Sustraendo


Lo estaba volviendo a hacer. El problema era el sustraendo, siempre lo había sido. A fin de cuentas, en apariencia, sólo es un número más. ¿Cómo juzgarlo antes de posicionarlo? Imposible. Tocaba arriesgarse, una vez más. El problema es que las cosas ya no estaban como al comienzo de la hoja. Llevaba ya demasiado tiempo escribiendo en los márgenes. El espacio se agotaba. Había reducido el tamaño de mi letra a la mínima expresión pero, aún así, las operaciones seguían llegando. Acumulándose en la punta de mi bolígrafo. No eran tan fácil de evitar como yo había pensado en un primer momento. Soy de las que escribe, aunque me pese. Aunque haya días en los que desearía poder arrancar de raíz cada palabra que alguna vez se ha refugiado en mi mente, lo cierto es que no ejerzo control alguno sobre ello.

No obstante, llevaba ya tiempo mordisqueando el bolígrafo. Me dolía la muñeca, me pesaba el brazo. No podía soportar el olor de la tinta siquiera. Me mareaba, me aturdía. Lo único que me apetecía era no hacer nada digno de ser escrito. Nada que pudiera parecerse, ni de lejos, a una resta. Mantener el bolígrafo boca arriba, para ver si con suerte se secaba la tinta. Pero siempre hay un golpe de aire que tumba hasta tus mejores planes.

Y allí estaba de nuevo. Otro dígito. Sin signo, aún, inocuo. Dibujándose en la tinta de mi boli que empezaba a perder la vida por la punta. No podía limitarme a verlo morir. Y lo enderecé. Supe que era demasiado tarde en el mismo instante en que mis yemas rozaron su superficie de plástico. Irreversible. Siempre lo mismo. Entrando de lleno al primer roce. Que baste un soplo para derribar los mil muros que pueda edificar. Ridículo. Pero pasó así. Siempre pasa así.

Más que recordar, leí lo que llevaba meses repitiéndome. Lo había escrito en tantas partes ya que empezaba a formar parte de mis retinas. Esas cuatro palabras exigían un descarte inmediato. Pero...¿y si estaba equivocada? Entre aquellas mil alarmas de peligro se podía oír un leve canto de esperanza. Un tal vez diminuto, microscópico. Y a mí siempre me perdieron las minorías. Esa parte de mi cerebro que se dedica a almacenar todas las pequeñas cosas para tratar de construir con ellas grandes historias. El problema siempre ha estado hecho de pequeñas cosas, como todo lo que importa. Cuando quise percatarme, ya lo estaba escribiendo. Una magnitud sin signo. Inocua por el momento. Hasta que se decantara por un lado de la recta.

Brújula

Él buscaba siempre el norte. Tal vez porque vino de allí y, de algún modo, aquella morriña que a veces sentía le obligaba mantenerse siempre ubicado. Ella, sin embargo, siempre estaba desorientada. Puede que porque, por muy lejos que fuera, siempre acababa por regresar al punto de partida. Por azar, por destino o porque al final todos sus billetes terminaban por ser de ida y vuelta. Ya ves, él moviéndose por coordenadas y ella caminando sin rumbo. Como si no hubiera mapa capaz de contenerlos y, sin embargo, se cruzaron. Quizás porque, por despiste, ella perdió de vista su paralela. Es el peligro de caminar sin destino. O puede que su norte estuviera imantado. Da igual, porque el caso es que se cruzaron. Sin mapas, sin rumbo, sin brújula. Y todos los motivos dejaron de importar de golpe.

Eres mi rincón favorito de Madrid

.. pero siempre hay un vuelo de regreso a Madrid.  Un destino que me lleva a cruzar por la espina dorsal de la Gran Vía. Dónde la calle Alcalá besa a la Gran Vía. Sabes que eres mi rincón favorito de Madrid. Dos siluetas que desafían al cielo. Ese cielo al que se llega en suburbano. Metro de Madrid, vuela bajo la ciudad. Deja que el tiempo se congele en el reloj de la Puerta del Sol. Un beso a tiempo o una despedida. A veces decir adiós es importante. Regresar, necesario. Y tiene algo mi ciudad que siempre me trae de vuelta. No sé, tal vez sea que soy un poco como ella. Gata valiente con piel de tigre, como diría Sabina. Déjame ser libre por los tejados de Madrid. La ciudad, bajo mis pies felinos, me llama. Pero yo me quedo en las alturas. En este cielo que es una boca de metro, una estación, un andén. Y observo, feliz, mi ciudad.

El hombre de la armónica



Sonríe para nosotros. ¿No me reconocéis?, pregunta. Asegura haber salido una veintena de veces en televisión. Niego con la cabeza. Abre mucho los ojos y saca una armónica del bolsillo de su abrigo. Toca para nosotros el himno de un conocido equipo de fútbol. ¿Nada? Vuelvo a negar. El metro se detiene y entonces el sonríe. Puedo abrir la puerta con la mente, afirma. Y la puerta se abre. Y él sonríe aún más. ¿Ves? Y asiento. Y nos bajamos en la siguiente parada. Y aquí, bajo la ciudad, la magia de su sonrisa se pierde en la oscuridad del túnel del suburbano.



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Raro

Recuerdo la última vez que me dijiste que me querías. De tantos, de tan pocos, recuerdo únicamente ese con nitidez. Tú y yo en uno de esos lugares neutrales que nos contuvieron cuando los comunes se quedaron fríos. Cuando el invierno se hizo fuerte en el salón y a mí no me quedó más remedio que huir en busca de una hoguera en la que calentarme. Tú y yo, a esa distancia prudencial que tu marcabas y yo aceptaba resignada. Que fingía comprender por miedo a, no sé, a todo lo que sucedió después, supongo. Tú y yo haciendo promesas en las que habíamos dejado de creer hacía tiempo y tratando de salvar algo que hacía demasiado ya  que no existía. Tú y yo, sí, porque en aquel momento ya no éramos nosotros. Y qué raro era saberlo y morderme los labios para no decirlo en voz alta. Para no comentar que yo sabía que tú apretabas las mandíbulas por lo mismo.

Rescato esto ahora y no sé bien por qué. Quizás porque es uno de los pocos recuerdos que conservo tal como fue. Porque de aquel huracán que se llevó todo apenas me quedó el cabello despeinado. Y, tal vez, por eso las tijeras. Por quedarme sin nada. Porque me sobraba todo cuando entendí, después de tanto, que nunca se trató de lo que perdí sino de lo que nunca tuve. Puede que sólo trate de entender por qué aquel final fue más cierto que ese otro principio. Lo he pensado a veces, demasiadas, y me sigue pareciendo la historia de otros. De otros que sí utilizarían un pronombre único para resumirse. Pero tú y yo nunca fuímos así, no entiendo entonces por qué todo aquello. No sé, ya poco importa.

Dijiste, recuerdo, que aunque no acabara bien me querrías toda la vida. Y yo asentí. Y te dije que también. Y mentí. Pero entonces no lo sabía. Entonces no sabía que aquel con el que hablaba no era el mismo al que yo sí había querido. Si es que le quise alguna vez. Ya no lo tengo tan claro. Todo ha cambiado demasiado rápido y he perdido demasiados sentimientos en el camino. Puede que dejar el corazón bajo el colchón nunca fuera la mejor opción, pero funciona a ratos y me resulta útil. Fácil. Esa es, quizás, la palabra que mejor lo explica todo.

Me sigue pareciendo raro. El tiempo entre el tú y yo, el tiempo del nosotros. Como si acabara de descubrir el error de la imagen y ya no pudiera dejar de verlo. Y revisiono todo en mi cabeza aunque sé que ya no es lo mismo, que el tiempo ha puesto filtros que ni yo comprendo. Que no hay una verdad que no sea mía, ni tampoco una mentira. Raro, no sé, posiblemente no sea más que eso. Y ni siquiera tenga tanta importancia. A fin de cuentas, eso fue otra vida. Otro espacio. Otro tiempo. Otra yo, de huellas desdibujadas, pies anclados, silencios constantes... Tal vez sólo sea que, aunque alguna vez lo creí, no fuimos sempiternos. Pero ya da igual, ¿verdad? Ni siquiera merece la pena gastar otra línea en esto.