La chica que solo comía cereales

La conocí un verano en Lisboa. Nosotras, mis compañeras de viaje y yo, la llamábamos Sidney… aunque ese no es su verdadero nombre. El nombre la venía de su ciudad porque aquella chica, la chica de los cereales, era australiana.

Desde la primera vez que escuché su historia, supe que algún día escribiría sobre ella. Hay veces en la vida que te encuentras con personas que han hecho algo que realmente merece la pena ser contado. Sidney era una de ellas.

Todo empezó en Australia, con una Sidney recién licenciada a la que su novio de toda la vida acababa de romper el corazón. Tras diez años de relación, la había dejado por razones que no vienen al caso pero que, os aseguro, duelen. Según sus propias palabras, ante ella solo había dos opciones: venirse abajo o actuar.

Ella eligió actuar, por supuesto. Tengo que reconocer que era una persona muy fuerte, quizás una de las más decididas que jamás haya conocido.

La decisión no se hizo esperar. Tras su fiesta de graduación, Sidney dejó sus vestidos y sus zapatos de tacón para meter en una mochila un pantalón desmontable, dos camisetas y unas botas de montaña. Su objetivo era rotundo: iba a dar la vuelta al mundo. Ya no había marcha atrás.

Se compró un billete multidestino con fecha abierta en el que gastó la mayor parte de sus ahorros. Después, se registró en Couchsurfing y compró una caja gigante de cereales, con la que pensaba alimentarse hasta conseguir algo mejor. Así empezó su aventura.

Tengo que decir que, aunque contándolo así no parezca gran cosa, para ella fue muy difícil embarcarse en este viaje. No solo no había salido nunca de su Australia natal, si no que estaba muy unida a su madre y a su hermana y le daba auténtico terror ausentarse de su lado durante tanto tiempo. Porque eso también es importante: Sidney no se iba para unos meses o un año… el viaje de Sidney no tenía fechas. No tenía límites. Es complicado irse de un lugar al que no sabes cuando volverás.

Cuando yo la conocí, llevaba seis meses fuera de casa. Había estado en Indonesia durante dos meses. Me comentó que lo que más le sorprendió de su primer destino fue el hecho de que, pese a estar tan cerca de Australia, era una cultura completamente diferente a la suya.

Después había decidido comenzar con Europa entrando por Gran Bretaña. Había estado un mes recorriendo la isla británica y luego había visitado Irlanda, el país vecino. Allí había estado dos meses porque, literalmente, se había enamorado de la tierra. Había estado durmiendo en diferentes ciudades, buscando personas que pudieran alojarla en su aventura. Durante dos el fin de semana que pasó en Dublín, estuvo ayudando en una taberna de Temple Bar a cambio de algo de dinero para su viaje.

Su siguiente destino había sido España. Había tardado un mes en recorrer las principales ciudades. Me confesó que Madrid le había encantado pero que Ibiza había sido el sitio donde mejor lo había pasado. No en vano, pasó en la isla balear diez días de los treinta que empleó para todo nuestro país.

Durante su viaje había conocido a multitud de personas. Gente que la había alojado, la había mostrado la ciudad y que había compartido su comida con ella. De hecho, seis meses más tarde en Lisboa, aún le quedaban cereales en su caja. Y aquel era el único alimento que ella se había podido permitir comprar. El poco dinero que llevaba, una mezcla imposible entre euros, rupias, dólares y libras, lo estaba utilizando para pagarse el transporte entre ciudades y llamar a su casa.

Los tres días que pasamos con ella fueron fascinantes. Estuvimos hablando durante horas de su viaje, de las experiencias que había vivido y de las anécdotas que conservaba. Me habló de su vida en Australia, de lo tranquila que había sido siempre y de lo raro que se le estaba haciendo vivir tanto en tan poco tiempo. Me dijo que se había sentido más viva en seis meses que en sus veintiséis años de vida. Y luego me enseñó fotos, muchísimas fotos. Creo que pasamos una noche entera viendo imágenes de su viaje. La gente que la alojaba iba grabándola discos de fotos para que ella pudiera conservar intacta la memoria de su cámara. Tenía unos diez discos.

El último día nos acompañó a la estación de autobuses. Nosotras bajábamos a Lago y ella iba a subir a Oporto, para después ir a Francia. Nos despedimos entre lágrimas y me prometió que, cuando acabase su viaje, me escribiría para avisarme. Esa misma mañana, antes de irnos, compré en el supermercado una caja gigante de cereales para ella. Se rió mucho cuando se la di y me agradeció el gesto. Su caja estaba ya en las últimas.

Tres años más tarde me escribió. Había regresado a casa y tenía previsto pasar, al menos, un año allí para poder devolver los favores que le habían hecho. Luego tenía la ilusión volver a Irlanda, quizás para quedarse pero antes quería alojar a la gente que la había alojado, enseñarles la ciudad, invitarles a comer… quería hacer por otros lo que habían hecho por ella. En su email también había una invitación para mí y un agradecimiento por mi caja de cereales. Me contó que le duraron casi cuatro meses.



Las Navidades que secuestramos a la Muerte

Las Navidades que secuestramos a la Muerte fueron las más raras de nuestras vidas. Pasaron muchas cosas después de aquello y, por supuesto, habían pasado muchas más cosas antes… pero ninguno de nosotros consiguió olvidar aquellas tres semanas jamás. Y ella, por supuesto, tampoco.

Todo empezó casi por casualidad. El abuelo de mi amigo el Bombilla estaba en casa, a punto de morirse. Nosotros fuimos allí para hacerle compañía, tal como nos pidió. El Bombilla tenía la firme convicción de que, si su abuelo moría estando él presente, su alma se quedaría pegada a él para siempre. Su descabellada idea era que, si estábamos todos en la sala, el alma de su abuelo sería incapaz de decidir y terminaría por marcharse. No es que fuera lo más lógico del mundo, pero el Bombilla nunca destacó por sus ideas coherentes. Se ganó el mote gracias a aquellas estupideces que, de vez en cuando, sugería.

Allí estábamos todos: Pancho, el Mono, Bombilla y yo. Sentados en la habitación del moribundo, en las sillas más incómodas del mundo, rodeados de ese olor a rancio característico de la vejez, charlando sobre cualquier cosa. Bueno, no cualquier cosa, en aquella época teníamos como tema principal las nuevas tetas de la hermana de Pancho. A él le reventaba que sacásemos a relucir el tema cada dos por tres, pero es que su hermana había pasado de ser una tabla a convertirse en una carretera con curvas peligrosas… y el muy cabrón no nos quería contar si había sido cosa de la naturaleza o del bisturí. Sé que no es el tema más apropiado para la situación pero, por aquel entonces, nosotros tampoco éramos demasiado apropiados.

La vimos de pasada. Como una brisa muy suave que te pone los pelos como escarpias. Se coló en la habitación y nos dejó a todos callados. El abuelo del Bombilla empezó a toser muy fuerte y entonces lo supimos: la Muerte acababa de entrar. Todo lo que pasó después fue demasiado rápido y, si queréis mi opinión, demasiado estúpido.

Fue culpa del Mono, que no supo contenerse. Se abalanzó sobre la Muerte como si fuese a hacerle un placaje. Pancho, que ve una movida y se mete sin pensárselo dos veces, fue detrás. El Bombilla estaba atónito y no era de extrañar, su abuelo miraba a la Muerte con los ojos más abiertos que jamás he visto. Mientras tanto yo, que siempre he sido el más parado de todos, estaba anclado a la silla como si me hubiesen atado a ella.

Dejaron a la Muerte fuera de combate. Mis amigos son así de brutos, eso nunca tuvo remedio. El abuelo del Bombilla nos miraba con una expresión que, juraría, era puro odio. Si hubiese podido hablar, nos hubieran llovido los insultos. El Mono y Pancho nos pidieron una cuerda. El Bombilla se puso a revolver los cajones hasta que dio con una. Por alguna extraña razón, todos los abuelos del mundo tienen una cuerda de plástico negra en su poder. Deben de creer que les puede salvar la vida (y, efectivamente, así fue).

Con la Muerte atada a una de las sillas, nos quedamos parados sin saber qué más podíamos hacer. La Muerte nos miraba extrañada, como si no entendiera qué pretendíamos conseguir reteniéndola de aquella manera. Además, por su aspecto, juraría que acababa de descubrir que aquella silla no era, precisamente, la más cómoda del mundo.

Era rara. No tenía forma concreta, ni guadaña, ni una capa negra. Era como algo irreal, atado a una silla incómoda, con unos ojos que no eran ojos pero que sí miraban. No había descripción posible, había que verla. Y, lamentablemente, no salía en las fotografías. Una lástima.

El abuelo del Bombilla, cansado de nuestras tonterías, volvió a quedarse dormido. Eso nos dio más margen de actuación porque, sinceramente, era complicado concentrarse con el viejo mirándonos fijamente. La Muerte por su parte seguí intrigada por nuestro extraño ataque pero, si sabía hablar, no dijo nada.

- Esto es lo que haremos – dijo el Mono – secuestraremos a la Muerte.
- ¿Estás loco? – dije yo.
- No, no… tiene razón. Si secuestramos a la Muerte, nadie morirá. Mi abuelo podrá pasar las Navidades con nosotros y nadie perderá a sus seres queridos durante las Fiestas.
- Sería casi como hacer un milagro- matizó Pancho- seríamos héroes.
- Pero... ¡no podemos secuestrar a la Muerte! La gente tiene que morir. De eso se trata: vives, mueres. Es un pack. Un dos por uno.
- Es mi abuelo, no imagino unas Navidades sin él – el Bombilla solía jugarme la carta de la compasión con frecuencia y, por desgracia, siempre funcionaba.
- Está bien, pero solo tres semanas. Después de Reyes la soltamos.

Las cosas fueron relativamente sencillas una vez tomada la decisión. Lo bueno de secuestrar a la Muerte es que no te tienes que preocupar de que coma o haga sus necesidades. La dejas atada a la silla y te olvidas. Ni siquiera nos teníamos que quedar a vigilar, teníamos al abuelo del Bombilla a cargo. El hombre no podía levantarse a desatarla y, en caso de que la Muerte intentase algo, le habíamos dejado una campanilla atada al dedo meñique. Solo tenía que agitarla para que acudiésemos en su ayuda. Eso último fue idea del Bombilla, aunque yo siempre dudé que realmente fuese a funcionar.

Las cosas fuera de la habitación del abuelo del Bombilla no estaban siendo tan sencillas. Cuando llevábamos una semana de secuestro, empezaron a aparecer noticias raras en los periódicos.

“Una semana sin muertos”
“Hospitales desbordados”
“Las empresas funerarias en crisis”

A mí no me preocupaban mucho las empresas funerarias. No me parecía bien que alguien pudiese beneficiarse del sufrimiento ajeno. Tampoco me parecía tan grave lo de los hospitales. A fin de cuentas, estaban para acoger a los enfermos. Si no tenían camas, que pusiesen más. Mis amigos estaban de acuerdo conmigo. Solíamos pasar las tardes en la habitación del abuelo del Bombilla, leyendo las noticias que, sin saberlo, mencionaban nuestro secuestro. Luego comíamos patatas fritas hasta que nos dolía el estómago. Alguna vez le ofrecimos a la Muerte, pero nunca quiso. No era demasiado amable.

Nos dimos cuenta de la gravedad de la situación cuando el secuestro ya duraba dieciocho días. Todo fue una mañana, cuando sonó la campanilla. Subimos todos rápidamente a ver qué había pasado y nos encontramos con un terrible espectáculo. El abuelo del Bombilla había intentado ahogarse con el hilo de la campanilla. Evidentemente, no lo había conseguido: a fin de cuentas, la Muerte seguía bien atada a la silla… pero aquello nos hizo recapacitar.

- ¿Por qué crees que lo habrá hecho? – dijo el Mono.
- Sufre. – contestó Pancho.
- Pero esta vivo, ¿no? Eso es lo que importa. – Intervine yo.
- Hay veces que estar vivo duele.- sentenció el Bombilla. – Deberíamos ir al hospital y ver qué está pasando.

Jamás habría imaginado que el desbordamiento del hospital pudiera llegar a tal magnitud. Las habitaciones, habitualmente de dos pacientes, ahora tenían tres. Había camas en los pasillos y las enfermeras corrían de un lado a otro, frenéticas. Aquello era un caos.

Había gente que, tras sufrir un accidente de coche, se había quedado tan destrozado que no podía ni respirar sin sentir un dolor indescriptible. Lo normal hubiese sido que esa persona muriese en el acto… pero la muerte no estaba allí para llevárselo y había sobrevivido. Eso sí, el precio de aquella pequeña prórroga era demasiado elevado.

Había gente muy mayor, cuyos cuerpos se habían rendido hacía días. Estaban en un estado entre la vida y la muerte, padeciendo lo inimaginable y mirando al techo en busca de alivio.

Había enfermos terminales cuyas enfermedades ya habían vencido la batalla, pero que seguían respirando por razones que no comprendían. Su padecimiento era tal, que ni la morfina conseguía calmarlo.

Entonces lo comprendí todo. No habíamos salvado a aquellas personas librándolas de la muerte: las habíamos torturado. La Muerte no era la mala de la historia, era solo una parte más del proceso. Todo era una cadena, un engranaje… y nosotros habíamos quitado la última pieza. Ahora el circuito estaba incompleto y las consecuencias eran nefastas.

No necesitamos hablar mucho. Fue más bien una mirada común y un gesto de asentimiento. El Mono, Pancho, el Bombilla y yo regresamos a la habitación para liberar a la Muerte. Después, todo volvió a la normalidad.

El entierro del abuelo del Bombilla fue el día de Reyes. Mi amigo estaba en paz porque, por fin, había comprendido. Todos estuvimos allí para apoyarle.

Años más tarde, en mi último día de vida, pude ver a mis familiares sufrir ante la idea de mi pérdida. Quise contarles esta historia, la historia de las Navidades que secuestramos a la Muerte para hacerles comprender que yo ya estaba preparado, pero me falló la voz. Ella estaba allí, tal como la recordaba. Me sonrío con complicidad y me cogió de la mano. Por primera vez en mucho tiempo, mi alma se llenó de paz.