Hay algo en los lugares que han conocido de cerca la muerte que no se puede explicar. Lo sentí por primera vez en Hiroshima y volví a sentirlo hace unos días en Auschwitz. Es un silencio. Un silencio que parece ocultarse bajo el sonido. Bajo el ruido de la lluvia al caer. Del viento. De las pisadas de los turistas, de sus murmullos, de las explicaciones de los guías… Un silencio que no se parece a ningún otro. Un silencio que hace estremecer. Un silencio que acusa una ausencia de sonido. Que pone en evidencia lo que falta, lo que allí se ha perdido. Un silencio que se te clava dentro, que te encoge el estómago. Que te eriza la piel.
Nada
de lo que te puedan contar después iguala esa sensación que, más que
perseguirte, parece enraizarse en ti. Nada. Ni las miles de maletas
vacías que se apilan en una de las habitaciones del campo, con las
direcciones y nombres de sus propietarios, como si aún esperasen
regresar algún día a ellos. Ni todas esas gafas redondas e idénticas,
ciegas ya sin los ojos que un día vistieron. Ni los zapatos amontonados
en una inmensa habitación que parece un monumento a tantos pies
descalzos que acabaron convertidos en humo. Ni siquiera las casi dos
toneladas de cabello humano que se apilan tras el cristal de la última
sala, cuya visión te atraviesa como un puñal y te desgarra la boca del
estómago sin piedad. El cabello enredado o recogido en minuciosas
trenzas que en algún momento los nazis recortaron a los prisioneros para
poder venderlos como relleno de colchones o materia prima para hacer fieltro. En la entrada de la sala un
cartel prohíbe realizar fotos dentro. No hubiera sido capaz de sostener
la cámara. En un instante te derrumbas por dentro, la realidad te
golpea: de repente entiendes la magnitud de lo allí acontecido. Y ese
silencio cobra sentido.
Más de 1.300.000 personas fueron enviadas a Auschwitz. Murieron cerca de 1.100.000. A la entrada del campo aún se puede leer “ Arbeit macht frei”.