La última vez



La conocí más de mil veces, pero ella nunca se acordaba de mí. Me miraba con esos ojos suyos que acostumbraban a dejarme sin palabras y, sin inmutarse, me daba dos besos y sonreía. A veces intercambiábamos un par de frases cortas, unos apuntes breves sobre el conocido común que había hecho los honores o el ruido ensordecedor del local. Otras no me decía nada, tras su habitual sonrisa venía un segundo incómodo que ella siempre finalizaba con un giro rápido sobre sus talones. Y así hasta el siguiente encontronazo, hasta que algún amigo me decía que conocía a una chica perfecta para mí o coincidíamos en un taller literario cualquier tarde de jueves.

Nunca recordaba mi nombre, nunca expresaba el más mínimo indicio de conocerme. Yo sí sabía que ella se llamaba Nerea, que vivía en mi barrio y que frecuentábamos los mismos sitios. También sabía que teníamos varios amigos en común, que escribía poesía y que le interesaban muchísimo los haikus. Sabía que se reía a carcajadas cuando algo le resultaba gracioso y que cuando se emocionaba los ojos se le humedecían. Que solía recogerse el pelo para volver a soltárselo a los cinco minutos y que tenía un tatuaje en el omoplato derecho que siempre intentaba ocultar. Que no soportaba los refrescos con gas, ni el alcohol y que la comida picante la daba dolor de estómago. Que le gustaba empezar las cenas por el postre pero al final siempre se llenaba demasiado y terminaba dejando el primer plato. Que le gustaba fotografiar objetos curiosos que se encontraba por la calle con la cámara de su móvil y que sus favoritos eran los calcetines que encontraba perdidos y desparejados por la calle.

Lo que yo no sabía, de lo que no tenía ni idea era de que Nerea sabía donde vivía yo, aunque no recordaba mi nombre, aunque me había visto mal de mil veces sin ser consciente de que ya nos conocíamos, Nerea tenía mi dirección.

Y así me la encontré, en mi puerta, llamando al timbre como una loca a las tres de la mañana. Llorando, empapada, vestida con un ridículo pijama de Hello Kitty y el pelo recogido en una coleta que duró, exactamente, cinco minutos en quitarse desde que abrí la puerta.

-         No sabía dónde ir. – fue su explicación.

Y yo no dije nada, la dejé pasar y cerré la puerta. Cogí una toalla limpia y se la tendí. Ella la cogió y se secó un poco. Luego me dio las gracias y sonrió. Aquello hizo que me olvidara de mi desconcierto inicial, así que me ofrecí a preparar algo de comer. Ella aceptó enseguida y yo me fui a la cocina.

Cuando volví estaba dormida. No me atreví a despertarla, solo pude arroparla con una manta y volver a mi habitación.

No pegué ojo en toda la noche pero, aún así, no la oí marcharse. No supe que se había ido hasta que, a la mañana siguiente, encontré la manta doblada en el sofá y una nota que decía “Gracias”.

Pasaron varias semanas hasta que volvió a aparecer. La misma escena solo que, esta vez, el pijama era de Minnie. Se quedó dormida en mi sofá sin darme la oportunidad de preguntarle nada y, al día siguiente, desapareció.

Aquellas visitas se fueron haciendo cada vez más frecuentes. A veces conseguía arrancarle un par de explicaciones antes de que se quedase dormida. Solía decirme que sentía un pánico inmenso que solo se le pasaba durmiendo en mi casa. Que, por la noche, se apoderaba de ella un sentimiento terrible que no la dejaba respirar y que tenía que salir corriendo para darle esquinazo. Parecía tan triste cuando me lo decía, tan asustada, que no me quedaba más remedio que creerla.

Por eso la pedí que se viniera a vivir conmigo, si en mi casa se sentía protegida, no quería que volviera a tener miedo. Y a ella le debió parecer una buena idea, porque aceptó de inmediato.

Las cosas empezaron a ir bien. Nerea se aprendió mi nombre, por fin y empezamos a querernos como yo siempre la había querido a ella. Solíamos quedarnos dormidos en el sofá, abrazados y, si ella tenía un ataque de pánico, yo la abrazaba más fuerte y recitaba poemas en su oído.

Ese miedo inmenso que llevó a Nerea a mi puerta por primera vez empezó a desaparecer poco a poco, como si juntos fuésemos más fuertes que todos sus temores. Nerea parecía estar segura a mí lado y yo me sentía dichoso al suyo.

Lo peor de la felicidad es que tiene la fea costumbre de desaparecer cuando crees que la has atrapado. Es como el humo, no se puede coger con las manos. Y Nerea era mi felicidad, por eso se fue.

Se marchó una mañana y jamás volvió. Yo la esperaba cada noche junto a la puerta, hasta quedarme dormido. Quería que volviera, lo quería con todas mis fuerzas. Sin ella las noches no eran seguras. Empecé a entender ese miedo intenso del que Nerea siempre hablaba. Cuando ella no estaba, las paredes de mi habitación parecían caer sobre mí y todo se volvía negro. No podía respirar y mi única salida era aquella puerta que ella ya nunca cruzaba.

Pasó mucho tiempo, pasaron años. No la olvidé, pero aprendí a no necesitarla. Volví a dormir en mi cama, a respirar hondo, a sentarme en el sofá del salón. Volví a salir, a ir a talleres literarios de los jueves, a salir con chicas…

Y un día pasó lo que yo llevaba años temiendo. Al principio no la reconocí, estaba distinta. Se había cortado el pelo y había adelgazado mucho. Nos presentaron y ella me dio dos besos, como si no me hubiera visto en la vida. Luego me hizo un comentario irónico sobre el volumen de la música y sonrió. Y yo supe entonces que, en realidad, seguía siendo la misma.