Blue

Tengo en el trastero, encerrados en bolsas de basura, todos los objetos que olvidaste por aquí. Los fui guardando a medida que iban apareciendo, sin atreverme a tirarlos y sin ganas de devolvértelos. Se fueron quedando atrapados en esas bolsas de basura que compré en el supermercado el día antes de que me dijeras, por fin, que no volvías. Cuando yo ya lo sabía pero mis oídos aún necesitaban escucharlo.

Tenía, el día que compré las bolsas, los cajones inundados de ti. No necesitaba abrirlos para saberlo y, de hecho, no me había atrevido a abrirlos desde que te marchaste. Creía en la ridícula idea de que, dejándolos en su sitio, conservaba el vínculo que te ataba a la casa. Como si tus cosas pudiesen hacer contigo lo que yo no había logrado.

Pero luego me dijiste que no volvías y lo único que encontré con suficiente capacidad para contenerte fueron aquellas bolsas de basura azules. Fue imposible no pensar, mientras las sacaba del cajón al día siguiente, en lo bien que te sentaba el color azul y, aunque no las había comprado con tal propósito, no se me ocurría mejor color para contenerte. Como si todo aquello estuviera mejor solo por aquel motivo, ya ves.

Mentiría si dijera que lloré. Ni una sola lágrima vertí mientras, cajón a cajón, iba sacando cada pieza del puzzle que alguna vez fue nuestra vida en común. No porque no doliese o porque no fuera triste, que lo era. Pero no he conseguido derramar ni una lágrima desde que te marchaste. Es como si mis ojos supieran algo que yo aún no entiendo, aunque empiezo a comprender que a veces un final es el único principio posible. Y nosotros llevábamos ya demasiado tiempo atrapados en aquel nudo. Los nudos de las historias mediocres tienen la costumbre de dejarte sin lágrimas porque sus finales suelen ser precipitados y desganados. Como si, de repente, se quedaran sin nada más que decir.

Por ahora, lo único que no consigo sacar de la casa es tu ausencia. No hay bolsa que la contenga. La veo en cada hueco de la estantería. En cada cajón que abro y encuentro vacío. En esa percha solitaria que dejaste en el armario. Es raro, pero uno nunca es consciente del peso que tiene alguien en su vida hasta que tiene que sacarlo por completo de ella. Es entonces cuando puede contabilizarlo. Noventa litros exactos. Lo sé porque cada bolsa tiene una capacidad de treinta, lo pone en la caja. Y para ti necesité tres. Eso es lo tangible. Lo que no puedo pesar lo mido en vacíos. En recuerdos. En reproches. No venden pastillas para olvidar en el supermercado aunque, si lo hicieran, estoy segura de que serían azules. No me las puedo imaginar más tristes.

En dos


Me dividí en dos, ahora lo entiendo. Sobreviví, perdí el miedo. Pero volver a unir las piezas fue imposible. Puede que pase el resto de mi vida siendo estas dos mitades que no se comprenden. La que querría ser contigo, pese a todo. La que decidió que sería mejor sin ti.

Aún hay veces que, al despertarme, palpo somnolienta tu lado del colchón. Dura menos de un segundo esa sensación extraña de perderte antes del alba, pero aún así duele. No de la manera en que dolía antes porque ahora yo soy dos y hay una mitad que te ha superado. Tampoco duele la mitad. Es solo un dolor amortiguado, raro.

Tenía entendido que la vida iba sobre hacer planes, por eso pasé tanto tiempo haciéndolos. Pero hay cosas que no pueden planearse y que lo cambian todo, que parten en mil pedazos el futuro que habías ideado. Por eso ahora ya no planeo nada. Cuando pasas tanto tiempo escuchando cual es el camino correcto, según los demás, para ti, lo tomas y todo sale mal... de repente solo quieres perder el control. Dejar de hacer lo que se supone que debes hacer para empezar a hacer lo que realmente quieres hacer.

Pero esa es solo una mitad. La otra aún quiere, desesperadamente, que acudas en su busca. Entretenerse recogiendo esos pedazos de planes rotos del suelo para volver a pegarlos con cuidado, aunque sabe que nunca volverán a ser lo mismo que eran antes de romperse. Así de ingenua es, así de tonta. Cobarde porque toda mi valentía se ha echado a un lado y me hace perder el equilibrio a veces. Y me siento débil y asustada el minuto exacto que tardo en recuperarlo.

Empiezo a acostumbrarme a estar dividida, no creas. La mitad valiente, la que te sobrevive me da coraje. Es como ser quien siempre había querido ser. Me atrevo a todo cuando ella está al mando. Pierdo el miedo. Y soy feliz. Una felicidad distinta, más sencilla. De la que te hace sonreír sin motivo y sentirte afortunada por lo más nimio. De la que no está supeditada a otros, de la que solo depende de mí misma.

Es esta mitad la que puede que me lleve lejos de aquí, la que me haga desaparecer. La que entierre esa parte de mi que aún no te ha olvidado. Porque la vida, al final, sí que consiste en hacer planes. Pero también en aceptar que a veces no pueden realizarse y hay que hacer otros nuevos, aunque te lleven por un camino totalemente diferente al que te habían indicado.







Miedos


El otro día alguien me preguntó que a qué le tenía miedo. Por el momento y la situación, no supe que contestar, así que dije lo primero que pasó por mi cabeza y cambié de tema. Sin embargo, una parte de mí no se pudo quitar la pregunta de encima porque sabía que no había sido sincera en mi respuesta.

Si me lo hubieran preguntado hace un par de meses, probablemente habría terminado por redactar una lista inmensa de cosas que me aterrorizaban. Habría incluido en esa lista mi irracional miedo a los finales, a los silencios, a la soledad o al olvido. Lo mucho que me aterran los acontecimientos inesperados, las cosas que escapan a mi control o las sorpresas. Hubiera terminado hablando de mi pánico a los cambios, a las decisiones, a los impulsos. También, por supuesto, habría tenido que escribir sobre mi miedo a las agujas, a las alturas y al fracaso . Lo tengo tan claro porque, de hecho, empecé a escribir esa lista. Y, a medida que escribía, me iba dando cuenta de que ya nada de todo eso era cierto.

Sucede algo misterioso cuando te enfrentas al mayor de tus temores y sales victoriosa. De repente, te sientes capaz de todo. Lo que más temía en el mundo me sucedió hace un par de meses. Llevaba años teniendo un miedo irracional a que eso pudiera pasarrme y, cuando finalmente lo hizo, creí de verás que sería mi fin. Pero no lo fue. Sobreviví. Para ser más precisa, diría que viví. Por primera vez en mucho tiempo. Porque al final el miedo no es más que una forma de no permitirte vivir por completo. Pasamos tanto tiempo preocupados por lo que nos asusta, que nos olvidamos de que hasta eso forma parte de nuestra vida.

Ya no me dan miedo los finales porque he escrito el que, posiblemente, sea el mayor final de mi vida. Me he acostumbrado al silencio, tanto que me siento incluso cómoda en su compañía. No temo a la soledad porque sé que implica estar conmigo misma y eso me agrada. Tampoco temo al olvido porque ahora sé que solo se olvida lo que se necesita olvidar. Las sorpresas han resultado ser maravillosas. Me gusta no tener nada bajo control, es liberador dejar que las cosas simplemente sucedan. Los cambios ahora me parecen oportunidades y he descubierto que los impulsos a veces traen consigo una alegría. Ahora quiero volar y escribir sobre mi piel una sonrisa para que nunca se me olvide que la vida no consiste en esperar a que pase la tormenta, sino en bailar bajo la lluvia. Ya no temo al fracaso porque por fin entiendo que es también una forma de triunfar. He hecho pedazos esa absurda lista y he comenzado una nueva: la de las cosas que me quedan por hacer. Y soy feliz, de hecho, creo que nunca había sido verdaderamente feliz hasta ahora.

Y, si me volvieran a formular la misma pregunta, mi respuesta sería que solo le tengo miedo al miedo. Porque es lo único que debemos temer. Porque es lo único que nos impide vivir.