Publicidad subliminal

Esta historia comienza, inevitablemente, un lunes. Porque es lo que tienen los lunes: les encanta empezar todo. Aunque no siempre lo hagan con el mejor pie. Como este lunes, sin ir mas lejos, que fue uno de esos lunes en los que uno sale de trabajar con el ceño fruncido y un humor de perros. Un lunes de jefes gritones, atascos, constipado, llamadas inoportunas y errores constantes.

Ella, la chica de la sonrisa bonita, tenía un lunes particularmente malo. Por eso salió cabizbaja del edificio. Se montó en el coche, arrancó y salió disparada de aquel lugar, sin tan siquiera fijarse en el panfletito de publicidad del parabrisas. Tardó tres kilómetros en percatarse de su incómoda presencia y, en un acto reflejo, activó los limpiaparabrisas para deshacerse de él. El papelito, rojo y blanco, salió volando por la carretera hasta que se perdió a lo lejos, en algún lugar del arcén.

Si alguien se hubiera parado a recogerlo, cosa que no sucedió, habría comprobado que pertenecía a la "Tetería Alhambra". Si, además de recogerlo, se hubiera parado a pensar que dicha tetería se ubicaba en otra ciudad, quizás se hubiera dado cuenta de que algo raro pasaba. Pero, como ya he dicho, nadie lo hizo. Y el papelito se quedó en el arcén tirado hasta que, al día siguiente, los funcionarios efectuaron la limpieza de arcenes.

Para entonces ya era martes. Un martes anodino, como cada martes. Uno de esos que podrían pasar por un miércoles o un jueves sin cambiar un ápice. Lo único que convertía ese martes en un martes diferente era el panfleto de publicidad que, nuevamente, esperaba en el parabrisas de su vehículo cuando salió del trabajo. Esta vez verde y amarillo, correspondía a una empresa llamada “Estudio fotográfico Fotocool”. La chica de la sonrisa bonita, que no era capaz de recordar la última vez que había revelado una fotografía, arrugó el papelito y lo tiró, nuevamente, al asfalto. Se montó en el coche, arrancó y se marchó a casa sin mirar tan siquiera por el retrovisor como el papelito seguía, arrugado y abandonado, tirado en el suelo.

El miércoles fue un día lluvioso, de esos que pegan los panfletos de publicidad al cristal del coche y luego cuesta un montón despegarlos. Eso a nuestra protagonista no le hizo ninguna gracia pero si le dio tiempo a leer que la publicidad en cuestión era de “Automóviles de ocasión FiestaCar”, un sitio del que ni había oído hablar ni tenía intención de ir. Tras cinco minutos de forcejeo sobre la lluvia, consiguió retirar parcialmente el insulso papelito de color blanco y se marchó. Sobre el asfalto mojado, como siempre, los pedazos rotos que quedaban del folleto, ya irreconocible.

El jueves una hojita azul se ubicaba sobre los apenas perceptibles trozos del panfleto del miércoles. Irritada por aquel acoso publicitario, lo arrancó sin leerlo del parabrisas y lo tiró con desprecio al suelo. Allí se quedó “Masajes terapéuticos” hasta que, dos horas más tarde, un tipo con la espalda machacada que se dirigía a su vehículo fijó su atención en él. Lo recogió del suelo y lo leyó pero, al darse cuenta de que el prefijo telefónico correspondía a otra comunidad, volvió a dejarlo donde estaba. Luego se fue a su casa donde le contó la curiosa anécdota a su mujer que, divertida, buscó en Internet el teléfono de un masajista para su desesperado marido.

El viernes, el mejor día de la semana por definición, la chica de la sonrisa bonita salía feliz del trabajo. Pensaba, como no, en sus planes para el fin de semana. Comida con las chicas, excursión al pantano, un café con su hermana… Estaba tan animada con su agitado y divertido fin de semana que ni se percató de la presencia de un nuevo panfleto publicitario. Lo quitó con un movimiento automático del limpiaparabrisas y lo tiró al suelo. Subió a coche, arrancó y se fue a casa. No paró de sonreír en todo el camino.

El panfleto permaneció en su sitio hasta que por la noche, cuando todos los coches se habían marchado a casa, alguien lo recogió con cuidado del suelo. Era un chico de aspecto tímido y mirada soñadora que leía la hojita en busca de algo que, claramente, no encontraba. Lo único que se podía leer era “Oro al peso, desde 25 euros el gramo”. Dobló cuidadosamente el papel y lo guardó en su bolsillo. La O había sido la más difícil de conseguir, pensó. Luego se marchó a casa, cabizbajo y distraído. Pensaba en la chica de la sonrisa bonita y en la declaración que, sin palabras, había construido para ella. Y en cuánto tiempo quedaba hasta que volviera a colocar la T en su parabrisas. El lunes, por supuesto, porque los lunes es cuando todo empieza. Incluso las declaraciones de amor imposibles. Esas que cuesta un poco reconocer.