Only thing we have to fear is fear itself


Lo dijo Roosevelt en 1932: “De lo único que tenemos que tener miedo es del propio miedo”.  Por aquel entonces, su país también vivía una Gran Depresión. Roosevelt, que accedía a la presidencia de los Estados Unidos por primera vez aquel año, decidió seguir una línea económica conocida como New Deal que establecía, entre otras medidas, el estímulo del gasto público invirtiendo en infraestructuras.

 

 
Su ventaja es nuestro miedo. Su arma también. Amenazan nuestra libertad de pensamiento, de acción. Nos persiguen por el simple hecho de pensar diferente. Nos vigilan. Apuntan nuestros nombres. Saben quienes somos y quieren que los demás también lo sepan. Convertirnos en el nuevo enemigo. Ese foco necesario al que dirigir todas las miradas.

Vivimos en una mal llamada democracia, una era que presume de libertades y derechos inexistentes. Prisioneros de una propaganda política que no se corresponde con la realidad. “Es por tu seguridad” te dicen mientras, a golpe de porra, te obligan a arrodillarte ante ellos. “Nosotros te protegemos” aseguran mientras te bombardean con balas de goma.

Y muchos creemos en ellos. No porque sea cierto, si no porque queremos creer. Porque el mayor miedo es el miedo en sí mismo y no lo queremos ver. Preferimos vivir con los ojos cerrados porque, de abrirlos, veríamos que ante nosotros solo hay abismo. Y nos moriríamos de miedo.

Pero lo cierto es que el abismo está ahí, lo veamos o no. La democracia ya no sirve a la ciudadanía. El sistema está corrupto, podrido. Han prostituido nuestra democracia. Ya no importa el ciudadano, importa el poder. El dinero. La justicia es una broma de mal gusto que ya no sirve para nada. Se puede comprar un veredicto o un indulto. Se puede comprar una condena también. Solo hay que dar la cifra más alta.

Los políticos hace tiempo que olvidaron que significa ser ciudadano. Ellos dejaron de pertenecer a España en el momento que comprendieron que podían exprimir este país y beberse ellos solos todo el zumo. A ellos no les importa absolutamente nada más que ellos mismos. Ni uno solo de los 5,6 millones de parados puede hacer que se sonrojen por colocar a sus familiares a dedo. Ellos carecen de vergüenza.

Tampoco les importa esa Sanidad pública que no utilizan porque saben que, aunque la poden hasta dejarla sin ramas, seguirán teniendo su salud garantizada.

La ignorancia, como bien dijo Orwell, es la fuerza. Es su fuerza, la que utilizan contra nosotros. Necesitan que ignoremos, que no sepamos. Una persona inculta no piensa demasiado, no juzga, no opina. No pone pegas. Nuestra ignorancia les garantiza ese poder ilimitado que tanto ansían. Por eso le ponen precio a la educación, porque es la única manera de garantizarse el acceso exclusivo. La ignorancia es la fuerza.

Nos exprimen porque pueden. Porque saben que tenemos miedo. Porque saben que no podemos hacer nada. Nuestro poder numérico palidece ante su poder económico. Son más y pueden hacer y deshacer las leyes a su antojo. Pueden convertir en terrorista a una anciana encadenada a un banco. Pueden convertir en un honrado ciudadano al empresario que defraudó a Hacienda durante años. Ellos lo pueden hacer absolutamente todo sin darnos la oportunidad de reaccionar siquiera.

Ante su poder, solo tenemos dos opciones. Podemos dejarnos vencer por el miedo. Dejarnos llevar por esta democracia a medida de embusteros y corruptos. Podemos callarnos. Pagar cada subida de cada impuesto sin protestar. Envolver cada derecho que nos arrebatan en papel de regalo. Dejar de salir, de comprar, de soñar. Acostumbrarnos a remendar los calcetines e ir sumiéndonos poco a poco en el gris. Repetir y memorizar sus consignas, sus frases echas. Sus “la culpa es de la herencia recibida” y sus “es una medida dura pero necesaria” arrojados a la muchedumbre desde sus vehículos oficiales pagados con dinero público. Podemos optar por la vía fácil. Acostumbrarnos. Ser todo lo felices que podamos hasta que vengan a por nosotros. Y procurar no pensar demasiado en todos aquellos a quienes ya vinieron a buscar.

O podemos plantarle cara al miedo. Mostrarnos insumisos. Decir un NO claro y rotundo. Salir a las calles. Aguantar cada porrazo, cada pelota de goma, cada detención ilegal. Podemos luchar. Elegir nuestro futuro. El futuro de nuestros hijos. Nuestra democracia, la de verdad, no esa puta malvendida que nos imponen. Podemos gritarles en las urnas que se acabó el bipartidismo. Que queremos un cambio de verdad. Que ya no somos rojos ni azules, que solamente somos españoles. Todos juntos, el 99%. Obreros, parados, jubilados, funcionarios, jóvenes, profesores, niños… Todos y cada uno de nosotros, luchando juntos por nuestros derechos. Por nuestra vida. Por nuestro país. Antes de que nos dejen sin jugo. Acabemos con ellos antes de que ellos acaben con nosotros.

Como lágrimas en la lluvia...


Al final comprendí que romper mis relojes no iba a servir para parar el tiempo. Entre todas aquellas manecillas y esferas de cristal rajadas se seguían escurriendo mis segundos como si nada importara. Como si toda mi rabia fuera tan solo esa insignificante lágrima que, bajo la lluvia, se perdía.

Resulta que todo lo que he vivido palidece ante lo que me queda por vivir. O eso dicen. Yo no les suelo creer. No confío en los futuros. Son demasiado inciertos, demasiado cambiantes. Todos los futuros ocultan tras sus promesas un presente.

Lo cierto es que yo nunca quise detener el tiempo realmente. Lo único que quería era esconderme bajo la mesa hasta que pasara la tormenta. No tener que asumir los cambios, no tener que pensar en ellos. Refugiarme en el pasado para no tener que ver como mi futuro se convertía en un presente inmediato.

Se van arrastrando, empapados, mis recuerdos hacia alguna alcantarilla. Estoy aquí de pie, bajo la lluvia y no tengo a nadie que me preste un paraguas. El mundo entero decidió caer sobre mí al mismo tiempo.

Pero tu ya te habías ido. Aunque jamás entenderé como te fuiste del lugar donde nunca habías estado.
Intenté explicártelo. Lo que pasa con la vida es que no es como nosotros creemos que es. A la vida le falta un narrador omnisciente. Si te cuentas la historia de tu vida a ti mismo en primera persona, siempre te pierdes matices. Y no te enteras de que esa persona que creías que estaba a tu lado, en realidad siempre estuvo en otro capítulo.

Y como lágrimas en la lluvia se va. Lo que fue y lo que podía haber sido. Dejándome un puñado de relojes rotos que no consiguieron detener el tiempo. Y un adiós que se escapa sin apenas emitir sonido de mis labios. Como si fuera consciente de que, en realidad, se trata de una despedida que no procede. Porque, en tu historia, nada ha cambiado. Solo yo he leído este final porque, en realidad, solo yo leí aquel principio.





Saudade


Tengo nostalgia de mí misma.  Añoranza. Soledad. Tengo, como dirían en portugués, saudade.

La vida dejó de caminar a mi lado para hacerlo ante mí. Como si quisiera correr más que yo, como si tuviera prisa. O, quizás, fuera yo quién caminaba despacio.

Porque lo cierto es que yo nunca tuve prisa por llegar a ninguna parte. Nunca tuve una meta o un destino. Siempre pensé que el camino no es el medio, es el fin. Y me entretuve observando cada centímetro de tierra que pisaban mis pies mientras el resto recorría su senda a ritmo constante, a grandes zancadas, corriendo…

Pero creo que me demoré demasiado. Me quedé tan atrás que la meta terminó por marcharse, aburrida, sin decirme siquiera qué era. Y yo, desorientada y sola, dando vueltas en círculo por mi camino de tierra. Recibiendo postales de esos finales que otros sí habían alcanzado. Sin saber qué era lo que yo buscaba, lo que yo quería.

Y es que, en realidad, lo único que yo quiero es volver a la línea de salida. Al principio de todo. A ese punto lejano en el que todo era posible. Y la meta estaba tan lejos que no necesitaba siquiera pensar en ella. Los días eran más largos entonces, la vida más fácil. Solo tenía que dejarme llevar, sin esperar nada. Sin preocuparme de nada, sin pensar. Tenía, entonces, los bolsillos llenos de oportunidades. Podía haber sido cualquier cosa, haber hecho cualquier cosa. Podía haber cumplido cada uno de mis sueños, hasta los que nunca tuve.

Pero me pasó la vida. La vida y sus tijeras recortaron mis bolsillos. Y las oportunidades se fueron cayendo por aquel agujero sin que yo tuviera tiempo de recogerlas. Sin que me diese cuenta de que, por cada oportunidad perdida, mi futuro se encogía un milímetro. Y me quedé atrapada en esto. En esta vida, en este destino. Parada en este punto del camino, dando vueltas. Viendo a todos avanzar y sin querer dar ni un solo paso más. Muerta de miedo. Observando como se alejan, como cada vez son menos frecuentes las postales. Como los árboles que rodean mi camino empiezan a perder sus hojas. Y la tierra se llena de piedras, de baches. Y se vuelve cuesta arriba todo.

Quiero volver al principio. Volver a empezar. Yo siempre fui más de Peter Pan que de Wendy. ¿Quién quiere finales felices? Yo solo quiero un principio eterno. Volver a Nunca Jamás. Ser yo, solo yo. Y que todo a mí alrededor siga como siempre, que nada cambie. No sentir este miedo, esta saudade.