Mil maneras de encontrarte


Deseaba que fueras tú. Lo deseaba con toda mi alma. En los pasillos y en las aceras. Tras las puertas abiertas y tras las cerradas. En el piso de arriba. En el de abajo. En los de al lado, incluso. En los autobuses, en el metro, en los aviones. En los bares, en los restaurantes, en el cine, en las citas a ciegas… pero tú nunca eras.

Ya me lo advertiste, lo sé. “Yo nunca soy” respondiste cuando te pregunté si tú serías la definitiva. Y yo, idiota, me reí. Porque pensaba, entonces, con tu cabello enredado entre mis dedos y tu cabeza apoyada en mi regazo, que tú ya eras mía.

Pero tú no eras de nadie. Ni de ti misma.

Te reconocería con los ojos cerrados, de eso estoy seguro. Solo necesitaría escuchar tus pasos o tu respiración. La misma que aquellas noches escuché a mi lado cuando, tras jurarme que era la última vez que te quedabas conmigo, caías rendida sobre la cama.

Te busco en todas partes porque te conocí en mil lugares. En el aeropuerto, tirando de tu maleta roja sin ruedas. En aquel local cutre del centro, bailando con tus amigas. En la biblioteca llevándote dos libros bajo el brazo. Dando vueltas a un café ya frío. Comprando chicles de fresa ácida. Cruzando con prisa un semáforo en verde. En la parada del autobús un lunes y, tras verte allí, el resto de los lunes de ese mes. A las cinco menos cuarto, seis paradas línea ocho. Hasta que me atreví a acercarme a ti y te dije aquello de “tu cara me suena”.

Tú soltaste una carcajada y me dijiste que era lo más ridículo que te habían dicho nunca. Luego me cogiste de la mano, tiraste de mí y me sacaste de aquel autobús. En la cuarta parada, sin destino. Caminamos hasta que se puso el sol por aquellas calles que ninguno de los dos conocíamos y que tampoco nos habían presentado.

Me dijiste que te llamabas Lunes porque eso era lo que ibas a durar en mi vida. Luego me besaste y echaste a correr. Yo me quedé sin ti, apretando los labios para no dejar escapar un beso que no sabía si sería el último.

Al día siguiente apareciste en mi portal y, sin decir nada, me besaste de nuevo. “Llámame Martes” me pediste. Y yo obedecí aunque, en secreto, me hubiera gustado llamarte Abril o Primavera.

Cuando llegó el domingo se me ocurrió preguntarte como debería llamarte al día siguiente. “No lo sé” dijiste mirándome a los ojos muy seria y te recostaste sobre mí de nuevo.

Pero, al día siguiente, no tuve a nadie a quién llamar. Tú no apareciste y, aunque te busqué en cada lugar dónde alguna vez te había visto, no te encontré.

Entonces supe que a ti no se te podía buscar. Tu solo podías ser encontrada. Por casualidad, por suerte. Y me dediqué a esperarte. A pensar en cómo te llamaría al verte. Fuiste Mayo, Verano, Invierno, 2009, 2010, 2011,… y con cada cambio de nombre, yo también cambiaba un poco.

Hasta ese día, ese día en el que tú te llamabas ya pasado y mi esperanza de encontrarte se había ido por el desagüe. Yo, como cada mañana desde que había dejado de buscarte en cada autobús de la ciudad, estaba en el metro. La rutina se había vuelto mi mejor arma para combatir tu ausencia. Yo y mi trabajo de nueve a cinco. Yo y mi hora y medio de trayecto diario bajo tierra. Yo y mi traje gris, mi maletín negro, mis zapatos de vestir. Yo y esa corbata que amenazaba con ahogarme, que me ataba a la vida en blanco y negro que me quedaba sin ti. Aburrido, solo. Sin buscarte, por primera vez, entre toda aquella gente.

Y entonces lo sentí. Un escalofrío, un instante. Un silencio inesperado entre aquella multitud de desconocidos. Y tú, en el andén de enfrente. Igual que siempre, completamente distinta. Sonriente, perfecta, única.

-         ¡Puedes llamarme Miércoles! O Noviembre. O Lucía, que es mi nombre. Llámame como tú quieras, pero llámame. Porque, si me dejas, voy a ser la definitiva.
-         Entonces te llamaré “amor”.


Reflejo

La noche es una estrella en tu cucharilla, la que atrapas cada noche en su reflejo metálico. La observas titilar hasta que el sueño te vence y caes sobre la almohada, agotada. Yo, alertado por el sonido de la cuchara al caer al suelo, me acerco sigiloso para arroparte. Te beso en la frente, aflojo la cadena de tu tobillo y te susurro al oído que, cuando aprendas a quererme, tú y yo podremos pasear juntos bajo ese cielo estrellado.




[Encadenando relatos

Los amores de verano mueren en septiembre


Tenía la costumbre de subirle la falda, de deshacerle la coleta y reírse de sus intentos de parecer callada. Solían pasar las tardes en el parque que había junto a la vía, él sujetaba su bolso mientras ella trataba de sostenerse sobre su monopatín sin caerse. Casi nunca lo lograba, perdía el control y caía de la tabla sobre sus brazos, siempre rápidos en sujetarla.
Reían a carcajadas cuando alguna pareja de ancianos les reñía por ocupar la vía pública con aquel trasto del infierno. Entonces ella le daba un beso impúdico, descarado, atrevido y los ancianos se cambiaban de banco murmurando insultos ininteligibles para ellos.
Cuando el sol se iba y se quedaban solos, él deslizaba la mano por la cinturilla de sus shorts y apartaba un mechón de pelo de su rostro. Se besaban hasta que ella se libraba de sus manos con un movimiento rápido, cogía la tabla y mirando el reloj verde fosforito anunciaba que ya era la hora.
Solo entonces volvían a casa en el destartalado Renault 19 y a noventa kilómetros por hora por la M-30 ella dejaba caer su mano junto a la palanca de cambio para que él, al meter quinta, la rozase como por casualidad.

Después, cuando llegó Septiembre, los días se fueron acortando. Los ancianos ya no iban por las tardes al parque y el sol no esperaba a aquel beso para esfumarse. Los vaqueros ocuparon el lugar de aquellas faldas y una rebeca de punto sobre su piel amortiguó las caricias.

Un día, buscándole por el parque, descubrió el viejo Renault 19 con las ventanillas empañadas. No necesitó mucho más para comprender que los amores de verano mueren en Septiembre.


La última vez



La conocí más de mil veces, pero ella nunca se acordaba de mí. Me miraba con esos ojos suyos que acostumbraban a dejarme sin palabras y, sin inmutarse, me daba dos besos y sonreía. A veces intercambiábamos un par de frases cortas, unos apuntes breves sobre el conocido común que había hecho los honores o el ruido ensordecedor del local. Otras no me decía nada, tras su habitual sonrisa venía un segundo incómodo que ella siempre finalizaba con un giro rápido sobre sus talones. Y así hasta el siguiente encontronazo, hasta que algún amigo me decía que conocía a una chica perfecta para mí o coincidíamos en un taller literario cualquier tarde de jueves.

Nunca recordaba mi nombre, nunca expresaba el más mínimo indicio de conocerme. Yo sí sabía que ella se llamaba Nerea, que vivía en mi barrio y que frecuentábamos los mismos sitios. También sabía que teníamos varios amigos en común, que escribía poesía y que le interesaban muchísimo los haikus. Sabía que se reía a carcajadas cuando algo le resultaba gracioso y que cuando se emocionaba los ojos se le humedecían. Que solía recogerse el pelo para volver a soltárselo a los cinco minutos y que tenía un tatuaje en el omoplato derecho que siempre intentaba ocultar. Que no soportaba los refrescos con gas, ni el alcohol y que la comida picante la daba dolor de estómago. Que le gustaba empezar las cenas por el postre pero al final siempre se llenaba demasiado y terminaba dejando el primer plato. Que le gustaba fotografiar objetos curiosos que se encontraba por la calle con la cámara de su móvil y que sus favoritos eran los calcetines que encontraba perdidos y desparejados por la calle.

Lo que yo no sabía, de lo que no tenía ni idea era de que Nerea sabía donde vivía yo, aunque no recordaba mi nombre, aunque me había visto mal de mil veces sin ser consciente de que ya nos conocíamos, Nerea tenía mi dirección.

Y así me la encontré, en mi puerta, llamando al timbre como una loca a las tres de la mañana. Llorando, empapada, vestida con un ridículo pijama de Hello Kitty y el pelo recogido en una coleta que duró, exactamente, cinco minutos en quitarse desde que abrí la puerta.

-         No sabía dónde ir. – fue su explicación.

Y yo no dije nada, la dejé pasar y cerré la puerta. Cogí una toalla limpia y se la tendí. Ella la cogió y se secó un poco. Luego me dio las gracias y sonrió. Aquello hizo que me olvidara de mi desconcierto inicial, así que me ofrecí a preparar algo de comer. Ella aceptó enseguida y yo me fui a la cocina.

Cuando volví estaba dormida. No me atreví a despertarla, solo pude arroparla con una manta y volver a mi habitación.

No pegué ojo en toda la noche pero, aún así, no la oí marcharse. No supe que se había ido hasta que, a la mañana siguiente, encontré la manta doblada en el sofá y una nota que decía “Gracias”.

Pasaron varias semanas hasta que volvió a aparecer. La misma escena solo que, esta vez, el pijama era de Minnie. Se quedó dormida en mi sofá sin darme la oportunidad de preguntarle nada y, al día siguiente, desapareció.

Aquellas visitas se fueron haciendo cada vez más frecuentes. A veces conseguía arrancarle un par de explicaciones antes de que se quedase dormida. Solía decirme que sentía un pánico inmenso que solo se le pasaba durmiendo en mi casa. Que, por la noche, se apoderaba de ella un sentimiento terrible que no la dejaba respirar y que tenía que salir corriendo para darle esquinazo. Parecía tan triste cuando me lo decía, tan asustada, que no me quedaba más remedio que creerla.

Por eso la pedí que se viniera a vivir conmigo, si en mi casa se sentía protegida, no quería que volviera a tener miedo. Y a ella le debió parecer una buena idea, porque aceptó de inmediato.

Las cosas empezaron a ir bien. Nerea se aprendió mi nombre, por fin y empezamos a querernos como yo siempre la había querido a ella. Solíamos quedarnos dormidos en el sofá, abrazados y, si ella tenía un ataque de pánico, yo la abrazaba más fuerte y recitaba poemas en su oído.

Ese miedo inmenso que llevó a Nerea a mi puerta por primera vez empezó a desaparecer poco a poco, como si juntos fuésemos más fuertes que todos sus temores. Nerea parecía estar segura a mí lado y yo me sentía dichoso al suyo.

Lo peor de la felicidad es que tiene la fea costumbre de desaparecer cuando crees que la has atrapado. Es como el humo, no se puede coger con las manos. Y Nerea era mi felicidad, por eso se fue.

Se marchó una mañana y jamás volvió. Yo la esperaba cada noche junto a la puerta, hasta quedarme dormido. Quería que volviera, lo quería con todas mis fuerzas. Sin ella las noches no eran seguras. Empecé a entender ese miedo intenso del que Nerea siempre hablaba. Cuando ella no estaba, las paredes de mi habitación parecían caer sobre mí y todo se volvía negro. No podía respirar y mi única salida era aquella puerta que ella ya nunca cruzaba.

Pasó mucho tiempo, pasaron años. No la olvidé, pero aprendí a no necesitarla. Volví a dormir en mi cama, a respirar hondo, a sentarme en el sofá del salón. Volví a salir, a ir a talleres literarios de los jueves, a salir con chicas…

Y un día pasó lo que yo llevaba años temiendo. Al principio no la reconocí, estaba distinta. Se había cortado el pelo y había adelgazado mucho. Nos presentaron y ella me dio dos besos, como si no me hubiera visto en la vida. Luego me hizo un comentario irónico sobre el volumen de la música y sonrió. Y yo supe entonces que, en realidad, seguía siendo la misma.


Cóctel de recuerdos

Os dejo con el resultado de un concurso organizado por el hotel Montíboli del que he resultado ganadora.

http://www.montiboli.es/concurso_literario.html

Podéis leer mi relato pulsando el enlace.

Me ha ilusionado mucho ganar este concurso, bueno creo que algo así siempre emociona...

¡Espero que os guste!

Finales alternativos

-Te estaba esperando.

La chica que ha pronunciado la frase le mira fijamente a los ojos, sin parpadear. La observa detenidamente. Morena, bajita, pecosa… una chica normal pero a la que, sin duda, recordaría. No, no la conoce. Tiene que ser un error.

- Sí, te lo digo a ti – dice sin apartar la mirada de él – Llegas más tarde de lo que esperaba.
- ¿Te conozco? – Se atreve a preguntar por fin.
- No de la manera habitual – responde ella divertida y empieza a caminar - ¡Vamos! Si no nos damos prisa, se estropeará todo otra vez.
- ¿Dónde vamos? – pregunta él, siguiéndola instintivamente.

Ella no responde. Empieza a caminar calle abajo, comprobando cada poco tiempo que él la sigue. Parece divertida con la situación pero, a la vez, preocupada por el famoso retraso. No deja de mirar el reloj.

- ¿De qué va todo esto? – protesta él de nuevo, cansado de caminar tan deprisa.
- Estoy arreglando el futuro – dice ella sin detenerse- Para que dentro de tres meses no tengamos que lamentar que hoy te hayas retrasado.
- ¿Qué quieres decir? – empieza a pensar que la chica está loca - ¿Cómo sabes dónde trabajo?

Se acaba de dar cuenta. Lleva todo el camino tan pendiente de ella que apenas se había percatado, pero están recorriendo el mismo camino que él hace cada mañana para ir a trabajar. Solo que tres veces más rápido.

- No te detengas – ordena la chica, anticipándose a sus pensamientos – Lo vas a entender todo enseguida. No lo eches a perder.

Y lo dice con tanta sinceridad, que no puede evitar creerla y obedecer sin rechistar sus indicaciones. Apresura el paso y se pone junto a la chica. Ahora que conoce el camino, al menos se siente algo más seguro.

- Ya estamos – dice ella – Lo has hecho muy bien, aún nos queda un minuto cuarenta y dos segundos.
- ¿Para qué?
- Escucha atentamente y haz exactamente lo que te voy a decir. ¿Ves ese paso de cebra? – Él asiente con la cabeza – Lo voy a cruzar dentro de – mira el reloj – un minuto treinta y nueve segundos. Cuando me veas aparecer, tienes que pararme. Haz lo que tengas que hacer, pero impide que cruce la calle, ¿lo has entendido?
- Creo que estás loca – responde él – Pero si tan importante es para ti, lo haré.
- Lo es – dice ella totalmente seria. – Recuerda: no debes dejarme cruzar.

Él mira un instante el paso de peatones y, cuando vuelve a buscarla, ella ya no está. Consulta su reloj, apenas quedan unos segundos, así que se acerca al paso de peatones con desconfianza.

Justo en el momento anunciado, ella aparece a su lado. Se ha cambiado de ropa y de peinado, apenas parece la misma.

- No puedes cruzar la calle – dice riéndose.
- Perdona, ¿te conozco? – dice ella.
- Sí, bueno, tú… - empieza a decir él, muy contrariado.
- No sé quién eres, pero déjame en paz – corta ella – Tengo prisa.

Entonces el semáforo se pone en verde y ella empieza a cruzar la calle. Él, sin saber qué hacer para detenerla, la coge del brazo. Ella le mira ofendida. Está a punto de empezar a gritarle, así que en un acto reflejo, él la besa.

Justo en ese instante un coche se salta a toda velocidad el semáforo en rojo.

Y, en algún lugar escondido, el destino se quita su disfraz y sonríe satisfecho. Le encantan los finales alternativos.

Alba

A veces llegaban visitantes que afluían como restos de un naufragio llevados hasta aguas tranquilas. Mamá los acomodaba en nuestra habitación, que había acondicionado como sala de espera mientras nosotros, no tan niños por aquella época, dormíamos todos juntos en el desván pero, si quiero contar esta historia bien, debería empezarla por el principio…
Me llamaron Gilberto porque el padre del padre de mi madre se llamaba así. Tuve la desgracia de ser el único varón de sus descendientes así que, como premio, me tocó en suerte heredar su nombre. De su fortuna ya se hicieron cargo sus hijas.
A mí nunca me gustó mi nombre, ni a mí, ni a ninguna de las personas que llegó a conocerme… por eso, todo el mundo buscaba motes o abreviaturas que les evitasen tener que pronunciar mi nombre completo. Mi preferida siempre fue Ilbe. Así me llamaba Alba y así me sigo presentando hoy día.
Sin embargo, esta historia no empieza conmigo. Tampoco empieza con Susana, Erica o Juliana, mis hermanas. Esta historia empieza con una familia que empieza a ser numerosa, viviendo en una casa que se cae a pedazos y un padre que se acaba de quedar sin trabajo.
Así estaban las cosas el día que mi madre nos anunció a todos que volvía a estar embarazada. Mi padre se quedó tan pálido que, durante un instante, creí que se había desvanecido. Mis hermanas siguieron comiendo como si nada, ellas siempre permanecían ajenas al mundo real. Y yo, sabiendo la que se avecinaba, decidí que lo más inteligente sería quedarme callado y hacer el menor ruido posible.

- No podemos permitirnos otro hijo, Gloria.- Sentenció mi padre.
- Lo sé.
- La casa solo tiene tres habitaciones y ya somos seis personas viviendo en ella.
- También lo sé.
- ¿Cómo lo vamos a hacer?
- No lo sé.

Y así quedaron las cosas. Mi madre siguió con su embarazo, poniéndose enorme por momentos. Nosotros seguimos con nuestra rutina, tratando de no pensar demasiado en el nuevo bebé. Yo, en secreto, deseaba que aquel bebé fuera, por fin, un niño… pero la familia de mi madre no se caracterizaba, precisamente, por la abundancia de varones. Era una especie de maldición no escrita, o al menos eso pensaba yo.

Lo primero que mi hermana Alba vio al nacer fue, sin duda, la cara de asombro del doctor. Luego, seguramente seguiría viendo caras de asombro donde quiera que la llevasen. Alba era, sencillamente, extraordinaria. Era hermosa, radiante, deslumbrante. Era como mirar el sol directamente. Era tan bella que te dolía verla. Todos dijeron lo mismo, todos se quedaron igual de eclipsados con ella. Hasta mi padre tuvo que reconocer que aquel bebé había sido un regalo de Dios.

- Esta niña – profetizó mi madre- nos sacará de pobres.

Yo recé porque aquello fuese cierto con todas mis fuerzas. Mi padre seguía sin encontrar trabajo y el subsidio de desempleo tarde o temprano, terminaría. Yo estaba en esa edad complicada en la que eres demasiado pequeño para ser un adulto y demasiado mayor para ser un niño. Estaba con las manos atadas pero tenía los ojos bien abiertos. Mis hermanas, por el contrario, seguían encerradas en su mundo de princesas encantadas y finales felices.
Alba creció convirtiéndose en la niña de tres años más bonita que se haya visto jamás. Todo el mundo paraba a mi madre por la calle para poder verla. Ella miraba a la gente con los ojos muy abiertos, como si aún la sorprendiese el revuelo que provocaba. Sin embargo, mi hermana no decía nada. Ni una sola palabra.
Ya caminaba, se sostenía en pie y se reía a carcajadas cuando alguien hacía o decía algo divertido. Era muy inquieta y se mostraba interesada por todo. Cuando quería algo, lo señalaba y todos corríamos a dárselo. Podría haber detenido el mundo con solo un parpadeo.
Aunque nadie decía nada, a todos nos preocupaba el silencio de Alba. Los médicos decían que sus cuerdas vocales estaban perfectas, que era cuestión de tiempo que empezase a hablar… pero no fue así. Alba cumplió los cuatro años y seguía muda.

Un día, sin venir a cuento, Alba habló por primera vez. Todos nos quedamos perplejos al ver como aquella voz melódica salía del pequeño cuerpo de mi hermana. Aquella frase perfecta, rotunda y contundente era demasiado grande para una niña tan pequeña.

- Mañana habrá un golpe de Estado.

Eso fue lo que dijo. Después, no volvió a abrir la boca y siguió pidiéndolo todo por gestos, como solía hacer. Era 22 de Febrero de 1981.

El revuelo que se formó en mi casa al día siguiente fue monumental. Mientras toda España estaba atemorizada por el general Tejero, mi familia miraba a Alba como si ella fuese la responsable de todo. La niña seguía jugando, como si nada hubiera pasado y nosotros no sabíamos que hacer para conseguir que dijese algo, por pequeño que fuese.
Parece que se percató de nuestra impaciencia porque, de repente, me miró a los ojos y volvió a hablar.

- Suspenderás el examen de matemáticas de la próxima semana.

Así, sin venir a cuento aunque, en realidad, en aquel preciso instante, en el momento en que Alba me miró a los ojos, yo estaba pensando en aquel examen que, por supuesto, suspendí. Aquello me dio que pensar. Quizás mi hermana tenía un don. Quizás era capaz de ver el futuro, de adivinar como iba a acabar aquello en lo que estabas pensado.
Mi madre debió tener la misma idea porque, unos días más tarde, nos hizo pasar uno a uno a su habitación para mirar a Alba a los ojos.
Sus predicciones fueron claras: a mi padre, que llevaba tres años trabajando como peón de obra, no le despedirían aún. Mi hermana Erica iba a heredar el vestido de Comunión de mis hermanas y no tendría el nuevo que quería. Susana iba a romper con su nuevo novio a finales de semana y Juliana no tendría ningún papel en la obra del colegio. Yo no tendría mi propio cuarto y mi madre conseguiría que el negocio que había pensado funcionase.

Alba lanzó sus predicciones con la claridad y firmeza que la caracterizaba y volvió a silenciarse, cogió sus muñecos y volvió a ser una niña. Nosotros, mientras tanto, fuimos viendo como todas y cada una de sus palabras se cumplían.

El negocio que mi madre tenía en mente el día que consultó en los ojos de Alba, no era otro que vender las predicciones de su hija a los desconocidos. Empezaría por el vecindario y después dejaría que se corriese la voz. A la gente le encantaba conocer su futuro, se volverían ricos.

Y así fue. Alba se hizo tan famosa que la gente venía de todas partes a verla. En una ocasión, vino hasta un señor que no hablaba nuestro idioma con un traductor propio. Alba era infalible. Lanzaba predicciones personales y globales. A veces, estábamos cenando y soltaba algo como “Mañana habrá un atentado terrorista” o “El gordo de Navidad acabará en dos”. Nunca fallaba por eso, la gente pagaba cada vez más dinero por verla.

Mis padres acondicionaron el desván para nosotros, así nos manteníamos aislados de aquel torrente de gente que inundaba nuestra casa a diario. Alba tenía su propia habitación, aunque más bien parecía la consulta de una vidente. Mi madre se había esmerado en hacer que todo cobrase un aspecto místico a base de decoración barata. Nuestro antiguo cuarto era ahora la sala de visitas, ya que el salón no era lo suficientemente amplio para albergar a todos nuestros visitantes y la cocina se había convertido en un bar improvisado donde, a veces, cobrábamos por las bebidas.

Alba, por supuesto, no iba al colegio ni tenía ningún tipo de vida. Desde que se levantaba hasta que se iba a dormir, se dedicaba a su trabajo. A mi madre no le gustaba llamarlo así pero la realidad era que, desde que Alba había empezado a ser un negocio, la economía de mi familia crecía sin parar.

Me daba lástima mi hermana. Su belleza había empezado a consumirse por el agotamiento. Parecía marchitarse prematuramente. A veces, por la noche cuando todos dormían, bajaba a su cuarto para observarla. Ella me cogía de la mano y la apretaba con fuerza, como si temiese quedarse sola.

Fueron tres años que transcurrieron como tres siglos. Cumplí dieciocho años rodeado de extraños, encerrado en el desván con mis hermanas soplando un mechero a modo de velas. Mi madre estaba demasiado ocupada con Alba. Mi padre hacía demasiado tiempo que había huido de todo. Mi familia tenía el dinero que siempre había querido, tal como mi madre predijo, Alba nos había sacado de pobres… pero también nos había divido. No éramos felices, esa es la verdad. Mis hermanas y yo vivíamos angustiados por la pobre Alba, mi madre quería más el negocio que había creado que a sus hijos y mi padre había perdido a su mujer y ya no tenía ganas de luchar por nada.

El día de mi cumpleaños, bajé a la habitación de Alba por la noche. Ella se despertó cuando entré por la puerta, como si hubiese estado esperando mi llegada. Me miró a los ojos y me cogió de la mano. Luego, habló.

- Vas a ser muy feliz. No ahora, después. Cuando el dolor haya terminado. Casi todos seréis felices. Tú cuidarás de todos. Ella será la que más sufra, no seas duro y ayúdala. Las cosas no son como tú piensas. Siempre quiso lo mejor para todos. Sé que has estado a mi lado, sé que te preocupas por mí. Nunca lo olvidaré. Dile a Laura que es un detalle que haya pensado en mi nombre, será un honor para mí. Y dile a la pequeña Alba que no tenga miedo de ver las cosas que ve. Y tu tranquilo, ella estará mucho tiempo a tu lado. Te quiero, Ilbe. Os quiero a todos.

Esas fueron sus últimas palabras. Mi hermana Alba acabó de hablar y cayó fulminada sobre la cama, sin dejar de sostener mi mano.
Nada de lo que me dijo aquella noche tuvo sentido en ese instante pero, a medida que fueron pasando los días, casi todo cobró significado.
Mi madre sufrió como nunca nadie había sufrido jamás. Su hija, su niñita hermosa y perfecta, había muerto antes de cumplir los ocho años. Y ella se sentía terriblemente culpable por ello.
Vinieron tantas personas al velatorio de mi hermana que el barrio entero quedó colapsado de vehículos. Mi madre no dejó que nadie pasara a ver el cuerpo sin vida de Alba, excepto nosotros. La gente pensaba que tocar su cuerpo inerte obraría milagros, yo solo podía llorar desconsolado al ver a aquella criatura angelical descansar eternamente.


- Ha sido muerte natural –dijo el forense – Esto se suele dar en personas de edad avanzada pero el caso de Alba, no sé, es como si su cuerpo ya hubiese vivido todo lo que le tocaba vivir.

Y tenía razón. Mi hermana llevaba una vida entera vivida en menos de ocho años. Había visto los temores de miles de personas, había visto la alegría y la tristeza. Había visto catástrofes, muertes, nacimientos y finales. Mi hermana había vivido la vida de los demás, mil vidas que no le pertenecían porque jamás había podido vivir la suya. Ahora, por fin, descansaba en paz.


Lo superamos, claro que lo superamos. Ella lo había visto en mis ojos y, solo por eso, tenía que ser verdad. Mi madre nunca se perdonó la muerte de Alba y, por eso, guardó todo aquel dinero en una cuenta corriente que puso a nuestro nombre. Quería purgar con nosotros los pecados cometidos con mi hermana. Después de aquello, no volvió a hablar jamás. El silencio de Alba se quedó con ella para siempre.

Las predicciones que mi hermana me hizo antes de morir encontraron su significado completo en los ojos azules de la que hoy es mi mujer, Laura. Nada más verla, supe que era lo que Alba había visto. Le conté la historia de mi hermana y, cuando se quedó embarazada, quiso que nuestra primera hija llevara su nombre. Le di las gracias en nombre de mi difunta hermana, tal como ella me había pedido.

Mi hija no había heredado la belleza despampanante de su tía pero, para mí, siempre fue el bebé más hermoso del mundo entero. Creció sana y feliz, sonriente y colmada de atenciones. No habló hasta que cumplió tres años.

- Papá, la abuela va a hablar. – declaró con seguridad.

Y esa misma tarde mi madre, por primera vez en trece años, me llamó por teléfono para hablar conmigo.

- Lo siento. – fue todo lo que dijo. Luego colgó.

En ese mismo instante, supe que había llegado el momento de decirle a mi hija que no tuviese miedo de las cosas que veía, abrazarla y manifestarle mi eterno apoyo. La última instrucción de Alba era muy clara: había llegado el momento de ser un buen padre.

La importancia del dónde

Tenían mucho en común. A los dos les encantaba el helado de leche merengada con una pizca de canela, los granizados de naranja natural con mucho hielo y el yogur de piña sin tropezones.

Los dos se bebían un vaso grande de zumo de tomate de un solo trago antes de comer y, si no había nadie cerca para verles, también una onza de chocolate negro.

A los dos les gustaba la misma música, su canción preferida era la misma y, aunque sabían que era simple casualidad, no podían evitar al oírla sonar en la radio pensar que la habían puesto solo para que ellos la escucharan.

Iban siempre al cine los domingos, solo o en compañía y escondían en su bolsillo él, en su bolso ella, una bolsa de cacahuetes bañados en miel para comerse cuando se quedaban a oscuras.

Los dos iban siempre tarareando canciones por la calle, sonriendo a desconocidos por el mero placer de ver sus caras de desconcierto, pensando en qué estaban haciendo en ese mismo instante tres semanas antes o cuatro años después.

Si se encontraban un calcetín desparejado en el suelo pensaban de inmediato en que su otra mitad lo estaría buscando desesperadamente, como creían que la suya les estaría buscando a ellos.

Ambos eran perezosos, raramente lograban despertarse antes de la una si no había un despertador por medio. Les gustaba trasnochar, bailar solos en su habitación con la música a todo volumen, reír hasta que les dolía el estómago, fingir orgasmos para escandalizar a sus vecinos, flotar en el agua hasta que los dedos se les arrugaban, tirarse de cabeza con los ojos cerrados…

Los dos querían dar la vuelta al mundo en globo, plantar un hueso de aceituna en la maceta de su ventana, probar el helado de sandía y ver el atardecer más bonito del mundo.

Tenían tantas cosas en común que, probablemente, de haberse conocido en otro lugar se hubieran terminado por enamorar locamente.

Pero se conocieron en el kilómetro quince de la Nacional II, uno contra el otro, sin supervivientes. En la radio sonaba su canción preferida. Y sí, de algún modo, la habían puesto para ellos.

Todas las veces que no nos conocimos

La primera vez que no te conocí fue aquel verano en Benidorm. Yo tenía ocho años y veraneaba, a regañadientes, con mis abuelos. Solíamos bajar todos los domingos por la tarde a tomar un helado a aquella heladería de los toldos azules en el paseo marítimo. Yo me pedía uno con dos bolas, de vainilla y chocolate, que nunca lograba acabarme. Tú tenías siete años y pasabas una semana con tus padres en un hotel con pensión completa. El domingo que llegaste, tu padre os llevó a tu madre y a ti a la heladería de los toldos azules. Te pediste un cucurucho con dos bolas, de vainilla y chocolate, que no pudiste acabarte. Ese mismo domingo, por la mañana, mis padres habían ido a buscarme.

La segunda vez que no te conocí era un poco más mayor, tenía dieciséis años. Estuve ahorrando durante seis meses para poder ir a aquel concierto. Mis padres no querían dejarme ir porque tenía que pasar la noche fuera, pero conseguí convencerles. Me presenté en Madrid a las siete de la mañana dispuesto a hacer cola para conseguir un buen sitio. Me encontré con que la fila ya daba la vuelta a Las Ventas. Al final vi el concierto desde el lateral izquierdo, con un grupo de amigos que hice esperando. Tú, sin embargo, lo hiciste en primera fila tras pasar toda la noche en la calle, con tu mejor amiga y tu padre.

La tercera vez yo ya tenía dieciocho años y acababa de llegar a la capital. Buscaba el piso compartido en el que iba a vivir hasta que terminara la carrera. En la calle Arenal pedí ayuda a una mujer con un vestido de flores granate. Ella me indicó cómo llegar y siguió caminando para alcanzar a su hija. Su hija eras tú.

La cuarta vez yo estaba en clase de Física de primero, tratando de entender a la segunda las explicaciones de aquel desfasado profesor. Me sentaba en primera fila, con mis apuntes del año anterior y mi calculadora científica, completamente concentrado en cada palabra que salía de la boca de catedrático. Tú, recién llegada a la Universidad, parloteabas con una amiga en la última fila. No volviste a aparecer en aquella clase.

La quinta vez tenía veinticuatro años. Era mi segunda entrevista de trabajo del día y estaba algo desmotivado. Yo llevaba mi único traje y respondía nervioso las preguntas de mi entrevistador. Estuve media hora tratando de convencerle de que era el candidato ideal para el puesto sin tan siquiera estar seguro de si aquello era cierto. Cuando me fui llamaron al siguiente candidato. Eras tú.

La sexta vez fue en un cine. Yo iba con una chica con la que llevaba saliendo un par de semanas y tú con el novio con el que ibas a romper después de cinco años. Nosotros en la sala cinco, vosotros en la siete.

La única vez que te conocí, sin embargo, todo fue mucho más simple. Me crucé contigo por la calle una mañana de camino al trabajo. Tu me miraste con curiosidad y, sin poder evitarlo, me preguntaste: “¿Te conozco?”. Yo, sin dudarlo, respondí: “Llevamos toda la vida sin conocernos”.

Finales felices

Le gustaba observarles desde la mesa del fondo, con un café solo y una porción de tarta de queso. Hojeaba una revista despreocupadamente o fingía hablar por el móvil. A veces había tanta gente que no necesitaba ni disimular. El bullicio se convertía en su mejor escondite y nadie reparaba en ella. O eso pensaba.

Ellos solían llegar asustados, inquietos tal vez. Lanzaban un vistazo rápido al local en busca de la flor en la solapa o el pañuelo verde. A veces también proponía que llevasen el mismo libro o que llevaran algo inusual, como una bufanda en pleno agosto o un abanico a principios de diciembre. No solían cuestionarla, la mayoría parecía divertirse con la idea de jugar durante cinco minutos a ser espías. Luego llegaba su parte preferida, cuando uno descubría al otro y se producía el chispazo. Así lo llamaba ella porque, la mayoría de las veces, podía ver perfectamente la chispa saltar en sus ojos. Y entonces sonreía, se terminaba la tarta, pagaba y se marchaba. Orgullosa de su buen trabajo, de su nuevo acierto.

Lo que ella no sabía, lo que ni siquiera imaginaba era que aquel juego suyo no pasaba tan desapercibido como pensaba. Se hubiera dado cuenta si alguna vez se hubiese fijado en la tarta de queso que otros clientes pedían. Entonces hubiera notado que su porción siempre era más grande. Y su café más dulce. Y su sitio siempre estaba reservado. Pero nadie se fija en esas cosas. Solo él, por supuesto. El camarero que desde la barra observaba cada encuentro y se moría por acercarse a ella y decirle “Esta vez te superaste, esos dos encajan como piezas de un mismo puzzle” o “Yo para este señor hubiera escogido a la rubia de la semana pasada”. No tenía ni idea de cómo organizaba las citas, pero sabía que era ella. La veía analizar todo desde su sitio, sonreír feliz cuando la conversación se afianzaba, echarles un último vistazo antes de salir… La llamaba “cupido” y esperaba ansioso que apareciera por la puerta del bar.

Un día, a mediados de junio, un tipo con bufanda y guantes apareció en el bar. Pidió un café con leche y se sentó a esperar. No tardó mucho en llegar una mujer con un vestido de tirantes granate y una estola de piel al cuello. Apenas tardaron dos segundos en identificarse. Se miraron a los ojos, sonrieron. Empezaron a hablar. Se quitaron la bufanda, la estola, los guantes… Se cogieron de la mano, no dejaron de sonreír ni un instante.

La chica del fondo se terminaba su tarta de queso, el camarero preparaba la cuenta. Todo parecía acelerarse aquel día en el bar. El amor, la felicidad, el valor… Como si alguien hubiera apretado ese botón que pasa los videos hacia delante. Y entonces todos lo supieron. La pareja supo que no habían estado hablando en aquel Chat la noche anterior, pero no les importó. Agradecieron en silencio al desconocido que había propiciado su encuentro y salieron del bar agarrados de la mano. La chica supo que su misión había terminado, que no podía seguir buscando la felicidad ajena y que ya era hora de buscar la suya propia. Y el camarero intuyó, de alguna manera, que aquella era su última oportunidad, que no podía dejarla escapar. Se acercó a ella con la cuenta y, mirándola a los ojos, dijo:

-A mí también me gustan los finales felices.

Y ella sonrió.

La última vez



La conocí más de mil veces, pero ella nunca se acordaba de mí. Me miraba con esos ojos suyos que acostumbraban a dejarme sin palabras y, sin inmutarse, me daba dos besos y sonreía. A veces intercambiábamos un par de frases cortas, unos apuntes breves sobre el conocido común que había hecho los honores o el ruido ensordecedor del local. Otras no me decía nada, tras su habitual sonrisa venía un segundo incómodo que ella siempre finalizaba con un giro rápido sobre sus talones. Y así hasta el siguiente encontronazo, hasta que algún amigo me decía que conocía a una chica perfecta para mí o coincidíamos en un taller literario cualquier tarde de jueves.

Nunca recordaba mi nombre, nunca expresaba el más mínimo indicio de conocerme. Yo sí sabía que ella se llamaba Nerea, que vivía en mi barrio y que frecuentábamos los mismos sitios. También sabía que teníamos varios amigos en común, que escribía poesía y que le interesaban muchísimo los haikus. Sabía que se reía a carcajadas cuando algo le resultaba gracioso y que cuando se emocionaba los ojos se le humedecían. Que solía recogerse el pelo para volver a soltárselo a los cinco minutos y que tenía un tatuaje en el omoplato derecho que siempre intentaba ocultar. Que no soportaba los refrescos con gas, ni el alcohol y que la comida picante la daba dolor de estómago. Que le gustaba empezar las cenas por el postre pero al final siempre se llenaba demasiado y terminaba dejando el primer plato. Que le gustaba fotografiar objetos curiosos que se encontraba por la calle con la cámara de su móvil y que sus favoritos eran los calcetines que encontraba perdidos y desparejados por la calle.

Lo que yo no sabía, de lo que no tenía ni idea era de que Nerea sabía donde vivía yo, aunque no recordaba mi nombre, aunque me había visto mal de mil veces sin ser consciente de que ya nos conocíamos, Nerea tenía mi dirección.

Y así me la encontré, en mi puerta, llamando al timbre como una loca a las tres de la mañana. Llorando, empapada, vestida con un ridículo pijama de Hello Kitty y el pelo recogido en una coleta que duró, exactamente, cinco minutos en quitarse desde que abrí la puerta.

-         No sabía dónde ir. – fue su explicación.

Y yo no dije nada, la dejé pasar y cerré la puerta. Cogí una toalla limpia y se la tendí. Ella la cogió y se secó un poco. Luego me dio las gracias y sonrió. Aquello hizo que me olvidara de mi desconcierto inicial, así que me ofrecí a preparar algo de comer. Ella aceptó enseguida y yo me fui a la cocina.

Cuando volví estaba dormida. No me atreví a despertarla, solo pude arroparla con una manta y volver a mi habitación.

No pegué ojo en toda la noche pero, aún así, no la oí marcharse. No supe que se había ido hasta que, a la mañana siguiente, encontré la manta doblada en el sofá y una nota que decía “Gracias”.

Pasaron varias semanas hasta que volvió a aparecer. La misma escena solo que, esta vez, el pijama era de Minnie. Se quedó dormida en mi sofá sin darme la oportunidad de preguntarle nada y, al día siguiente, desapareció.

Aquellas visitas se fueron haciendo cada vez más frecuentes. A veces conseguía arrancarle un par de explicaciones antes de que se quedase dormida. Solía decirme que sentía un pánico inmenso que solo se le pasaba durmiendo en mi casa. Que, por la noche, se apoderaba de ella un sentimiento terrible que no la dejaba respirar y que tenía que salir corriendo para darle esquinazo. Parecía tan triste cuando me lo decía, tan asustada, que no me quedaba más remedio que creerla.

Por eso la pedí que se viniera a vivir conmigo, si en mi casa se sentía protegida, no quería que volviera a tener miedo. Y a ella le debió parecer una buena idea, porque aceptó de inmediato.

Las cosas empezaron a ir bien. Nerea se aprendió mi nombre, por fin y empezamos a querernos como yo siempre la había querido a ella. Solíamos quedarnos dormidos en el sofá, abrazados y, si ella tenía un ataque de pánico, yo la abrazaba más fuerte y recitaba poemas en su oído.

Ese miedo inmenso que llevó a Nerea a mi puerta por primera vez empezó a desaparecer poco a poco, como si juntos fuésemos más fuertes que todos sus temores. Nerea parecía estar segura a mí lado y yo me sentía dichoso al suyo.

Lo peor de la felicidad es que tiene la fea costumbre de desaparecer cuando crees que la has atrapado. Es como el humo, no se puede coger con las manos. Y Nerea era mi felicidad, por eso se fue.

Se marchó una mañana y jamás volvió. Yo la esperaba cada noche junto a la puerta, hasta quedarme dormido. Quería que volviera, lo quería con todas mis fuerzas. Sin ella las noches no eran seguras. Empecé a entender ese miedo intenso del que Nerea siempre hablaba. Cuando ella no estaba, las paredes de mi habitación parecían caer sobre mí y todo se volvía negro. No podía respirar y mi única salida era aquella puerta que ella ya nunca cruzaba.

Pasó mucho tiempo, pasaron años. No la olvidé, pero aprendí a no necesitarla. Volví a dormir en mi cama, a respirar hondo, a sentarme en el sofá del salón. Volví a salir, a ir a talleres literarios de los jueves, a salir con chicas…

Y un día pasó lo que yo llevaba años temiendo. Al principio no la reconocí, estaba distinta. Se había cortado el pelo y había adelgazado mucho. Nos presentaron y ella me dio dos besos, como si no me hubiera visto en la vida. Luego me hizo un comentario irónico sobre el volumen de la música y sonrió. Y yo supe entonces que, en realidad, seguía siendo la misma.


Publicidad subliminal

Esta historia comienza, inevitablemente, un lunes. Porque es lo que tienen los lunes: les encanta empezar todo. Aunque no siempre lo hagan con el mejor pie. Como este lunes, sin ir mas lejos, que fue uno de esos lunes en los que uno sale de trabajar con el ceño fruncido y un humor de perros. Un lunes de jefes gritones, atascos, constipado, llamadas inoportunas y errores constantes.

Ella, la chica de la sonrisa bonita, tenía un lunes particularmente malo. Por eso salió cabizbaja del edificio. Se montó en el coche, arrancó y salió disparada de aquel lugar, sin tan siquiera fijarse en el panfletito de publicidad del parabrisas. Tardó tres kilómetros en percatarse de su incómoda presencia y, en un acto reflejo, activó los limpiaparabrisas para deshacerse de él. El papelito, rojo y blanco, salió volando por la carretera hasta que se perdió a lo lejos, en algún lugar del arcén.

Si alguien se hubiera parado a recogerlo, cosa que no sucedió, habría comprobado que pertenecía a la "Tetería Alhambra". Si, además de recogerlo, se hubiera parado a pensar que dicha tetería se ubicaba en otra ciudad, quizás se hubiera dado cuenta de que algo raro pasaba. Pero, como ya he dicho, nadie lo hizo. Y el papelito se quedó en el arcén tirado hasta que, al día siguiente, los funcionarios efectuaron la limpieza de arcenes.

Para entonces ya era martes. Un martes anodino, como cada martes. Uno de esos que podrían pasar por un miércoles o un jueves sin cambiar un ápice. Lo único que convertía ese martes en un martes diferente era el panfleto de publicidad que, nuevamente, esperaba en el parabrisas de su vehículo cuando salió del trabajo. Esta vez verde y amarillo, correspondía a una empresa llamada “Estudio fotográfico Fotocool”. La chica de la sonrisa bonita, que no era capaz de recordar la última vez que había revelado una fotografía, arrugó el papelito y lo tiró, nuevamente, al asfalto. Se montó en el coche, arrancó y se marchó a casa sin mirar tan siquiera por el retrovisor como el papelito seguía, arrugado y abandonado, tirado en el suelo.

El miércoles fue un día lluvioso, de esos que pegan los panfletos de publicidad al cristal del coche y luego cuesta un montón despegarlos. Eso a nuestra protagonista no le hizo ninguna gracia pero si le dio tiempo a leer que la publicidad en cuestión era de “Automóviles de ocasión FiestaCar”, un sitio del que ni había oído hablar ni tenía intención de ir. Tras cinco minutos de forcejeo sobre la lluvia, consiguió retirar parcialmente el insulso papelito de color blanco y se marchó. Sobre el asfalto mojado, como siempre, los pedazos rotos que quedaban del folleto, ya irreconocible.

El jueves una hojita azul se ubicaba sobre los apenas perceptibles trozos del panfleto del miércoles. Irritada por aquel acoso publicitario, lo arrancó sin leerlo del parabrisas y lo tiró con desprecio al suelo. Allí se quedó “Masajes terapéuticos” hasta que, dos horas más tarde, un tipo con la espalda machacada que se dirigía a su vehículo fijó su atención en él. Lo recogió del suelo y lo leyó pero, al darse cuenta de que el prefijo telefónico correspondía a otra comunidad, volvió a dejarlo donde estaba. Luego se fue a su casa donde le contó la curiosa anécdota a su mujer que, divertida, buscó en Internet el teléfono de un masajista para su desesperado marido.

El viernes, el mejor día de la semana por definición, la chica de la sonrisa bonita salía feliz del trabajo. Pensaba, como no, en sus planes para el fin de semana. Comida con las chicas, excursión al pantano, un café con su hermana… Estaba tan animada con su agitado y divertido fin de semana que ni se percató de la presencia de un nuevo panfleto publicitario. Lo quitó con un movimiento automático del limpiaparabrisas y lo tiró al suelo. Subió a coche, arrancó y se fue a casa. No paró de sonreír en todo el camino.

El panfleto permaneció en su sitio hasta que por la noche, cuando todos los coches se habían marchado a casa, alguien lo recogió con cuidado del suelo. Era un chico de aspecto tímido y mirada soñadora que leía la hojita en busca de algo que, claramente, no encontraba. Lo único que se podía leer era “Oro al peso, desde 25 euros el gramo”. Dobló cuidadosamente el papel y lo guardó en su bolsillo. La O había sido la más difícil de conseguir, pensó. Luego se marchó a casa, cabizbajo y distraído. Pensaba en la chica de la sonrisa bonita y en la declaración que, sin palabras, había construido para ella. Y en cuánto tiempo quedaba hasta que volviera a colocar la T en su parabrisas. El lunes, por supuesto, porque los lunes es cuando todo empieza. Incluso las declaraciones de amor imposibles. Esas que cuesta un poco reconocer.

El tren mágico de Guzmán

El tren de Guzmán no es un tren cualquiera. Por fuera parece un tren normal pero, en realidad, es un tren mágico. Por supuesto, no lo sabe nadie. La magia solo funciona cuando nadie está mirando. Ni siquiera papá y mamá lo saben. Los adultos no saben nada de magia.

El tren mágico de Guzmán solo hace magia por la noche. Cuando Guzmán y su hermana Martina están durmiendo. Cuando papá y mamá se han ido a la cama. Cuando todo está en silencio y nadie, ni siquiera Guzmán, puede verle. Entonces, el tren mágico de Guzmán sale de su escondite. A veces se ha quedado guardado debajo de la cama. A veces detrás del sofá o bajo un montón de juguetes. No importa demasiado porque, esté donde esté, el tren mágico de Guzmán siempre consigue salir de su escondite y encender sus motores.

El tren de Guzmán se hace entonces más grande. O puede que sea Guzmán quién se hace más pequeño. Nadie sabe exactamente como funciona la magia de este tren. Solo se sabe que, mientras Guzmán duerme, el tren mágico le sube a uno de sus vagones y sale por la ventana sin que nadie le vea.

El tren se lleva a Guzmán a recorrer el mundo. A veces también se lleva a Martina o a papá. También a mamá, claro. Incluso, algunas veces, se lleva a todos juntos a dar vueltas alrededor del mundo. Mientras duerme, aunque no lo sepa, Guzmán viaja en su tren mágico. Y atraviesa los valles nevados de la lejana Rusia. O los campos de arroz de la recóndita China.

La gente, cuando los ve pasar, los saludo alegremente y dicen “Mira, ¡es Guzmán y su tren mágico!” y se ponen muy contentos. Porque, el tren mágico de Guzmán tiene otro secreto. No solo sale a hurtadillas de noche, con Guzmán y su familia dormidos en un vagón. No, además de eso, el tren mágico de Guzmán reparte ilusiones. Las va dejando salir por su chimenea de vapor, para que lleguen a todas partes. Algunos las ven llegar y las cogen al vuelo. Otros, como Guzmán, están dormidos y no ven como se depositan en su mesilla de noche. Solo a la mañana siguiente, cuando abren los ojos, se encuentran con la ilusión que el tren mágico de Guzmán les ha dejado. Y sonríen.

Cuando ha terminado de recorrer el mundo, el tren mágico de Guzmán vuelve a casa. Vuelve a la habitación y se hace otra vez pequeño. O hace que Guzmán vuelva a ser grande, eso nadie lo sabe. Se esconde debajo de la cama. O detrás del sofá. A veces no se acuerda muy bien de donde estaba y aparece en otro sitio. Luego se queda muy quieto hasta que sale el sol.

Papá y mamá entran en la habitación para despertar a Guzmán, que ha tenido un sueño muy raro. Ha soñado que un esquimal le lanzaba una bola de nieve a la ventanilla del tren. Martina se ríe y luego van todos juntos a desayunar. El tren mágico de Guzmán aprovecha entonces para limpiar la nieve que le ha quedado en la ventanilla. Para que nadie sepa que es mágico.





*** He escrito este cuento para una persona muy especial. Tiene 3 años y se llama Guzmán. Es tremendamente valiente. Como Guzmán solo hay uno entre cien mil. Eso tiene que ser magia.