Volar


Cuando todos por fin se marcharon y la abuela apagó la luz de la habitación, se durmió soñando que él también podía volar y que, como su padre, viajaba hasta ese lugar al que llamaban cielo para acurrucarse de nuevo en brazos de su mamá.

Desconóceme

Desconóceme.
Crúzate un día conmigo por casualidad.
Mírame a los ojos.
Sonríe.
Pregúntame mi nombre.
Repítelo en tu cabeza mientras me dices el tuyo.
Observa mi sonrisa.
Recreáte en mis labios.
Piensa en cómo sería besarme.
Dime algo divertido.
Que me ría.
Contágiate con mi risa.
Pídeme que vayamos a cualquier otro lugar.
Sonrójame.
Cógeme de la mano mientras escapamos de la gente.
Dime que soy diferente.
Que nunca habías conocido a nadie como yo.
Que nunca te habías sentido así por nadie.
Acaricia el dorso de mi mano.
Susúrrame al oído que soy preciosa.
Bésame en esa farola.
Compara ese beso con el que antes imaginaste.
Vuelve a besarme.
En cada farola.
En cada esquina.
Hasta que lleguemos a tu portal.
Abre la puerta, nervioso.
Guiáme, entre risas, hasta el ascensor.
Guiáme, entre besos, hasta tu dormitorio.
Recorre mi piel con tus manos.
Deshazte de toda mi ropa.
Acariciame.
Muérdeme.
Saborea cada centímetro de mi piel.
Descubre cómo suenan mis gemidos.
Introdúcete en mí.
Dime cuánto me deseas.
Repítelo.
Haz que me estremezca.
Abrázame.
Estremécete conmigo.
Duérmete a mi lado.
Apaga el despertador.
Murmura que se te acabó el desayuno.
Vístete.
Observa como me visto.
Acompáñame a la puerta.
Bésame en los labios.
Dime que me llamarás.
Finge apuntar mi teléfono en el tuyo.
Y, después de todo,
vuelve a desconocerme.


Escombros


Lo peor siguen siendo esos días en los que el techo se desploma sin avisar. Y las sonrisas se me caen al suelo y no hay manera de encontrarlas entre tanto escombro. Me suele encontrar la noche, en esos días, caminando a gatas por la casa, tratando de localizar alguna que no esté demasiado rota, cualquiera que pueda llevarme a la cama para que el amanecer no me sorprenda de nuevo desnuda. Porque no hay nada peor que amanecer así de vacía. Es una cosa terrible. Como si mis ojos fueran una presa a punto de desbordarse. Pero no son las lágrimas las que me preocupa, que va. A ellas podría dejarlas salir, si tuviera. Lo malo son los recuerdos. Los recuerdos siguen cosidos a mi memoria y no hay manera alguna de arrojarlos fuera. Se quedan ahí, aletargados y parece que se alegran cuando yo no puedo hacerlo, saltan de golpe y se ponen a dar vueltas por mi cabeza y no se van en todo el día. Y, haga lo que haga, están ahí. Y parece que no se cansan hasta que termino de barrer la casa o recuerdo que guardé una sonrisa de emergencia en algún cajón de la cómoda. Solo entonces parecen aburrirse y vuelven a ese lugar de mi cabeza al que no tengo acceso, ese en el que se conserva intacto todo lo que quiero olvidar y nunca consigo hacerlo. En el que parece no poder entrar nada de lo que necesito recordar y nunca puedo.

Me siento, en esos días, como la muñeca rota que se quedó olvidada al fondo del baúl. Como deben sentirse las cosas que guardamos en los trasteros. O las palabras que no se dicen. O las oportunidades que se pierden. Me siento como si me hubieran quitado un trozo de algo que no consigo ubicar. A veces me quedo sin respiración al pensarlo. Me viene, entonces, toda la tristeza de golpe. Cuando entiendo que no lo puedo ubicar porque no es tangible. Lo otro, lo que pude medir, pesar y contabilizar, se va asimilando. Poco a poco va dejando de doler. Va dejando de importar. Va perdiendo su valor. Pero esto. Esto es otra cosa. No es nada y lo es todo. Es lo que yo era. Lo que creía que sería. Es esa parte de mí que creía en los finales felices. La que confiaba en las personas. La que se sentía segura. La que se enamoraba dos veces al día de la misma persona de la que se había enamorado años antes. La que no guardaba palabras, la que no entregaba silencios. La que no conocía el rencor, el odio, la rabia. Todo eso que ya no encuentro. Todo lo que se ha convertido en cinismo, en ironía, en inseguridad, en furia. Y me caigo al suelo de rodillas al entenderlo. Que al final, de todo, lo peor fue eso. Perderme. Y por eso el techo se sigue desplomando algún que otro día. Y por eso tengo que esconder sonrisas de emergencia en el cajón de la cómoda. Aunque a veces ni así consiga encontrarlas. Aunque a veces amanezca tan vacía que no sepa ni cómo empezar a llenarme de nuevo.

Discrepancias


 Donde ella veía distancia, él veía una oportunidad. Si ella hablaba de destino, él replicaba que nada estaba escrito. Ella creía en la suerte, él en el trabajo. Lo que a él le asustaba, a ella la fascinaba. Lo que a él le entusiasmaba, a ella la aburría. Cuando ella tenía frío, él tenía calor. Si él susurraba que aquello era una locura, ella le devolvía una sonrisa. Lo que él entendía como prisa, para ella eran ganas. Él hablaba de volar cuando ella aún estaba aprendiendo a pisar el suelo. Si ella decía verde, el decía azul. Cuando ella quería comer pasta, él prefería carne. Casi nunca se ponían de acuerdo en nada. Hasta que sus labios se encontraban. Y entonces sí, de repente todo tenía sentido. Porque lo que tenían en común era lo único que importaba: estaban locos el uno por el otro.

Ella


A veces ella es toda tuya. Encogida en la cama, con su pies de fuego bajo los tuyos de hielo. Con los ojos cerrados y la boca abierta. El cabello revuelto esparcido sobre la almohada y su respiración pausada cayendo sobre tu nuca. Sus brazos rodeándote y su vientre contra tu espalda. Como si no estuviera dispuesta a dejarte ir nunca.

Y a veces ella deja de pertenecerte. Se pinta los labios de rojo y sale a buscar cualquier barra de bar solitaria. Se sienta de lado y enciende un cigarrillo que apaga casi siempre en el acto, pide un whisky sin hielo que nunca se bebe y sonríe con picardía al camarero. A veces aparece un extraño cualquiera que la invita a otro trago. Y ella acumula copas repletas al borde de la barra mientras ignora los destellos que dentro de su bolso emite su teléfono móvil. Mientras ignora que tú la estás buscando porque ha llegado la madrugada y la cama siempre está fría cuando ella te falta.

Puntadas

Ni pienso, ni busco, ni quiero volver.
 No quiero ni verte, ni hablar, ni saber. 
Yo quiero irme lejos, tanto como pueda... 
quiero que me veas desaparecer. 


Y te quiero decir que estos pedazos que ves no son más que la suma de mis partes. Que voy cosiéndolos a poquito y que a veces me pincho la yema de los dedos con la aguja. Que todavía escuece aunque ya no duela. Que todavía deshago mis puntadas si el color del hilo deja de convencerme. Que no tengo patrón, ni fecha de entrega. Que me hago un poco a jirones y otro poco a retales. Y voy siendo un poco más yo aunque ya no recuerde quien era. Y no puedo decirte hoy lo que sucederá mañana. Porque quizás mañana se me acabe el hilo. O puede que consiga dar, por fin, la última puntada. O que salga corriendo a mitad de la noche y me olvide la aguja sobre la mesa. Porque a veces, aunque jamás lo confesaría, me muero de miedo. A volverme a romper, sobre todo. Porque entiendo que nunca seré la misma que era antes de coserme. Y aunque no sé si eso es tan malo como parece, entiendo que sí es irreversible. Ya ves, a mí que me aterraba lo definitivo. Y aunque ya perdí el miedo, no hice lo mismo con el respeto. Que me desvanezco a ratitos y a ratitos también brillo. Y que ese brillo puede cegarte si me miras de frente. Por eso te quiero decir que no soy ni lo que tú ves ni lo que yo cuento. Que quiero más de lo que puedo. Que puedo más de lo que creo. Y que intento. Sobre todo que lo intento. Y que, aunque a veces parece muy fácil, otras se me antoja imposible. Y no recuerdo cómo era aquella puntada y me acobardo de golpe. Y me encojo, me ahogo, me doblo, me quiebro. Pero al final, no sé cómo, consigo enhebrar la aguja y empiezo de nuevo. Porque cuando descubres que puedes con los finales empiezas a dudar si alguna vez podrás de nuevo con los principios.