Bailando bajo la lluvia


Me gusta poder verla así, saltando charcos despreocupada. Como si no hubiera nada más allá de sus botas de agua. Sonríe tanto que se empiezan a formar pequeñas arrugas en las comisuras de sus labios. Con el pelo revuelto y enredado cayendo empapado sobre su frente. Ni siquiera se ha percatado de mi presencia. Lleva el chubasquero azul que le regalé en su cumpleaños desabrochado. Su vestido se ha empapado pero no parece importarle. Sobre la acera descansa el paraguas rojo, cerrado. Y empieza a llover de nuevo, pero ella no lo recoge. Cierra los ojos y eleva la cara para llenársela de lluvia. Y baila como si una música invisible la rodeara. Baila y sonríe con más intensidad si cabe y, justo en ese instante, sé que es tan feliz que podría contagiar a toda la ciudad. Por eso corro a abrazarla y bailamos juntos bajo la lluvia. Ella me envuelve con su chubasquero y susurra en mi oído que todo va a salir bien. Y, por primera vez en mucho tiempo, la creo.

Al fin del mundo


Qué fácil hubiera sido seguirte al fin del mundo. Habría cogido cualquier avión que me hubieras pedido solo para poder verte sonreír también a 30000 pies de altura. Por verte aterrizar, entre feliz y cansada, en cualquier lugar ajeno a nosotros.

Hubiera llenado mi maleta de cualquier cosa si así lo hubieras querido. De nada, de todo. ¿Qué podía importar el equipaje si el viaje era contigo? Hasta con los bolsillos vacíos hubiera viajado a tu lado, sabiendo tan solo que estarían llenos con tus manos congeladas cuando me abrazaras por la espalda.

Habría accedido a acompañarte a cualquier lugar que hubieras podido señalar aleatoriamente en el mapa lleno de chinchetas que tenías colgado en la pared del dormitorio. Así, sin dudas hubiera ido a cualquier ciudad de cualquier país que tú hubieras elegido a ciegas. Con los ojos cerrados te había seguido antes ya, poco más que a ti podía ver cuando estabas cerca.

Habría podido despertar cada mañana en cualquier cama extraña de cualquier motel barato solo para poder verte, si así lo hubieras deseado. Con el pelo revuelto y la marca de la almohada en la mejilla izquierda, esa media sonrisa somnolienta que te esforzabas por regalarme cada mañana. Hubiera podido acostumbrarme hasta a la soledad de sentirme un forastero en tierra extraña a cambio de disfrutarte esos treinta segundos cada día.

Y qué fácil hubiera sido todo, contigo.

Pero tú nunca me pediste nada. Y yo me quedé en tierra.

Sigue buscando

Lo que pasa es que, después de haber sido durante tanto tiempo otra persona, no consigues nunca volver a ubicarte en quién eras. Cada experiencia vivida, aunque le haya sucedido a esa tú a la que ya no conoces, ha ido cambiando aquella que eras hasta dejarla irreconocible. Y, de golpe, despiertas en medio de ninguna parte y te ves obligada a empezar a construirte desde el principio... pero, ¿qué define a una persona? Yo me podría definir en todo lo que me gusta. También en lo que no. Podría llegar a sentirme representada por lo que he hecho. Por lo que he dicho o escrito. Puede que también por lo que he callado. Por lo que sentí y por lo que traté de no sentir. Por cada promesa. Por cada sueño. Pero ni aún así me sentiría definida. Es como si ahora mismo lo único que de verdad pudiera representarme fuera un letrero gigante que dijera "En construcción". Una tarjeta de esas que rascas con la uña y en las que siempre dice "Siga buscando". Uno de esos miles de andamios que inundan mi ciudad.

Ahora mismo no soy nada y, al mismo tiempo, lo soy todo. Ni mis gustos me limitan porque empiezo a descubrir que nunca fueron tan rotundos. Que todo es posible cuando decides que todo sea posible. Que todo es más fácil cuando dejas de intentar agradar a todo el mundo. Y ya no necesitas ser perfecta y en la imperfección encuentras otras mil posibilidades. Porque ya no es necesario que nadie apruebe tus decisiones. Que alguien aplauda tus actos. Eres libre para ser quien quieras pero también para no tener que ser quien no quieres ser. Ya no hay cadenas, no hay jaulas. Ya no hay excusas, solo medios. Y se acabaron las explicaciones y los justificantes. No hay expectativas, no hay miedos. Y, de algún modo, sientes que podrías pasar el resto de tu vida buscándote. Pero también que terminarás por encontrarte. Y, quién sabe, quizás acabe por definirte ese instante, justo antes de abrir los ojos, cuando el día aún no ha comenzado y todo, absolutamente todo es posible.


La felicidad es una actitud


Después de aquello, dibujé una sonrisa permanente en mis labios que rehacía cada mañana con rotulador hasta que comprendí que ya no la necesitaba. Que mi boca había aprendido a ser feliz y estaba enseñando al resto de mi cuerpo.

Y todo empezó a ir mejor de golpe. Le di la vuelta a la situación. Perdí el miedo. Empecé a intentarlo. Ser feliz se convirtió en una actitud para mí. Me dediqué a derribar obstáculos y a saltar vallas. Bailé. Canté. Me volví un poco loca. Cambié los muebles, saqué la basura, me corté el pelo. Borré el NO de mi diccionario por un tiempo. Acepté cada reto. Conocí a cada persona que se cruzó en mi camino. Me dediqué a escuchar a los que ya estaban. A recuperar a quienes había perdido. Pasé las canciones tristes, subí el volumen de las alegres. Apagué la televisión. Encendí mis libros. Volví a escribir

Las oportunidades empezaron a llegar antes de que yo saliera a buscarlas. Fue como, si de golpe, todo el universo quisiera que yo fuera feliz. Tuve la certeza entonces de que todo saldría bien. La sensación de que había entrado en sincronía con mi destino. Como si ya nada malo pudiera sucederme porque, incluso lo peor, era tan solo una parte más del plan. No había nada que me hiciera infeliz porque era yo quien controlaba lo que me sucedía. Me prometí a mi misma hacer solo lo que de verdad quisiera hacer. Decir siempre la verdad. Prometer solo lo que podía cumplir (y cumplirlo siempre). Me quité de encima todas las apariencias y todos los por si acaso. Dejé mis hombros sin carga alguna y guardé el poco equipaje que me quedaba en el trastero. Y empecé a vivir el cero que me dejó aquel infinito.

Hoy sonrío sin esfuerzo y, aunque hay veces que la primera sonrisa cuesta un poco más, lo cierto es que las que van detrás siempre acaban saliendo solas. Porque, al final, somos lo que queremos ser y nos sentimos como nos permitirmos sentirnos. Y todo lo demás se limita a estar en sintonía con ese estado de ánimo. Por eso yo he elegido ser feliz. Porque ningún final debería robarle a nadie la sonrisa.


Yoda se equivoca

HAY UNA ESCENA en la Guerra de las Galaxias en la que Yoda le dice a Luke algo parecido a «Hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes». Cuando escuché esta frase por primera vez, pensé bastante en ella. Al principio me pareció una frase cargada de razón pero, a medida que pasaba el tiempo, la encontraba más absurda. Al parecer, para Yoda en la vida se podía triunfar o no hacer nada. El fracaso no entraba en sus planes. Intentarlo y no tener éxito no era una opción válida. ¡¿Cómo?!

Puede que, a priori, parezca hasta lógico. ¿De qué sirve intentarlo si no se consigue? No parece tener mucho sentido. Sin embargo, Edison necesitó mil intentos antes de inventar la bombilla y nunca los consideró un fracaso. Citándole: «¿Fracasos? No sé de qué me hablas. En cada descubrimiento me enteré de un motivo por el cual una bombilla no funcionaba. Ahora ya sé mil maneras de no hacer una bombilla». Es inmediato pensar que sí, falló, tan solo consiguió triunfar con aquel intento mil uno pero, ¿no fueron acaso parte de aquel triunfo los mil fracasos anteriores? ¿No lo consiguió, finalmente, a base de intentarlo?


Así empieza mi artículo para el nuevo número de Vozed, podéis leerlo completo aquí