Y dar la vuelta al mundo tumbados sobre el asfalto

Te quitabas los zapatos verdes y dabas la vuelta al mundo con tus pies. Yo te observaba desde arriba, tratando de adivinar que destino elegirías esta vez. Me gustaba cuando decías algún lugar imposible, como Constantinopla o la Antártida. Me volvías loco cuando te empeñabas en viajar a alguna ciudad llena de gente y me preguntabas durante horas hasta decidir en cuál de ellas podrías encontrarte con más mujeres con el pelo azul.

A veces nos pasábamos las horas muertas tumbados, con el mundo entre nosotros, cada uno en un extremo opuesto del planeta. Tú decías que en tu lado hacía frío y nevaba, yo me quitaba la camiseta y te contaba que el calor era asfixiante al otro lado del globo terráqueo. Después cogías el jet privado de tus piernas y te acercabas planeando a mí mientras tu ropa caía, prenda a prenda, sobre el asfalto mojado.

Mi viaje favorito era dar la vuelta al mundo a besos. Siempre empezábamos en el polo norte, con aquellos besos de esquimal que me dabas con tu nariz fría. En Rusia, decías, los besos eran al estilo mariposa. Luego estaban los tres besos franceses y los dos españoles. En África me dabas un lametón en la mejilla y en Australia un mordisquito en la oreja… pero lo mejor de todo era llegar al Polo Sur. Allí, como nadie podía vernos, los besos se volvían cálidos y apasionados. Nos envolvían y enredaban en caricias y jadeos, hasta terminar con nuestros cuerpos fundidos sobre el suelo. Te divertía decir que nosotros éramos culpables de la descongelación de los polos.

Aún no comprendo cuál de todos nuestros viajes te llevó hasta la puerta. Solo sé que un día llegué y encontré tu maleta roja junto al globo terráqueo. Ni siquiera pudiste mirarme a los ojos para decirme que te marchabas. Tus zapatos verdes salieron por aquella puerta sin que tú pronunciaras la palabra adiós.

Serial Killer

Verlos sufrir era mi único aliciente. A veces me sentaba durante horas en la ventana, con una taza de café frío en las manos y la cabeza apoyada en el cristal. Me quedaba allí a oscuras, con el visillo echado y la mirada perdida en el infinito de sus hogares, esperando que regresase el llanto o que alguno perdiese los nervios y rompiese un jarrón o un cuadro. Aquel era mi mayor desahogo. Su desgracia me hacía sentir menos desdichado, más humano. Cada lágrima ajena era la prueba de que yo no estaba solo. Saber que a escasos metros de mi ventana había alguien sufriendo me reconfortaba.

Supe que aquellos pensamientos no eran normales a muy corta edad. Una noche, mientras mis padres y yo cenábamos en la cocina, los vecinos comenzaron a discutir acaloradamente en la ventana de enfrente. Recuerdo que estaba muy concentrado en retirar las espinas del pescado que cenábamos cuando empezó la pelea. Yo, un mocoso de apenas seis años, me quedé absorto en la discusión y dejé el tenedor sobre el plato. Mi padre, al verme, se levantó para cerrar la ventana. La mujer de nuestro vecino acababa de arrojar una taza al suelo con rabia y mis labios produjeron una involuntaria sonrisa. Mi madre, al percatarse, me dijo que aquello no estaba bien. Yo traté de explicar lo feliz que me hacía ver a los vecinos discutir, pero mis padres me mandaron callar y, tras bajar las persianas, no volvieron a dirigirme la palabra el resto de velada. Así fue como descubrí que yo no era normal y que, si no quería buscarme problemas, lo mejor sería que nadie se enterase.

El verdadero problema era que la infelicidad nunca era insuficiente. A veces pasaban semanas enteras sin que ningún vecino del barrio discutiese o llorase. Yo buscaba desesperadamente aquellas desgracias, recorría las calles en mi bicicleta verde buscando en cada ventana abierta un grito o un buen llanto. Me desesperaba no hallar nada útil y tener que regresar a casa con aquella sensación de vacío en el estómago. Para consolarme, solía poner alguna película en el viejo televisor del cuarto de estar, pero no era lo mismo. Aquella pena fingida no llegaba ni a rozar la mía.

La solución llegó por accidente. Era verano y yo vagaba por las calles del vecindario en busca de algo que calmara la rabia que sentía. Las escenas tras los ventanales eran idílicas. Los vecinos sonreían y se besaban, repartían abrazos y buenas palabras, felices por la llegada del sol y el buen tiempo a sus vidas. En ese aspecto, yo prefería el verano, la gente era más propensa a deprimirse cuando las lluvias y las nubes cubrían el cielo.

No lo vi cruzar porque estaba distraído buscando en las ventanas y el animal tampoco debió verme, pues no me esquivó. Lanzó un maullido ahogado y se quedo inmóvil en el suelo mientras mi bicicleta le pasaba por encima. Yo dejé caer la bicicleta al suelo y me acerqué para ver si aún respiraba, pero ya estaba muerto. Presa del pánico, subí de nuevo a la bicicleta y me alejé de allí pedaleando todo lo rápido que pude.

A la mañana siguiente conocí, por primera vez, la felicidad. Los vecinos cuyo gato había atropellado la noche anterior lloraban desconsolados la pérdida de su mascota. Las lágrimas caían a borbotones de sus ojos, dejando su mirada hinchada y vacía. La menor de sus hijas apretaba contra el pecho el cuenco del agua del felino con tal fuerza que, por un momento, creí que se lo clavaría. Una de las hijas mayores trataba de mantener la compostura tras sus gafas de cristal oscuro, pero sus labios apretados permitían adivinar su dolor.

Lo enterraron en el jardín delantero, junto al rosal. Durante una semana acampé en el jardín de enfrente, tras un árbol grande que me servía de escondite. Me quedaba allí, viendo a la familia salir y desviar sus tristes miradas hacia el rosal.

No puedo explicar la satisfacción que sentí ante tal logro. Ver sufrir a toda esa gente por algo que yo mismo había hecho fue completamente inesperado. Jamás se me hubiera ocurrido una idea así de no haber probado aquella sensación tan gratificante… pero lo hice y, después de aquello, nunca tuve suficiente.

El luto por el minino terminó un par de semanas más tarde y la angustia regresó a mí con más fuerza que antes del incidente. Yo trataba desesperadamente de calmar mi ansia de infelicidad recordando aquel cuenco de agua hundirse contra el pecho de la niña, pero no era bastante. Necesitaba algo más, algo que me devolviese esa sensación que tan rápido se había alejado de mí.

Mi siguiente víctima fue el canario de la señora Flinch. Lo planeé cuidadosamente. Sabía que la vieja señora Flinch se echaba siempre la siesta en la habitación de invitados del segundo piso y también sabía que la jaula de su canario se encontraba junto a la ventana del salón. Me acerqué hasta allí con mi tirachinas y apunté a la cabeza del pájaro. Solo necesité un tiro para acabar con él. A la señora Flinch le llevó una semana dejar de llorar al pasar junto a su jaula. Después la guardó en el desván y yo tuve que buscarme una nueva víctima.

Pasé mi infancia así. A veces asesinaba mascotas y otras veces destrozaba bienes materiales. Es curioso lo que puede llegar a afectar a una familia que su coche se queme o que alguien destroce su jardín, algo así puede provocar auténticos ataques de histeria. En el barrio nadie sospechaba de mí porque disimular era uno de mis puntos fuertes. Era realmente bueno dando las condolencias a las familias cuyas mascotas había asesinado.

Me hice mayor y mis necesidades aumentaron conmigo. Era difícil conformarme con un pajarito o una rueda pinchada, pero me esforzaba por controlar mis impulsos. Lamentablemente, no pude hacerlo.

La primera vez que asesiné a una persona el dolor me comía por dentro. Estaba en el hospital y mi madre acababa de morir. Sus manos, aún calientes, descansaban entre las mías cuando el pitido de aquella máquina me hizo comprender que la había perdido. La mirada vacía de mi padre me recordaba que estaba más solo que nunca sin ella.

Salí de allí enfermo de rabia. El dolor penetraba en cada poro de mi cuerpo y me retorcía por dentro. El pecho me ardía y la cabeza me iba a estallar. Las lágrimas no me dejaban ver y el aire comenzaba a faltar en mis pulmones. Busqué desesperadamente una tristeza a la que aferrarme, pero nada bastaba. La planta del hospital estaba llena de moribundos y familiares que los miraban con tristeza, pero nada era comparable al dolor que yo sentía.

Vi la oportunidad junto a la máquina de refrescos. Una mujer había dejado a su marido solo en la habitación para ir a buscar una botella de agua y supe que aquello era lo que necesitaba. Entré en la habitación sin hacer ruido y, a oscuras, ahogué a aquel hombre con una almohada. Después salí de allí mientras el pitido del monitor devolvía el aire a mis pulmones. La mujer llegó corriendo segundos más tarde, gritando desesperadamente. Aquello calmó el dolor, pero no lo apagó del todo. Después de aquel día, supe que nunca habría sufrimiento ajeno que bastara para acabar con el mío.

Mi padre me dejó de hablar después de la muerte de mi madre y, en consecuencia, yo decidí abandonar el hogar familiar. Me instalé en la sexta planta de un edificio del centro de la ciudad. Elegí aquel apartamento porque, desde la ventana, podía observar todas habitaciones del edificio de enfrente. Allí había muchas desgracias para consolarme.


La gente parece más infeliz aquí, en la ciudad. Es raro el día que, al mirar por la ventana, no tropiezo con alguna pelea o llanto. Me gusta pasear por las calles, plagadas de historias tristes por descubrir. Cuando siento que no puedo más, me acerco paseando hasta el cementerio en busca de algún entierro o viuda solitaria. Solo cuando no puedo más, cuando mi pulso se acelera y mis pulmones se paralizan salgo a matar. El miedo en los ojos de alguien que va a morir es lo más parecido a la felicidad que he encontrado hasta la fecha aunque, a veces, no puedo evitar pensar que quizás yo nunca haya sabido qué es la felicidad.

Hambre

La carne rebozada fría no vale nada para ellos. La tiran a la basura con desprecio y regresan al interior del edificio sin tan siquiera pestañear cuando nosotros, desesperados y hambrientos, nos arrojamos sobre el contenedor como animales. A veces se asoman por la ventana cuando todo ha terminado para ver el resultado de la pelea. Los cadáveres, casi siempre desnudos, son retirados de inmediato. El canibalismo está prohibido, pero el hambre puede más que el miedo. Los heridos y moribundos se quedan allí tendidos, suplicando clemencia. Los demás regresamos a las alcantarillas de inmediato. Hace ya tiempo que aquí nadie cree en los milagros.





Ganadora semanal "Relatos en cadena"

El último asiento a la izquierda

Esta historia comienza en un autobús urbano de color rojo. Como todos los autobuses urbanos de color rojo, tiene un conductor con camisa azul que mira al frente y, de vez en cuado, se gira para dar cambio. También tiene un grupo de escolares que golpean a los demás pasajeros con sus enormes mochilas y tiene, por supuesto, a una mujer mayor que les regaña en voz muy alta. Además de estos pasajeros, el autobús tiene todos los pasajeros habituales de cualquier autobús urbano a las cinco de la tarde.

Sin embargo, en el último asiento de este autobús, se encuentra la diferencia que le distingue de resto de autobuses urbanos de la ciudad. En la última fila de asientos del autobús, justo en el asiento de la ventanilla, alguien se ha olvidado esta historia. A simple vista, solo se trata de un puñado de folios arrugados pero, como este autobús no es cualquier autobús, también tiene una pasajera capaz de ver más allá del aspecto de esta historia.

Esta pasajera eres tú, claro. Una chica joven que sale de trabajar y que odia los autobuses urbanos. Por eso siempre te sientas en el último asiento del autobús, en ese que nadie más quiere porque está viejo y le falta el respaldo. En ese asiento del fondo a la derecha, donde estás a salvo de los escolares, de sus mochilas y de la señora que siempre les grita. Porque este es tu asiento, el asiento que ocupas todos los días a las cinco de la tarde. Pero eso ya lo sabías.

Lo que no sabías es que eres la protagonista de esta historia. Por eso, cuando has cogido ese puñado de hojas arrugadas y has empezado a alisarlas y ordenarlas te has quedado atrapada en sus letras. Porque lo último que esperabas era encontrar una historia en tu asiento. Porque lo último que esperabas era encontrar una historia que habla sobre ti.

Ahora tienes muchas preguntas que hacer pero nadie a quién formulárselas. Es lógico, teniendo en cuenta que esto no es más que un autobús urbano con una historia escondida en el último asiento. Aquí no hay nadie que sepa nada sobre ti salvo esta historia. Por eso sigues leyendo pese a estar asustada. Porque sabes que las respuestas están aquí. Y estás en lo cierto.

Te bajas del autobús en la siguiente parada, aunque no es la tuya. No, tu siempre te bajas en la última parada del recorrido, pero hoy has decidido bajarte en esta parada. Es la parada de la Calle Mayor, la misma parada en la que descienden dos de los escolares y un señor con bastón. Nada más bajar del autobús, el señor de bastón y tú giráis a la derecha y los escolares hacia la izquierda. No os decís adiós porque, pese a compartir cada tarde autobús, no os conocéis de nada. Y tú no hablas con extraños.

Ese es uno de los motivos de esta historia, pero hay más. Esta historia nace porque tú nunca hablas con extraños, pero también porque coges el mismo autobús cada día a la misma hora. Y, cómo no, porque eres la única persona de todo el autobús que se fijaría en unas hojas arrugadas olvidadas en el último asiento. Esta historia es, en realidad, para ti.

Ahora vas a girar a la derecha, en la esquina de la tienda de flores. La tendera es esa mujer sonriente que te mira con curiosidad antes de entregarte unas flores. Tú quieres preguntarle muchas cosas pero, por desgracia, ella no sabe nada. Ella solo sabe que alguien le ha pedido que entregue un ramo a las cinco y cuarto de la tarde a una chica que camine leyendo un puñado de papeles arrugados. Y, si miras a tu alrededor, tú eres la única persona de toda la calle que cumple con esa descripción. Así que le das las gracias a la tendera y te vas pero, antes, te detienes a oler tu ramo de violetas.

Al final de la calle, justo en la acera de enfrente, ves la pastelería. El olor de las violetas se entremezcla con el de los pasteles en el umbral, justo antes de que cruces la puerta. El pastelero te reconoce de inmediato. Tiene algo para ti, para la chica que a las cinco y veinte de la tarde entra en su pastelería leyendo unos folios arrugados con una mano y sosteniendo un ramo de violetas con la otra. Es una caja de pasteles que te da en una bolsa y te pide que no abras hasta que lo leas en esta historia. Después te pregunta si sabes de qué va todo esto pero tú no sabes mucho más que él y, tras darle las gracias, sales de la tienda.

Vuelves a cruzar la calle y giras a la izquierda esta vez. Presientes que el final de esta historia está cerca porque los folios empiezan a acabarse y porque, aunque quisieras, no podrías cargar con más regalos.

Mientras caminas, lees en esta historia que hay un chico que coge el mismo autobús que tú cada tarde. Tú nunca te has fijado en él, pero se suele sentar en el último asiento del autobús, el del fondo a la izquierda. Suele pegarse a la ventanilla, con un puñado de hojas arrugadas en las que escribe historias como esta con un bolígrafo azul. Este chico, el del autobús, a veces escribe las palabras que le gustaría decirte, pero en el autobús siempre hay mucho ruido y la señora que regaña a voces a los escolares de las mochilas no permite que nadie hable más alto que ella. Por eso, el chico del asiento del fondo a la izquierda, se ha estado tragando palabra tras palabra durante todo este tiempo. Por eso y porque tú no hablas con extraños. Porque tú, la chica del último asiento de autobús de la derecha, te sientas con tus libros de historias que no son esta y miras por la ventanilla, porque siempre sonríes al pasar frente a las violetas de la floristería y porque, aunque acabes de enterarte, nunca te has fijado en el chico que escribe historias para ti en el extremo opuesto del autobús.

Justo en este instante comprendes que el chico del autobús soy yo, ese tipo desgarbado y medio asustado que te espera de pie junto a un banco en el parque. Ese chico que sujeta un puñado de papeles arrugados contra su pecho y que te mira como si su vida entera descansara en tus manos.

Te acercas a mí sin saber muy bien qué decirme, por eso no dices nada. Yo te invito a sentarte en el banco y tú sacas los pasteles. No te sorprende ver que son tus preferidos porque ahora ya recuerdas que alguna vez los has comido en el autobús, en el último asiento del fondo. Te ríes al darte cuenta y me ofreces uno. Después comenzamos a charlar sobre el autobús rojo, la señora que regaña a los escolares y las mochilas gigantes que empujan a los pasajeros, sobre el conductor de la camisa azul y sobre el hombre del bastón, sobre la tendera de la floristería y sobre el pastelero. Nos reímos, nos acabamos los pasteles, nos miramos a los ojos…y, al final, me preguntas “¿Cómo termina la historia?” y yo, por supuesto, te digo que el final lo escribimos juntos.

Invasión

La cena se enfriaba en la mesa de todos los hogares del planeta. Sus habitantes se encontraban postrados ante el televisor, dónde el presidente ofrecía el primer comunicado oficial.
-El futuro que tanto temíamos ha llegado -decía- hemos sido invadidos por seres de otro planeta. Pronto llegarán con refuerzos para apropiarse de nuestro mundo... y no hay nada que podamos hacer.
- Señor presidente- preguntaba una de las periodistas-, ¿cómo son?
- Son altos, rosados y se hacen llamar "humanos".





...Un jueves más...