Expectativas


Nunca he sabido fingir. Quienes me conocen bien lo saben. Que me ponen nerviosa las sorpresas porque desconozco cómo voy a reaccionar pero sé que, sea lo que sea, mi cara será bastante franca al respecto. Que no me gusta abrir regalos delante de quien me lo da porque soy incapaz de disimular mi cara de desconcierto si lo que encuentro no es de mi agrado. Que me apasiono o soy completamente indiferente pero jamás he podido fingir interés por algo si no lo tenía. Que me cuesta horrores forzar una sonrisa pero mucho más una lágrima. Que me sonrojo con frecuencia, hablo sin pensar más veces de las que debería y nunca recuerdo las cosas que no me interesan, aunque se espere de mí que lo haga.

Esa es la única verdad. Por eso ni pretendo ni intento fingir. Sé que saldrá mal. La única vez que lo intenté (subida a un escenario, en el colegio) el fracaso fue estrepitoso. Un desastre que hay quien aún me recuerda.

La  realidad es que yo no soy lo que otro se ha imaginado que soy. Yo no puedo hacerme responsable de eso. Yo sólo me responsabilizo de lo que soy, de lo que hago y de lo que digo. No de lo que otro interprete. De lo que otro asuma. De lo que otro crea o imagine. Esas son sus expectativas y son responsabilidad suya. Única y exclusivamente. Ni las he creado ni las he fomentado y, por tanto, me desentiendo por completo de ellas.

Estoy harta de cargarme a la espalda expectativas ajenas. De escuchar lo que otros creían o pensaban que yo era. De decepcionar a quien no he intentado impresionar en primer lugar. Estoy cansada de que me crean mejor o peor o, simplemente, diferente. De sentir que le debo una disculpa a alguien. Estoy harta porque yo no he buscado jamás semejante reacción. Porque conmigo hay lo que se ve. Porque yo no me defino por lo que no digo o por lo que alguien pueda creer que escondo.

Yo intento no crearme expectativas si puedo evitarlo. La gente te suele sorprender más positivamente cuando no lo haces. Resulta que cuando no esperas nada, todo lo que recibes parece inmenso. No hay una comparativa que lo desluzca. Por eso me limito a observar. Pasan cosas extraordinarias cuando observas. Cuando dejas que la vida suceda sin ponerte listones que te frenen. Cuando conoces  a otra persona y dejas que sea ella quien se defina, sin juicios ni suposiciones. Cuando dejas de exigir a los demás que sean lo que buscas y te dedicas a ser la persona que te gustaría conocer. Cuando te olvidas de las dobles intenciones y comienzas a entender las cosas de la manera más simple posible. Y no pierdes el tiempo disculpándote por cosas que ni siquiera has hecho porque estás demasiado ocupado haciendo cosas por las que jamás tendrías que pedir disculpas. Sólo entonces entiendes que la vida puede ser maravillosamente sencilla. Y que jamás podrías vivirla de otra manera.








Veintinueve


Tenía muchos planes para mis veintinueve. Tenía todo mi futuro cimentado en un presente que se me vino abajo de la noche a la mañana y que tuve que empezar a reconstruir de cero.

No es fácil. Lo primero que tuve que hacer fue perder el miedo. Perder todos mis miedos. Ser fuerte, tanto como para aceptar que a veces un final es el único principio posible y tan valiente como jamás creí ser. Empezar a reconstruirme. A recubrir con yeso los agujeros de mis paredes. A coserme las heridas. Pero también a aprenderlo todo desde el principio. Aprender a  improvisar. A sumar. A ser feliz. Y, poco a poco, convertirme en la persona que me gustaría conocer.

 Cuando estás metida de lleno en la zona cero, nunca eres verdaderamente consciente de lo que sucede a tu alrededor. Los escombros siguen apareciendo y parece que el tiempo se hubiera quedado parado en el momento preciso del derrumbe. Pero el tiempo no se detiene por nadie. Avanza y con él avanzamos también nosotros, aunque no seamos conscientes de ello. Por eso a veces viene bien parar un segundo. Dar un paso atrás, alejarse un poco. Cambiar de perspectiva. Sólo entonces se ven los avances. Sólo entonces podemos entenderlos.

Minutos antes de que empezara el día de ayer estaba muerta de miedo. Tenía la sensación de que estaba a punto de comenzar un año que llegaba hasta mí en ruinas. Y no tenía ni idea de cómo iba a afrontarlo. Pero luego llegó la media noche y mi vida completó una nueva vuelta al sol. Ya había llegado a la meta, aunque hubiera perdido todo el significado que una vez tuvo.

No fue como lo esperaba. No fue nada de lo que esperaba, de hecho. Había estado tan encerrada en mi zona cero que no me había detenido a observar lo que había a mi alrededor. Pero de repente era media noche y todo era diferente. Todo lo que me rodeaba se volcó sobre mí. Lo que yo no había visto, de pronto estaba justo frente a mis retinas.

Cuando decidí que quería ser la persona que quería conocer no tuve en cuenta los efectos colaterales. Veréis, resulta que en el proceso de búsqueda de un mejor yo, había ido encontrando a otras personas que eran, si no todo, parte de lo que yo quería llegar a ser. A veces la soledad no es más que oscuridad, sólo necesitamos encender la luz para que nos deje de dar miedo. Y eso es lo que pasó ayer: se encendió la luz. Y, cuando vi todo lo que me rodeaba, me quedé sin habla. Algo debía haber hecho bien si aquello era lo que había traído a mi vida.

De pronto comprendí que aquella meta, más que perder su significado, lo había cambiado: ahora era una línea de salida. Y, frente a mí, no había un año en ruinas. Lo que tenía era un lienzo en blanco y todo el tiempo del mundo para pintarlo. Y todo me pareció mucho más sencillo, mucho más brillante, mucho mejor. Y entendí que, en realidad, todos aquellos planes nunca habían sido más válidos que los que estaban por llegar. Que lo único que importa es el presente. Y que a veces basta pulsar el interruptor para entenderlo todo.



Pd.  Entre otras muchas sorpresas de cumpleaños, los tuiteros @rayjaen @Gabrirodenas @jacstite  tuvieron este detalle, posiblemente el regalo más especial que me han hecho nunca. Lo dicho, algo debo haber hecho bien si tengo a gente tan maravillosa en mi vida (aunque sea de manera virtual). Gracias de nuevo, chicos.

El camino



El año pasado me pasó algo curioso durante un viaje a Roma. Pese a que era la tercera vez que visitaba la ciudad, me perdí de camino al Trastévere. Yo, que soy malísima con los mapas, saqué el que llevaba y me puse a darle vueltas desesperada tratando de ubicarme. Iba caminando al mismo tiempo, tratando de encontrar el nombre de la calle en la que estaba o alguna referencia que ayudara a encontrarme en aquel trozo de papel. Estaba tan concentrada en mi tarea que por poco me choco con una pared. Yo evité el golpe, pero la cámara que llevaba colgada al cuello no. No fue un gran impacto, pero si un pequeño roce que me preocupó. Para descartar que la cosa hubiera ido a mayores, hice un par de fotos. Lo que capturé me gustó, así que guardé el mapa y seguí haciendo fotos. De hecho, me olvidé por completo del mapa, de que estaba perdida y de que iba en busca del Trastévere porque lo que estaba viendo me tenía completamente fascinada. Alguna de las mejores fotos de ese viaje las hice gracias a que me perdí. Si no hubiera guardado el mapa, posiblemente jamás habría hecho aquellas fotos. Lo que intento decir es que a veces estamos tan obcedados en el destino que nos perdemos el viaje. Lo importante no es la meta: lo que perdura en nuestra memoria son los recuerdos que atesoramos mientras la alcanzamos.

Ayer me pasó algo similar. Estuve todo el día de mal humor porque a última hora de la tarde tenía que hacer algo que no me gustaba nada. Me pasé todo el día desganada, sintiéndome víctima de todo lo que me sucedía y con el ceño fruncido. Tuve un día pésimo y a cada minuto empeoraba. Luego llegó lo que llevaba temiendo todo el día. Y no fue tan malo. De hecho, no fue malo en absoluto. Eso me hizo pararme a pensar. Si lo que tanto me había preocupado durante todo el día no había sido tan malo como yo pensaba que sería, ¿podría haber sido aquel día tan sólo un día normal que yo me había empeñado en ver como algo terrible? Y así había sido. Me puse a repasar todo lo que había acontecido a lo largo de la jornada y encontré un montón de cosas positivas que había pasado por alto en mi empeño de hacer del jueves una pesadilla. Me había pasado toda la mañana enfadada con quienes me habían dicho que no, pero no me había alegrado ni un poquito por quienes me habían dicho sí. Yo misma había convertido aquel día en un mal día. Aquel jueves no había sido más que un reflejo de mi estado de ánimo. De hecho, la vida es un reflejo de nuestro estado de ánimo. Lo que nosotros percibimos no es la realidad, es nuestra visión subjetiva de la realidad. Somos como un filtro en la lente de nuestra cámara fotográfica. Nosotros le damos el color a lo que estamos viviendo.

La vida es así. A veces nos perderemos, nos tocará hacer cosas que no nos gustará tener que hacer, nos decepcionaremos, nos romperán el corazón... pero nada de eso debería impedirnos ser conscientes de todo lo bueno que también nos sucederá. Escuchar el clic de nuestra cámara al capturar otro recuerdo porque, al final, los buenos son los que se quedarán con nosotros. Y los malos, bueno, esos se perderán como lágrimas en la lluvia...