cerrados, reservándose la mejor parte para el final.

Cuando Verde abrió los ojos, se quedó atónita. Allí, entre sus manos asustadas, estaba el folio desdoblado. En blanco. Le dio la vuelta. Blanco. Nada. Una simple hoja. Eso era todo.

- Te dije que volveríamos a vernos.

El corazón de Verde dio tal vuelco, que todo su mundo se quedó boca abajo. Aquella voz no sonaba en sus oídos por primera vez. Aquel momento era completamente nuevo pero, a la vez, un maravilloso recuerdo. Había pasado mucho, demasiado tiempo.

- Llegué a pensar que mentías.
- Yo nunca miento. No te dije un día, no te dije cuánto tiempo tendrías que esperar… solo te dije que pasaría. Y ha pasado.

Verde no sabía qué decir. Estaba nerviosa, agitada, feliz y terriblemente triste. Todas sus emociones saltaban alocadamente a su estómago, provocándola una extraña sensación de vértigo que la impedía pronunciar palabra.

- Veo que has encontrado tu destino.
- ¿El folio en blanco?
- No es un folio en blanco. Tú no eres nueva en esto. Has hecho muchas cosas, has cambiado vidas. Sabes reconocer el destino cuando pasa por tu lado.
- Tú me enseñaste, tú me cambiaste.
- Yo no hice nada. Lo cierto es que ya habías empezado a ser quién eres mucho antes de conocerme. El destino te trajo a mí porque quería que lo entendieras… pero yo no te cambié. Siempre has sido la misma. Nadie que se conozca de la manera en que tú lo haces podría cambiar.
- Mi destino está en blanco. No hay destino para mí. Llevo mucho tiempo haciendo mi propio camino, ¿no es cierto?
- Así es. La gente necesita un destino porque están demasiado perdidos para crearlo por sí mismos. Cuando deja de ser necesario, el destino te da vía libre para dibujarlo por ti misma.

La hoja en blanco se mantenía firme entre sus manos. Ella había tenido el valor de elegir, había comprendido que no se trataba de hacer lo que estaba establecido para ella, si no de decidir. Siempre había pensado que su final sería el mismo que había tenido desde un principio porque nadie podía cambiar su destino… sin embargo, allí estaba aquella hoja en blanco retándola a escoger. Podía hacer su propio destino.
Él asentía con la cabeza, como si pudiera escuchar los pensamientos de Verde. No sabía su nombre pero sus ojos tenían el color con el que deseaba dibujar su destino.

- ¿Volveremos a vernos?
- Cada mañana durante el resto de nuestras vidas.

Verde (El principio)

Y allí estaba, entre mis manos temblorosas, esperando a que mis nervios se calmasen... pero aún no diré de que se trata. Me siento en la obligación de empezar esta historia por el principio. Como siempre debió ser.

Nunca le gustó la idea de tener un nombre fijo. Le aburría tener que ser siempre la misma porque ella era, cada vez, una persona diferente. La misma forma en distinto fondo. Según su estado de ánimo se sentía de una manera... pero nunca, jamás se sentía igual.
Por eso, un día, cambió. Como todos los días en los que ocurren cosas excepcionales, se trataba de un día cualquiera. Los mismos horarios, las mismas tareas, los mismos lugares y las personas de siempre... pero ella se sentía Verde y, por ese motivo, decidió que ese sería su nombre.

Cuando te encuentras con un conocido y le dices que hoy te llamas Verde, te mira como si estuvieses loca y te sigue llamando como se supone que debes llamarte. Es frustrante. Supongo que, por ese motivo, acabó otorgándose a sí misma un día de descanso de la rutina.
Fue a un parque. Un parque que, para su gusto, resultaba terriblemente triste sin niños. Todos estaban en el colegio pero eso era algo que a Verde no le importaba. Nadie debería ver un parque sin niños. Carece de alma.
Se subió en el tobogán. Era un columpio fascinante. Tenía unas escaleras y una casita de madera encima, como si de un refugio se tratase. Espero encontrarse algún niño agazapado allí dentro, un niño rebelde que había escapado del colegio para darle un poco de alma a aquel parque vacío pero allí no había ningún niño. Allí solo había un papel doblado, tirado en el suelo.
Verde cogió el papel y lo abrió con cuidado. Era una hoja de cuadros, arrancada de algún cuaderno. Tenía un dibujo pero no uno cualquiera. Era un retrato. Era el retrato más hermoso que Verde había visto nunca. Y ella era la retratada.
Bajó del columpio de un salto, sin soltar su retrato. Buscó con la mirada. Nadie. El parque seguía vacío pero, en algún momento, alguien había acudido allí y había dejado en el tobogán un retrato suyo. Con el jersey rojo que llevaba, con el cabello recogido detrás de las orejas y una tristeza infinita en la mirada, como segundos antes, cuando había contemplado la soledad del parque.

- Pareces más alegre en persona.- dijo una voz a su espalda.

Verde se giró sobresaltada. La voz tenía dueño. Era un chico, no mucho mayor que ella. Vestía con vaqueros y sudadera, tenía el cabello revuelto, los ojos brillantes y una sonrisa traviesa que se torcía en sus labios, como si se escurriese por su barbilla. Sostenía un cuaderno de tapas naranjas, con un lapicero atrapado entre las anillas. La observaba con detenimiento, como un artista analiza su obra. Luego, sin decir nada más, empezó a caminar.

- ¿Quién eres? - preguntó Verde, mientras le seguía.
- Soy el autor de tu retrato. Y tú eres la chica del dibujo.
- ¿Cuándo lo hiciste?
- La semana pasada, no recuerdo bien el día. Ven, siéntate aquí. Creo que tienes demasiadas preguntas y caminar no es el mejor modo de conversar.

El dibujante se sentó en un banco y hizo un gesto a Verde para que le imitase. El banco estaba prácticamente al final del parque y daba a una autopista. A Verde le sorprendió que el chico, en vez de sentarse mirando hacía el parque, se colocase al revés.

- Me gusta ver los coches pasar. - dijo él, como si hubiese leído su mente - La mayoría de esas personas no saben dónde van pero cogen su coche cada mañana, fingiendo ser más poderosos que el destino. Es curioso, ¿no crees?
- ¿Cómo te llamas?
- Es curioso que tú me preguntes eso. Llámame como quieras. No se trata de cómo me llamo, sino de quién soy. Y ahora mismo soy, simplemente, el autor de ese retrato que sostienes entre tus manos con tanta fuerza. ¿Te gusta?
- Sí, mucho. Es precioso. Pero, ¿cómo pudiste dibujarme sin conocerme?
- Te conozco. Ahora mismo, lo estoy haciendo. No importa cuando lo hagas, la cuestión es hacerlo.
- ¿Insinúas que me vistes antes de conocerme?
- No, yo nunca insinúo. Yo respondo con realidades. Y, sí, te dibujé antes de conocerte... porque, tarde o temprano, te conocería. Es simple.

Verde se apartó el cabello de la cara, estiró las mangas de su jersey, perdió la mirada entre los coches, tratando de ocultar que estaba nerviosa. Que, de un modo incomprensible, todas aquellas locuras que su dibujante sin identidad decía le resultaban terriblemente ciertas.

- Enséñame a hacerlo.
- Sabes hacerlo, pero nunca lo has intentado. Todos podemos hacerlo porque todos tenemos un destino.
- Entonces, ¿por qué nadie lo hace?
- Porque nadie quiere conocer su destino. Le temen. Prefieren pensar que pueden cambiar su final, que pueden elegir.
- Y, ¿no se puede? ¿Estamos condenados a vivir una historia que ya está escrita?
- No, claro que no. No todo está escrito. El destino se va escribiendo a medida que nosotros avanzamos. Pero es difícil de creer, nadie se arriesga a intentarlo.
- Yo no sé dibujar.

El dibujante se queda mirando a Verde con ternura. Coge una piedra del suelo y la arroja al vacío. Sonríe. Luego, coge su cuaderno y lo pone entre sus manos. Saca un bolígrafo azul de su bolsillo y se lo tiende.

- Inténtalo.

Verde abre el cuaderno. La primera hoja está arrancada y Verde, imagina que de ahí salió su retrato. Destapa el bolígrafo y lo apoya sobre la hoja. No lo mueve. No sabe qué dibujar. Cierra los ojos. Respira hondo. Sus manos se mueven. Dibujan. Pintan lo que su subconsciente dicta. Abre los ojos.

- Es perfecto.

Verde mira su dibujo. Dos monigotes sentados en lo que parece ser un banco. Enfrentados, cogidos de la mano.

Y allí estaba, entre mis manos temblorosas. Un par de segundos más tarde. Yo ya no era la misma. Era Azul, como el bolígrafo que había dibujado ese momento. Él me cogía con firmeza, sostenía mis nervios y los calmaba con su mirada, que penetraba en mis ojos y llegaba hasta mi alma. Me regaló aquel cuaderno de tapas naranjas, me besó suavemente los labios y me dijo que, algún día, volveríamos a vernos.

Verde (Segunda parte)

Ella era mi salvación, no había duda. No había pasado tanto tiempo desde que la vi por primera y última vez, pero los acontecimientos habían tomado carrerilla y, en aquel instante, sus ojos color ámbar eran mi pasado más remoto.
El destino recupera su imagen para mi ocupada memoria una mañana de Junio, meses después. Saco mis viejos vaqueros del armario, están escondidos al fondo, bajo las camisetas de manga corta y las bermudas. El verano regresa, un año más y llega la hora de cambiar el vestuario.
Mis viejos vaqueros están escondidos porque a Ruth no le gustan. Tienen agujeros y están desgastados. Ella dice que parecen viejos y cutres... ella no sabe que, en realidad, son viejos y cutres, pero me encantan...
Hacía siglos que no me los ponía, pienso mientras busco una camiseta entre el montón que acabo de rescatar del armario. Doy con la camiseta perfecta: naranja, de manga corta y sin estampado. Ruth odia el naranja. Hoy llevo toda la ropa que Ruth no me deja ponerme: hoy puede ser mi último día sin Ruth y debo aprovecharlo.
Bajo a la calle y me dirijo a la parada de metro que hay calle abajo. Busco en el bolsillo del vaquero la moneda de dos euros que acabo de guardar. Encuentro un papel doblado en el bolsillo trasero. Lo saco y lo desdoblo con cuidado. Ahora recuerdo todo.
Cuando llegué a casa aquel día, arrojé los vaqueros al fondo del armario y no volví a sacarlos. Me olvidé de ellos y de todo lo que representaban: mi libertad, mi juventud, mi vida sin Ruth, mi independencia... aquel día Ruth no se enfadó cuando llegué, como siempre, diez minutos tarde. Aquel día ella tenía algo demasiado importante que decirme, algo mucho más grave que diez absurdos minutos de retraso... aquel día mi destino, ese en el que nunca creí, se enredó en las palabras de Ruth.
La habían dado la beca, se iba a vivir a Barcelona un año, luego se quedaría allí a trabajar... y, a partir de ese momento, todo se precipita. Comienzo a vivir entre Madrid y Barcelona, visitándola dos veces al mes, ayudándola a buscar un apartamento para irnos a vivir juntos cuando me concedan el traslado en el trabajo...
Ahora tengo un vuelo de ida a Barcelona para mañana por la tarde. Tengo la maleta abierta sobre la cama, esperando a ser llenada. Tengo un anillo de compromiso en el dedo de Ruth, una fecha en la Iglesia, un piso a medio amueblar y una vida perfectamente planificada por delante.
Voy a mi actual trabajo, a firmar los papeles del traslado.
El papel doblado en el bolsillo trasero del vaquero no entraba en mis planes. Es un dibujo. Recuerdo el semáforo, la chica del banco, su diadema roja, su sonrisa misteriosa... ella dibujaba su destino: ella es mi salvación. Decido ir en su busca.
Cambio completamente mis planes, recogeré el finiquito más tarde. Puedo pedir que me lo envíen por correo y me hagan una transferencia. Necesito saber, con urgencia, si debo coger ese avión. ¿Es mi destino o es el destino de Ruth? ¿He elegido yo esta opción?
El semáforo, obviamente, sigue dónde siempre. El banco ahora mantiene a un jubilado que lee, con gran interés, un periódico. La gente cruza, yo me quedo quieto en el sitio. Estoy en una calle de Madrid, la única calle en la que sé, con certeza, que ella ha estado alguna vez... no sé nada más de ella. No sé si seguirá viviendo aquí, no sé dónde estará... pero tengo la urgente necesidad de encontrarla. ¿Por dónde empezar? Y, de repente, se me ocurre una idea absurda, una idea loca, una idea arriesgada...
Entro en el primer todo a un euro que veo y compro un paquete de pinturas de colores. También compro un cuaderno pequeño, de tapas verdes. Me siento en el banco, junto al jubilado. El hombre ni se percata de mi presencia. Siempre me ha parecido de mala educación sentarse en un banco que está ocupado por otra persona... pero, en ese instante, me parece que ese banco me pertenece a mí y el invitado es el jubilado.
Abro el cuaderno, saco una pintura al azar... rosa. Empiezo a dibujar. Al principio no sé qué dibujar pero, cuando llevo un rato con el cuaderno y la pintura rosa entre las manos, comienzo a garabatear la hoja en blanco. Cambio de tonalidad, sigo pintando. No dibujo bien, nunca lo he hecho... pero, sorprendentemente, mi dibujo tiene un parecido con un emblemático lugar de la ciudad.
Observo mi obra: Un monigote rosa de pie junto a una raya negra que atraviesa del papel horizontalmente. Bajo la raya, el color azul inunda la hoja hasta los pies del muñeco. Luego, verde. El resto de la hoja es de color verde. Parecen árboles, llenan la superficie completa de la hoja.
No hay duda: es el Retiro. Sonrío. La he encontrado.
Voy al Retiro, andando. He gastado mis dos euros en la tienda, no me queda efectivo. El parque del Retiro es inmenso, pero yo sé en qué parte está ella: junto al lago. Me siento absurdo creyendo en el destino, en el poder de un cuaderno y unas pinturas, me siento absurdo al pensar que una desconocida tiene la respuesta a mis dudas... pero no dejo de caminar, voy en su busca...
Allí está. Realmente, sigue igual que la última vez que la ví. Lleva un vestido rosa de tirantes. Tiene el cabello un poco más largo, recogido con dos coletas. Está frente a mí, me mira sonriente, me estaba esperando. Sin decir nada, alarga la mano y clava su mirada en la mía. Abro el cuaderno de tapas verdes y arranco el dibujo, se lo doy. Lo observa sin dejar de sonreír, abre su bloc de notas y lo guarda entre sus hojas.

- ¿Cómo te llamas hoy? - Acierto a decir.
- Hoy soy Verde. Te dije que no cambiaría. Tú, sin embargo, ya no eres Javihoyysiempre. Hoy eres Naranja. Hoy crees en el destino y has salido en su busca.
- ¿Cuál es mi destino, Verde? ¿Lo sabes tú?
- No, yo no lo sé... solo tú puedes saberlo. El destino solo se muestra a quienes creen en él... solo entonces aprenderás a comprenderlo.
- Pero... ¿se puede cambiar el destino? ¿Se puede decidir?
- No, claro que no... pero, a veces, dejamos que nos roben nuestro destino y terminamos persiguiendo un destino ajeno. Terminamos por no ser nada, caminar en busca de los sueños que nunca tuvimos...
- Y... ¿y si pierdo el amor por renunciar a su destino?
- Entonces, no es amor. El amor verdadero sabe respetar tu destino, sabe que tus sueños son parte de ti mismo, sabe esperar y comprender tu necesidad de luchar por alcanzar tus metas. Si realmente ese amor forma parte de tu destino, no tendrás que renunciar a él para alcanzarlo. Todo está escrito.

Verde no dice más. Javi, Naranja, Javihoyysiempre, JavinuncamásJavi... yo, no sé qué decir, no sé que pensar, no sé que decisión tomar... Quiero a mi novia, pero no me quiero casar, ahora no. No quiero irme a vivir a otra ciudad: mi sueño no está allí. No quiero encadenarme al destino de Ruth, dejar de ser, perder para siempre mis ilusiones. No quiero renunciar a mí por estar con ella... bajo la vista, recuerdo, pienso, medito, reflexiono, decido...
Y, cuando vuelvo a levantar la mirada, Verde ha desaparecido. Hay un papel en el suelo, es una hoja del bloc de Verde, lo reconozco al instante. Lo recojo, lo observo, sonrío...

Verde (Primera parte)

Para María.
- Si cruzas, puede que no volvamos a vernos.


El chico de la camiseta verde tuerce la sonrisa con picardía. La chica de la diadema roja le mira directamente a los ojos, con una penetrante mirada ámbar que no está acostumbrada a perder. El chico se da la vuelta y deja que el semáforo vuelva a ponerse en rojo. Solo entonces, ella sonríe.
Cierra su bloc de notas, guarda el bolígrafo verde con el que escribe y se incorpora con un pequeño saltito.

- Hoy me llamo Verde, ¿y tú?
- ¿Yo? Bueno, yo soy Javi... hoy y siempre. ¿Qué clase de nombre es Verde? ¿Qué hacías ahí sentada?
- Preguntas demasiado, Javihoyysiempre. ¿Siempre haces lo que se espera de ti? Yo prefiero improvisar, ¿sabes? Un banco junto a un paso de cebra, ¡qué maravilla! Era probable que, tarde o temprano, pasara alguien interesante.

El chico de la camiseta verde, Javihoyysiempre, observa perplejo a Verde que, consciente del desconcierto que acaba de provocar al chico, ha abierto de nuevo su bloc de notas. Es un cuadernito pequeño, con cuadros de colores y unas brillantes anillas anaranjadas. Lo hojea con tranquilidad, mientras Javi, muy quieto, analiza con detenimiento cada centímetro de su cuerpo.
Verde no es muy alta, rondará el metro sesenta y cinco aproximadamente. Tiene unos ojos enormes, entre marrones y ámbar, con densas pestañas negras enmarcándolos. Su nariz está cubierta de pequeñas pecas que salpican, también, la pálida piel de sus brazos. Su pelo es negro, muy liso y corto. El flequillo le llega hasta las cejas, dando un aire infantil a su ovalado rostro. Las orejas quedan al descubierto gracias a la fina diadema roja que recoge su media melena. Lleva una falda vaquera por la rodilla, unas zapatillas rojas y una camiseta de tirantes negra.
Javi piensa que, seguramente, si la chica no hubiese hablado, no se habría percatado de su presencia. También piensa que no tiene nada de verde, que no tiene nada de lógica estar de pie mientras una desconocida pasa hojas de su cuaderno y que, seguramente, llegue tarde a su cita. Ruth le va a matar si vuelve a hacerla esperar... pero Javi no se mueve.
Verde ha encontrado lo que buscaba y muestra, eufórica, su hallazgo a Javi. Él observa, sorprendido, el dibujo que hay en ella. Se trata de un monigote mal hecho, con una enorme cabeza redonda y un cuerpo claramente desproporcionado. Esta todo pintado con bolígrafo azul, salvo la parte del tórax, dibujada en color verde. Junto al monigote, un palo con un rectángulo encima. Dentro del rectángulo, un círculo verde.

- ¿Qué se supone que es esto?
- Eres tú. Lo dibujé el otro día, cuando me llamaba Azul. Cuando te he visto a punto de cruzar, he sabido que eras tú... creo que el destino quiere que nos conozcamos. ¿Tú crees en el destino?

Tras formular la pregunta, Verde arranca la hoja del cuaderno y se la tiende a Javi, que la coge con recelo. La mira a los ojos y suelta una carcajada... pero Verde no se ríe, entonces, Javi comprende que la pregunta va en serio.

- No, no creo en el destino. Creo que todos creamos nuestro camino a través de nuestras acciones... y también creo que, si sigo hablando contigo, voy a llegar tarde de nuevo. Lo siento mucho, tengo que irme.
- Ya, ya lo sé. Tienes que buscar tu destino. Ha sido un placer, Javihoyysiempre. Creo que volveremos a vernos, ¿sabes? Puede que me llame Amarillo, Rosa, Naranja o Añil... pero seguiré siendo yo. Sin embargo, tú ya no serás el mismo. No se puede ser uno mismo cuando no se sabe quién eres.

Javi, sin comprender ni encontrar respuesta a esa última frase, cruza la calle y se aleja de Verde, lleva su dibujo guardado en el bolsillo trasero del pantalón. Ella regresa a su banco, cruza las piernas, abre su bloc y sigue dibujando su destino...
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Aún estás a tiempo de participar en el concurso.

La mala suerte de ser piscis

A una hora del cierre de la edición, Álvaro aún no sabe qué le deparará el destino a Piscis. Está cansado e indignado, un poco con el mundo y otro consigo mismo. No consigue el ascenso que tanto esperaba, no ve reconocimiento alguno a su esfuerzo y, desde luego, no tiene interés alguno en ir de un lado a otro de la redacción cumplimentando las tareas más absurdas y detestables, precisamente las que nadie más quiere realizar.
Álvaro es, al cierre de esta edición, el chico de los horóscopos. En la edición de ayer le tocó redactar las necrológicas. Puede que mañana tenga suerte y le dejen la programación televisiva.
Lo cierto es que a Álvaro el destino de Piscis le trae sin cuidado. En realidad, ni siquiera cree conocer a un piscis. Su madre es Virgo, su padre Tauro y su hermana Libra. Él es Géminis. No sabe más horóscopos, de hecho, duda haber acertado con los que cree recordar. A Álvaro no le gusta el destino porque en algún momento del camino, le dio una puñalada por la espalda. Su destino le traicionó tras prometerle un futuro como periodista de prestigio, dejándole a medio camino entre el chico para todo y el chico absolutamente prescindible.
De un modo incomprensible, Álvaro odia a todos esos Piscis que no conoce. No quiere decidir que les sucederá en las próximas horas porque no lo sabe. Nadie lee los horóscopos, piensa. Entonces recuerda a Noelia, la chica tímida del archivo, la que siempre abre el periódico por el final para leer los horóscopos y, pese a desconocer por completo su horóscopo, decide que ella podría perfectamente ser Piscis y redacta su predicción con prisa y sin esmero.

El despertador de Leticia decide despertarla diez minutos antes de la hora habitual pero ella, despistada y adormilada como se ha levantado, no se percata hasta que al ir a salir de casa mira de reojo el reloj de la cocina y descubre que le sobra tiempo. En ese momento, recuerda que le había prometido a Carmen que iría con ella a ver esa película de alienígenas que tantas ganas tenía de ver. Con la esperanza de hacerla cambiar de opinión, Leticia aprovecha sus diez minutos de margen para pasar por el kiosco de prensa y comprar el periódico antes coger el tren. Cuando está apunto de pagar, recuerda que la noche anterior gastó su último mechero encendiendo el fuego de la cocina y pide uno rápidamente. Detesta las cerillas.
Una vez en su vagón, repasa rápidamente la cartelera. Las opciones se reducen a la película de alienígenas que quiere ver Carmen y un drama lacrimógeno con el actor de moda por protagonista. Tras leer las sinopsis de ambas películas, Leticia repara en el horóscopo y aunque no cree en el destino, decide que leer el suyo tampoco podrá hacerle daño.
Según su horóscopo hoy llegará tarde al trabajo. Un cambio de planes a última hora le dará una grata sorpresa y, si elige correctamente, encontrará el amor en el sitio más inesperado.
Una predicción absurda, piensa Leticia. Es imposible que llegue tarde al trabajo cuando ha salido más temprano que nunca de casa y, desde luego, nadie encuentra el amor porque lo diga su horóscopo.

Manuel no duerme bien últimamente. Desde que su mujer le abandonó, pasa las noches en vela intentando descifrar los motivos de su huida. A veces, le parece sentirla caminando por la casa y se levanta de la cama para buscar el sonido de sus pasos desesperadamente. Sus compañeros de trabajo le dicen que tiene mala cara pero él no puede hacer nada para disimularlo. No miente, pero tampoco cuenta la verdad. Dice que no duerme bien sin más.
Las pastillas que le recetó el médico no sirven de nada ya. Su estado es de insomnio permanente y nada, salvo el regreso de su mujer, podrá remediarlo. Está solo y él no es una persona acostumbrada a la soledad. Las paredes de la casa se caen sobre él como afilados cuchillos buscando acabar con su patética existencia. A Manuel el cansancio se le escapa por cada poro de la piel y, aunque sabe que debería cogerse la baja, no deja de ir a trabajar porque siente que es lo único que le mantiene en pie.
Esa mañana está más decaído que de costumbre. Hace un mes exacto que su mujer le abandonó y el trágico aniversario se está convirtiendo en una tortura para él.
Matías, su compañero, se ofrece a cubrir su trayecto pero Manuel se niega. No estoy tan mal, asegura. Pero su mirada dice lo contrario. Inicia el viaje sin complicaciones. Primera parada, segunda parada, tercera parada… y, de repente, una imagen se cuela en su retrovisor. No acierta a saber si realmente se trata de su mujer o es una simple alucinación por culpa del cansancio. Sea como sea, Manuel está tan sumamente derrotado que para el tren y baja de su cabina mientras los pasajeros que permanecen ajenos a su movimiento, siguen subiendo y bajando de los vagones. Manuel recorre rápidamente la estación siguiendo a la mujer que podría o no podría ser su mujer pero, cuando quiere alcanzarla, una desconocida se gira y le mira con extrañeza. Abatido, vuelve al tren y reanuda la marcha, haciendo caso omiso a las protestas que los pasajeros empiezan a realizar por el retraso. Quince minutos, piensa, no es grave.


Hace tanto tiempo que no sale, que Carmen tarda casi media hora en decidir que se pondrá para ir al cine. La blusa blanca con los pantalones negros se le antoja demasiado arreglado y, con vaqueros, demasiado informal. Finalmente, opta por un jersey malva y descarta la blusa. Los vaqueros van perfectos.
En ese momento, emiten en televisión el trailer de la película. Se alegra de haber convencido a Leticia de ir a ver la de alienígenas. No tiene el cuerpo para dramas y menos aún si son de llorar. Desde que dejó a Manuel, está terriblemente sensible.
No entiende como su vida ha llegado a ese punto. Ella, una mujer madura y felizmente casada, decide dejarlo todo de la noche a la mañana. Si lo piensa bien, ni siquiera sabe porqué dejó a su marido. Era aburrido, era siempre lo mismo y necesitaba encontrarse a sí misma. Mira a su alrededor. La casa está desordenada y caótica, como si la maniática de la limpieza que había sido se hubiese quedado en el mismo lugar que la devota esposa que amaba a su marido. Ahora no era nada de lo que había sido y, por alguna extraña razón, se sentía más viva de lo que jamás había estado. Se siente un poco sola, eso sí. Ha quedado con alguna compañera de trabajo para ir a tomar algo y también con las chicas de yoga. Sale y trata de divertirse, pero no puede dejar de sentir que en realidad, todos la apoyan porque tienen pena de ella. Es triste que tengan pena de mí, piensa, pero más triste sería quedarme en casa amargada.
Abre la puerta de casa dispuesta a marcharse cuando el teléfono comienza a sonar. No suele cogerlo temiendo que sea Manuel pero, pensando que quizás sea Leticia para anular su cita, descuelga.


Leticia cuelga el teléfono abatida en la puerta del cine. Plantada a última hora, piensa. Es como si el maldito horóscopo tratase de reírse de su incredulidad. Con las entradas ya compradas y ninguna gana de entrar sola a ver la película que, por cierto, ni siquiera ella ha elegido, decide marcharse. Entonces cae en la cuenta de que su amiga Noelia trabaja muy cerca de allí y, si no recuerda mal, suele salir bastante tarde. La llama al móvil pero está fuera de cobertura. Eso le da la pista definitiva, siempre que está trabajando, Noelia tiene el móvil sin cobertura. Esperanzada, decide ir a buscarla y probar suerte. Lo único que tiene que perder son las estúpidas entradas.

- Maldito horóscopo.

Por un momento, cree que se le ha escapado un pensamiento en voz alta pero, cuando repasa mentalmente la frase se percata de que no ha sido su voz la que la ha pronunciado. Entonces mira alrededor buscando a su propietario.
Está apoyado en una de las salidas de emergencia, tratando de encender un cigarrillo con un mechero que, por su sonido, no tiene gas. Leticia busca el mechero que compró por la mañana en el bolso pensando que, si eso no es inesperado, nada lo es.



Cuando por fin consigue encender el cigarrillo, Álvaro le da una calada y lo tira. La oportuna desconocida le mira con desconcierto y él la responde con una sonrisa resignada.

- Lo estoy dejando.

La chica pone los ojos en blanco y guarda el mechero en el bolso con movimientos lentos, como si estuviese ensayando una coreografía de ballet. Álvaro se queda hipnotizado observándola. Cierra la cremallera, coloca la correa, se mesa el cabello… Hay algo en cada uno de sus movimientos, algo que no acierta a comprender. Es como si algo o alguien tratase de enviarle un mensaje a través de aquellos gestos inocentes. Una señal. Absurdo, se recuerda, yo no creo en el destino.

- ¿Esperas a alguien?

La chica, que hasta el momento permanece callada y quieta a una distancia prudencial de él, comienza a dar pequeños pasos en círculo. Parece que está sopesando la idea de responder o salir corriendo.

- En realidad sí. Venía a ver a una amiga, para invitarla al cine. Tengo dos entradas. Iba a ir con alguien pero no vino y entonces yo recordé que ella trabajaba cerca y…

Parecía nerviosa, mezclaba las palabras y daba demasiadas explicaciones. Le resultaba ciertamente cómico y, a la vez, fascinante ver como se trababa la lengua con sus propias frases enrevesadas.

- ¿En qué departamento trabaja tu amiga? – la interrumpió tratando de echarla un cable.
- Archivo. Se llama Noelia, ¿la conoces?

Álvaro no sabe explicar que resorte se acciona en su cerebro para que, en ese mismo instante, todos los cabos comiencen a atarse y una idea completamente disparatada asalte su mente. No quiere decirlo pero antes de que consiga controlar sus palabras, estas salen a borbotones de su garganta. Solo existe una respuesta que pueda otorgar significado a toda esta locura, piensa.

- ¿Qué signo zodiacal eres?

La chica del mechero, la chica sin nombre de los gestos delicados y las palabras impacientes está realmente intranquila. Abre los ojos exageradamente, se muerde el labio inferior, retuerce el anillo de su dedo índice y, con una voz que parece haber encontrado la única verdad que descansaba entre un puñado de mentiras, sentencia el final de su historia.

- Piscis.