"Estación Orichalcum" de Gabri Ródenas


Se podría decir que la experiencia “Gabri Ródenas” va más allá de la lectura. Si en su día nos sorprendió con la iniciativa “Un libro, un café” con la que presentaba su primer libro “El búnker de Noé", desde luego el lanzamiento de su segunda obra no iba a ser menos.

Gabri nos sorprendió a todos con una misión propia de las mejores películas de espías: reventar el sistema de Amazon. Demostrar mediante una compra masiva y programada que los algoritmos del gigante digital no son tan justos como deberían. Para ello, eligió una fecha de lo más simbólica: 21 de diciembre, el fin del mundo.

Reconozco que,  de no haber sido por esta misión, hubiera adquirido “Estación Orichalcum” dos días antes, cuando Amazon la puso a la venta. Tenía muchas ganas de leer esta nueva aventura de León Poiccard, un personaje del que quedé prendada en “El búnker de Noé” y del que necesitaba conocer más.

León Poiccard es, posiblemente, el gran aporte de Gabri Ródenas a la literatura. Un personaje con personalidad propia al que no cuesta imaginarse en carne y hueso. Uno de esos personajes tridimensionales que muy pocos escritores saben crear. Me viene a la mente Holden Caulfield como gran e inolvidable ejemplo.

Poiccard era un personaje al que empezábamos a conocer en “El búnker de Noé” pero del que me quedé con la impresión de no haber entendido por completo. Bajo su pose chulesca y prepotente, me daba la sensación de que se ocultaba otra faceta muy diferente. Esta fue una de las cosas que hizo que, tras acabar de leer  “El búnker de Noé”, tuviera la corazonada de que me faltaban páginas por leer.  
Y no me equivocaba, por suerte. En este segundo libro, si bien la historia narrada en “El búnker" no prosigue, sí lo hace su protagonista. El desarrollo de León como personaje es espectacular.  Justo lo que el anterior título de este autor exigía a gritos.

Evoluciona también el personaje de Maribel, el contrapunto femenino de Poiccard. Me sorprendió mucho descubrir  que algunos lectores del libro no simpatizaban con ella. Yo en cambio, considero que Maribel es un personaje imprescindible para la historia, el complemento perfecto para las deficiencias de León. Y los diálogos entre ambos personajes son magníficos, añado.

Me ha gustado especialmente la manera de cerrar la historia de “El búnker de Noé”. Creo que era precisamente lo que  pedía: algo sencillo y verosímil. Como he dicho anteriormente, en el búnker de Noé más que faltar algo, sobraba personaje. León Poiccard es demasiado grande para desarrollarlo en una sola novela y este segundo libro era totalmente necesario.

En “Estación Orichalcum” los pasos de Poiccard nos llevarán esta vez al mismísimo triángulo de las Bermudas. De esta parte de la historia el propio Ródenas nos advierte que los datos manejados son totalmente ciertos, lo cual da mucho que pensar.

Una historia en la que no hay héroes, aunque sí villanos. Sin escenas de película, de esas que no se cree nadie. En parte, esa es la magia de la historia: es tan real, que cualquiera podría protagonizarla. Por lo que a mí respecta, la historia que Gabri Ródenas nos trae podría estar sucediendo ahora mismo punto por punto. Algo diferente y refrescante, donde lo que prima es lo que se cuenta. Inquietantes datos los que nos expone este autor, ayudados quizás por su sensatez y veracidad. He encontrado grandes reflexiones en este libro, algunas tan lógicas y certeras que no he podido evitar tener que cesar durante un instante la lectura para detenerme a estudiarlas.

Las referencias culturales, sello indiscutible de Ródenas, aparecen a lo largo de toda la trama. Yo he disfrutado especialmente con las literarias, ya que se nombra a varios de mis autores de cabecera. Recuerdo que mientras aún se encontraba en proceso de creacción, Gabri prometía toques de Orwell y Huxley en su "Estación Orichalcum" y debo reconocer que, tras haberlo leído, me ha sorprendido gratamente encontrar estos guiños tan certeramente situados en la historia.

He de señalar que se nota, y mucho, el crecimiento de Ródenas como escritor. Su peculiar estilo sigue siendo evidente (y se agradece que así sea), pero se percibe que ya no estamos ante un escritor “principiante”. Esto me hace pensar que, de seguir este ritmo, en unos años estaremos ante uno de los grandes escritores de nuestro país. Un escritor, por cierto, con un estilo propio y muy personal, lo cual se agradece enormemente en el panorama literario actual.
Altamente recomendable esta nueva aventura de León Poiccard que nos llevará a través del teclado de Gabri Ródenas directamente al Triángulo de las Bermudas.

Podéis descargar "Estación Orichalcum" aquí y "El búnker de Noé" aquí.

Nota: No puedo despedir esta opinión sin resaltar la formidable labor de edición realizada, en la que destaca una maravillosa portada realizada a mano por "Drisman" que ha sabido captar completamente el espíritu del libro. Un gran trabajo.

Profesiones



He ejercido muchas profesiones a lo largo de mi vida. Fui abogado aquel día en el colegio, cuando Gabriel acusó a Ana de copiar en el examen y yo la defendí ante la profesora por falta de pruebas. También fui enfermero el día que se tropezó en el patio y tapé su herida con una tirita del botiquín. Fui florista cuando fui a recogerla para ir al baile y ella se rió a carcajadas, con esa risa contagiosa suya, al verme con aquel inmenso ramo de flores. También fui un poco payaso, de pura torpeza, aquel día. Fui mecánico aquella tarde de Abril, cuando me llamó histérica porque había pinchado una rueda. Fui cocinero la noche que ella vino por primera vez a cenar a casa. También fui bombero cuando, al verla llegar, me olvidé de que tenía la comida en el fuego y prendieron las cortinas. Poeta cuando escribí aquellos breves versos en los que intentaba pedirle que se casara conmigo. Y un poco actor de cine tras ver como todo el restaurante aplaudía al ver que me arrodillaba. Fui arquitecto cada tarde durante los seis meses que estuvimos esperando a que las obras de nuestro nuevo hogar finalizasen. Fui organizador de bodas porque Ana era un desastre y nunca sabía a quién debía poner en cada mesa. Fui guía turístico en nuestra improvisada luna de miel. Fui economista cada fin de mes, cuando trataba de cuadrar con la calculadora nuestros números rojos. Fui periodista cuando Ana se quedó embarazada y durante semanas no hice otra cosa que difundir la buena nueva. Fui médico cuando sostuve en brazos por primera vez a nuestro hijo.  

Y ahora, junto a ella, soy Papá Noel cada Navidad, cuando colocamos bajo el árbol los regalos para nuestro hijo y nos comemos entre risas el turrón que nos dejó preparado antes de irse a dormir. 



Nunca había deseado tanto estar de vuelta



Nunca había deseado tanto estar de vuelta. En cuánto regresé al almacén, me puse el chaleco reflectante y recogí los albaranes que el encargado había dejado para mí en el tablón. Ya subido en el camión, con la mercancía cargada y el cinturón abrochado, pude recapacitar sobre lo sucedido.

Todo había empezado dos semanas antes, cuando el gerente de la empresa anunció el inminente despido de 101 trabajadores. Sin nombres, sin razones. El 30% de la plantilla estaría en la calle en menos de un mes y los elegidos irían conociendo su destino aleatoriamente durante aquellas cuatro semanas. 

El primero fue un tipo del almacén al que, por suerte, no conocía. Tras el puente de la Constitución, al ir a fichar un mensaje había aparecido en la pantalla: “Por favor, pase por Recursos Humanos”. Lo siguiente que se supo es que ese día no regresó a su puesto. Le vieron guardando sus veinte años de servicios prestados a la empresa en una caja de zapatos, según unos. En una bolsa de plástico según otros.

Al día siguiente todos acudimos a fichar con miedo. Hubo quien, incluso, llegó tarde por miedo a introducir su tarjeta en el lector. Sin embargo, aquel día los mensajes se recibieron a última hora. Fueron tres los caídos aquel martes. 

Las bajas se fueron sucediendo indistintamente a lo largo de la semana. A veces el mensaje aparecía al fichar a primera hora. A veces lo hacía a la salida. Otras veces en la pausa del bocadillo. Las taquillas que iban quedando abiertas en los vestuarios nos permitían llevar la cuenta de los que faltaban. El viernes por la mañana conté once y un escalofrío recorrió mi espalda al pensar que lo peor aún estaba por llegar.
Aquella particular lotería pronto me rozó de cerca. Fue una mañana de miércoles, cuando el temido mensaje parpadeó en pantalla después de que Julián pasara su tarjeta. Julián, amigo y compañero. Padre de dos niños de quince y trece años. Mujer en paro, hipoteca y el préstamo del coche aún a cuestas. Dieciocho años de trabajo liquidados con veinte días por cada uno de ellos y una carta de agradecimiento firmada por el director general en persona. 

Abracé a Julián y le dije lo que se le suele decir a una persona que acaba de quedarse sin trabajo, aunque tras cada frase de apoyo que pronunciaba tenía la sensación de creerme aún menos mis palabras. Luego volví al trabajo que, para aquel entonces, comenzaba  a multiplicarse lentamente.
Pasó el mes entre aquellos pequeños microinfartos que sentía cada vez que tenía que fichar. El último día del plazo que nos había dado en la empresa, creía que me había librado. Lo creía de verdad.  Tanto que, la noche anterior, había comenzado a soñar con la posibilidad de irme de vacaciones a algún lugar exótico aquel año. 

Estaba tan absorto en mis pensamientos que, aunque vi el mensaje parpadeando en la pantalla, no fui consciente de su significado hasta transcurridos unos segundos. Aquel “pase por Recursos Humanos” se me antojaba un cúmulo de letras sin orden ni sentido alguno. Algo intangible, incoherente, imposible.
Recursos Humanos estaba al final del pasillo, frente al despacho de dirección. Golpeé la puerta con los nudillos dos veces y una voz desde dentro me pidió que entrara. Tras un bonito escritorio color caoba, me esperaba un hombre trajeado de sonrisa impecable. Por un momento, me sentí algo ridículo con mi mono de trabajo y mis viejas botas de trabajo. Tan fuera de lugar que, cuando el trajeado me pidió que me sentará, lo hice en el borde de la silla por miedo a ensuciarla. 

-Imagino que ya sabe por qué está aquí –comenzó a decir.

Y, mientras recorría con la mirada su bonito escritorio, pensé que sí que lo sabía. Claro que lo sabía. Cada hecho, cada certeza aparecía nítida ante mí como los objetos de aquella mesa. Una grapadora plateada con el nombre de la empresa grabado en el lateral. Veinticinco años de trabajo. Una bandeja de plástico negro con una pila de currículos desordenados. La voz de mi mujer diciéndome que no aguantaba más. Una caja de clips vacía. El llanto de mi hija cuando la dije que este año tampoco podría comprarle aquella bicicleta por su cumpleaños.  Un bolígrafo de gel negro. La pensión que cada mes desde mi divorcio dejaba en números rojos mi cuenta bancaria. Una alfombrilla de ratón con el emblema de la empresa escrito en ella. La última lata de fabada que quedaba en mi despensa. Unas tijeras abiertas. La orden de desahucio que había llegado aquella misma mañana a casa. Las tijeras, abiertas. Abiertas. 

Ni siquiera fui consciente de lo que estaba haciendo hasta que las dejé caer al suelo. Todo estaba lleno de sangre. El traje, aquel bonito y caro traje gris estaba cubierto de sangre roja, oscura, húmeda. Me limpié las manos en el mono de trabajo y salí del despacho.

Luego regresé al almacén. Me puse el chaleco reflectante, cogí los albaranes que el encargado había dejado sobre la mesa y me subí al camión, dispuesto a seguir trabajando como lo había hecho cada día durante los últimos veinticinco años.

Hermanos

-Antes de que vuelva papá se habrán caído todas las hojas de ese árbol –le dice a la pequeña, señalando uno de los cipreses. –Mamá va a estar fuera una temporada, pero dentro de poco podremos ir a verla. Ya lo verás, cuando todo haya pasado, volveremos a estar los tres juntos y ni él ni nadie podrán impedirlo.

-Pero, ¿estás seguro de que no va a poder levantar esa piedra?- pregunta asustada la niña, con la mirada clavada en la lápida.

-Te lo prometo.