Raíz cuadrada de menos uno

No me suele gustar la gente que se define en cifras porque, si se cuantifican a sí mismos, es muy probable que también lo hagan conmigo. Y yo no creo que una cifra pueda definirme. ¿O sí?

Lo cierto es que existe una tendencia generalizada hacia la cuantificación debido a que los números aportan a nuestra persona un valor tangible. Un valor seguro. Y todos tenemos la necesidad de sentirnos seguros de vez en cuando. Aferrarse al número de documento nacional de identidad, a una medida, a una fecha. Eso, de algún modo, nos delimita. Nos sitúa. Nos otorga un contexto. El problema es que se puede delimitar el continente, pero no el contenido.

Una de las cosas que más me fascina de las matemáticas es i. Los números complejos se dividen en dos: reales e imaginarios. Los reales son la inmensa mayoría de los números, los que todos conocemos y algunos que si no has estudiado matemáticas puede que ni te suenen. Los imaginarios son todos aquellos números que no tienen parte real.  Se describen como el producto de un número real por la unidad imaginaria i, denotando la letra i la raíz cuadrada de -1. O, cómo decía Gottfried Leibniz, un número situado a medio camino entre la existencia y la no existencia. Esa ambigüedad es la que convierte a i en el único número que podría definirme.

Pero todos necesitamos una parte real, ese es el problema. Por eso tendemos a buscar el modo de ubicarnos en el conjunto de los números reales. Buscamos un todo que nos englobe. Una tribu urbana, un partido político, una creencia, una afición. Todos necesitamos un recipiente en el que no encontrarnos solos. En el que no destaquemos. Un lugar en el que ser sólo una número racional real. Sin que la raíz cuadrada de menos uno nos haga diferentes. A veces sólo queremos eso, que la multitud eclipse al individuo. Porque, aunque nuestra jarra contenga agua, siempre habrá alguien que llene la suya de vino y tiña nuestro líquido incoloro de rojo. 

Las cifras pueden contenerme, pero no definirme. Puedo, por ejemplo, delimitar mi cuerpo en centímetros y decirte exactamente cuanta piel me cubre. Darte los nueve dígitos que te pondrían en contacto directo conmigo. Cuantificar todo lo que poseo. La fecha en la que respiré por primera vez. Y, posiblemente, te harías una idea de mí. Podrías ubicarme, reconocerme, contabilizarme... pero no me conocerías. Tendrías el continente pero no el contenido. Lo de fuera, lo de la superficie es la parte real, el número que se multiplica por la unidad imaginaria. Pero lo que verdaderamente me define, lo que realmente soy es i: raíz cuadrada de menos uno.





Los pasajeros



A veces en la vida te pasan cosas maravillosas como, por ejemplo, que un día abras el email y te encuentres con la nueva novela inédita de Gabri Ródenas. Acompañando este regalazo una invitación a convertirme, junto a un grupo reducido de "elegidos", en lectora beta de esta historia. Obviamente fue una oferta que no pude rechazar, sobre todo porque ya he leído anteriores novelas de este autor y sabía el terreno que pisaba. 

Lo primero que sorprende de Los Pasajeros es su temática. Fiel a su estilo, Gabri sigue ofreciéndonos una novela denuncia que obliga al lector a reflexionar, pero esta vez se atreve también con lo paranormal. Basta decir que uno de los personajes de la novela responde al nombre de Don Diego de la Vega... y no es una novela histórica.

En los primeros capítulos los personajes son presentados uno por uno. O, mejor dicho, se presentan a sí mismos. Creo que esto está magistralmente narrado ya que resulta de lo más sencillo meterse en la piel de cada uno de ellos, pese a que no tienen absolutamente nada que ver entre sí y son de lo más varipinto. Conseguir plasmar esto en papel me parece todo un logro, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de un elenco bastante amplio y el lector no pierde la orientación ni un instante.

La novela está plagada de referencias culturales, sello indiscutible de Gabri Ródenas y una delicia para todo aquel que se entretenga en indagar sobre las mismas. Creo que las novelas de Gabri me duran tanto precisamente por eso, me obliga a hacer contínuas pausas en busca de esas pequeñas pistas que nos va dejando. Como bien me avisó por twitter mientras escribía la novela, hay un fragmento que me ha gustado especialmente por lo distópico y familiar que me resulta.

Y ese es otro de los puntos fuertes de esta novela: la hemos visto nacer, crecer y alcanzar la madurez. Los Pasajeros ha ido tomando forma en las redes sociales y sorprende ver cómo este proceso ha sido introducido a su vez en la novela, lo cual me dejó absolutamente de piedra y me provocó una gran sonrisa a reconocer ciertas cosas que yo ya había leído previamente entre las páginas de Los Pasajeros. Creo que es lo más original que he visto en mucho tiempo, pero viniendo de Gabri era hasta de esperar. No en vano se ha ganado el sobrenombre del escritor hacker...

La trama, como siempre, una denuncia social de lo más impactante. Nadie se salva de la sagaz pluma de Gabri Ródenas, que no deja títere con cabeza y nos obliga a reflexionar sin que tan siquiera seamos conscientes de ello. No desvelaré más porque considero que es infinitamente mejor leerlo sin tener más datos.

Con la ventaja de haber leído Los Pasajeros antes de su publicación he de confesar que no me sorprendió, aunque sí me entusiasmó, la noticia del fichaje de Gabri por B de Books. Mi más sincera enhorabuena para Gabri y para esta editorial, que creo que ha hecho una de sus mejores adquisiciones. Te deseo muchísimo éxito, Gabri, te lo mereces todo.

Equidistantes


Voy a planificar un encuentro fortuito. Para que tú y yo coincidamos. Para que tú creas que improvisas y yo que lo tengo todo controlado. Aunque no sea cierto. Aunque nos empeñemos en caminar sobre esas líneas paralelas que nunca llegarán a cruzarse. Seamos equidistantes esta noche.

Te cambio mi reloj por tu cámara. Me dejo el tiempo en casa, me llevo las ganas. Que me sobran los segundos cuando estoy contigo. Cuando estoy sin ti. Y yo sigo siendo la mejor de mis invenciones. Te conté alguna que otra historia más, pero no me creíste. Lo sé. Que lo único en lo que nos ponemos de acuerdo es en que no nos gustan los finales. Confieso que ya ni siquiera me gustan los principios.

Por eso, seamos equidistantes. Uno junto al otro, sin tocarnos. Vamos a perdernos esta noche. A buscar la oscuridad. A conducir hasta que no veamos nada. Hasta que se extingan las carreteras. Hasta que se agote la noche. Que las noches son demasiado frías en mis sueños. Más, mucho más que un invierno entero. Que prefiero el frío en los huesos que en el alma. Y yo ya no recuerdo cómo es una lágrima.

Sin ti, pero contigo. Tengo demasiado de eso últimamente. Será que los lazos me aprietan las muñecas. Será que me tiran aún los puntos. Equidistantes, recuerda. Aunque haga frío y todo esté apagado. Aquí no hay interruptores, pero no hemos conducido tanto para quedarnos a oscuras. Ah, ¿no? No. Hemos venido a capturar estrellas. Y yo, que hasta esta noche creía que eso era imposible. Pero lo imposible sólo tarda un poco más. Clic.

Rota


Que yo no quiero rutinas, ni besos con prisa, ni huidas, ni sentarme a esperar que te decidas, que mientas, que sigas, que te canses de volar. Que puse mi futuro a plazo fijo y me quedó en números rojos la cuenta, la vida, a su antojo. Se me fueron corriendo las ganas de soñar. Salté por la ventana mientras se derrumbaba el techo. Sin equipaje, sin mañana. Y aún encuentro entre los escombros de vez en cuando algún recuerdo que me pone de rodillas y me hace temblar. Que no, que yo no quiero pasado, ni restas, ni lazos. Que prefiero mil veces la guerra que liderar una prisión. Que me cansé de sus jaulas y me perdí por los tejados para no volver. Para no ser más la que se dejaba acorralar, a la que domesticaban. Que yo no quiero ser lo que alguien esperaba que fuese. Que me quedaron grandes sus vestidos y pequeñas sus ideas. Que para saltar los charcos no necesito paraguas, ni botas de agua, ni lluvia. Que soy todo lo que tengo y ya no quiero nada más. Y no hago promesas, ni preguntas, ni planes a largo plazo. Me fui vaciando de todo para llenarme de mí. Como si me iluminara de golpe. Es difícil sostener una vela bajo la fría lluvia de noviembre y yo no quiero apagarme. Y si te deslumbro quizás deberías comprobar si la luz de tu habitación está encendida antes de soplar en mi contra. Que yo no quiero ser ni tu salvación ni tu condena. Que yo sólo quiero correr y notar como el viento me despeina. Y encontrarme descalza, salvaje, sola al caer la noche. Agazapada entre mis ruinas, apuntando sonrisas en mi diario. Un poco menos incompleta de lo que estaba al amanecer, pero igual de rota.

Envasado al vacío


No sé si os habéis fijado alguna vez, pero el etiquetado de los productos del supermercado es de lo más explícito: ingredientes, fecha de envasado, de caducidad, información nutricional, sin colorantes ni conservantes, sin gluten, sin lactosa, sin azúcares añadidos, sin grasa... Las etiquetas del supermercado nos facilitan toda la información sobre el producto que estamos sopesando consumir: lo que hay y lo que no hay. El consumidor responsable lee estas etiquetas. Busca los productos que contienen o, mejor dicho, no contienen aquello que no desea consumir y compara antes de meter cualquier alimento en su carro de la compra.


¿Nos preocupamos tanto por lo que metemos en nuestro carro de la compra cómo por lo que metemos en nuestra cabeza?

Somos bombardeados diariamente con información que no hemos solicitado, información que nos llega lista para consumo. Desconocemos su procedencia o los aditivos que se han añadido para convertir la realidad en un producto de supermercado, pero pocas veces nos cuestionamos si lo que estamos consumiendo ha podido ser manipulado previamente. Nos limitamos a digerir lo que otros se han ocupado de procesar por nosotros. No nos creemos responsables de realizar esta tarea nosotros mismos porque en los estantes de ese gran supermercado que es la sociedad de la sobreinformación en la que vivimos los productos ya se encuentran envasados al vacío. Y no hay etiquetas que nos adviertan sobre lo que contienen. O, peor aún, sobre aquello de lo que carecen.

Hace unas semanas Jordi Évole puso en evidencia esta realidad con su especial "Operación Palace", un falso documental sobre el 23-F con el que el presentador se quedaba con más de la mitad de los españoles. Las reacciones tras el visionado del programa fueron diversas, pero no faltaron los reproches por el engaño. ¿Fueron realmente Jordi Évole y su equipo los responsables del engaño? Ellos se limitaron a crear un producto y a dejarlo a disposición de los espectadores. El público que lo visionó era el único responsable de lo que estaba consumiendo. Eran ellos quienes debían haber cuestionado lo que estaban viendo, quienes tenían que ocuparse de leer la etiqueta.

En el caso de "Operación Palace", esta etiqueta era mostrada al final del programa. La manipulación se hacía evidente al revelar la falsedad de lo anteriormente emitido pero, lamentablemente, esto pocas veces sucede. La mayoría de la información que recibimos a diario ha sido aderezada para adaptarla al criterio del medio de comunicación que nos la proporciona. La misma noticia en dos medios de ideologías contrarias puede presentar una realidad muy diferente.

Somos alineados sin saberlo. Se nos encamina hacia una postura y se nos facilitan argumentos para defenderla. El pensamiento crítico se encuentra en horas bajas. Es la nuestra una sociedad con prisa, una sociedad sin tiempo para cocinar que encuentra productos a medida en las estanterías del supermercado. Listos para consumo. Productos que nos han acomodado, que nos han acostumbrado a que otros se ocupen de la engorrosa tarea de envasarlos para nosotros y hemos dejado de cuestionarnos qué se esconde detrás. A nadie le interesa leer la etiqueta porque la información no daña nuestra salud, no engorda ni da alergia. La información "sólo" nos condiciona. Nos dirige. Nos posiciona...pero, ¿a quién le importa de verdad todo eso?