Buscadores de momentos

La principal cualidad de un buscador de momentos era la discreción. Se movían sigilosos por las calles en busca de momentos especiales, instantes únicos que capturar. Después, cogían aquellas instantáneas y, sin que nadie se diera cuenta, la guardaban en su bolsillo con disimulo. Si tu presenciabas o, por qué no, protagonizabas uno de aquellos momentos solo sentías un leve cosquilleo. La sensación era más parecida a una suave brisa de aire rozando tu nuca que a un experimentado buscador de momento tomando prestado un instante especial. A veces, ni siquiera eso. Algunos eran tan buenos que era imposible detectarlos. Se movían como sombras, como fantasmas.

La principal ventaja de los buscadores, además de su habilidad para pasar desapercibidos, era su anonimato. Nadie sabía que existían y, por tanto, nadie se paraba a buscarlos. El problema era que aquello dificultaba enormemente encontrar nuevos buscadores que fuesen reemplazando a los que ya no podían desempeñar sus funciones. Normalmente, la vida laboral de un buscador de imágenes era corta. En cuanto los años comenzaban a manifestarse, sus cuerpos se volvían más torpes y la agilidad empezaba a desaparecer. Ya no resultaban tan invisibles como antes y debían ser reemplazados por nuevos candidatos, pasando a ocupar puestos administrativos en el archivo

El archivo era el lugar al que iban a parar los momentos una vez que eran encontrados y clasificados debidamente. Aquel archivo era un lugar fantástico. Cualquier instante, por insignificante que pudiese parecer, tenía su lugar allí. Los grandes acontecimientos, como el fin de la primera guerra mundial o el descubrimiento de América compartían estantería con el primer diente de Jonás o la primera vez que Camila lloró por desamor. Nada era irrelevante allí. Los buscadores habían sido adiestrados para comprender que había acontecimientos destinados a cambiar el curso de la humanidad y otros destinados a cambiar la vida de un solo individuo pero, fuese cual fuese su magnitud, todos ellos eran instantes únicos. Momentos que, seguramente, jamás volverían a repetirse.

Sin embargo, todo esto no fue siempre así. Hubo un tiempo en el cual los momentos eran escogidos minuciosamente. A nadie del archivo le interesaba el primer día de colegio de Tobías o el nacimiento de Cecilia. En aquella época, los buscadores de momentos estaban siempre dónde tenían que estar: aviones que se estrellaban, bombas atómicas, coronaciones reales, terremotos… Los momentos eran transcendentales y relevantes. Solo si interesa a la mayoría, decían. Y así fue hasta que todo cambió.

Henri Möller no era un buscador de imágenes y, seguramente, desconocía su existencia. Sin embargo, Henri era prácticamente transparente. La gente pasaba a su lado sin mirarle y no era raro que, de vez en cuando, alguien tropezase con él en la calle por no haberle visto. A todos los efectos, Henri Möller era un fantasma.

El problema de Henri era que, si bien el resultaba invisible para el resto, los demás ejercían una fuerte fascinación sobre él. A Henri le gustaba observar a la gente, conocer sus vidas y atrapar sus momentos en el aire. Solía ir siempre con su vieja réflex, haciendo fotografías a todo aquello que el consideraba importante. De aquella manera, Henri había conservado los primeros pasos del bebé de los Foster o la última noche que Sally Hërmstrong pasó con su nieta. Eran momentos mágicos para Henri, instantes que conservaba para no olvidar nunca que hasta lo más insignificante puede ser importante si se mira con los ojos adecuados.

Con dichos antecedentes, no fue de extrañar que Henri Möller fuese reclutado por los buscadores de momentos. No necesitaron esforzarse mucho para convencerle porque, si bien se mostró algo escéptico al principio, Henri no tardó demasiado en darse cuenta de que había nacido para aquel trabajo.

Los primeros meses de adiestramiento, Henri los pasó con un supervisor, pero no necesitó demasiadas instrucciones porque poseía un talento innato para la búsqueda. Henri era, probablemente, el mejor buscador de todos los que había habido hasta entonces. Sabía estar en el momento adecuado y, sobre todo, sabía como esfumarse. Lo suyo era insuperable.

Henri capturaba más momentos que ningún otro buscador. Los encontraba en todas partes, en cualquier persona. Veía instantes únicos donde los demás solo veían rutina. Algunos de sus compañeros envidiaban su capacidad para descubrir la magia en todas partes. Los demás no soportaban que perdiese el tiempo con aquellas tareas tan insignificantes cuando, ahí afuera, había multitud de momentos históricos esperando ser encontrados.

No fue hasta unos meses más tarde, cuando el archivo comenzaba a desbordarse con todos aquellos momentos que Henri recopilaba, que se empezó a hablar de hacer algo. Los encargados de clasificar los momentos no daban abasto con todo el material de Henri y decidieron plantarse. Se negaron a recoger más instantáneas de primeros besos o bebés recién nacidos y se centraron en realizar solo el trabajo que realmente importaba.

Todo esto puede parecer, a simple vista, irrelevante pero lo cierto es que la tarea que Henri desempeñaba era tremendamente importante. La finalidad del archivo no era otra que conservar aquellos momentos vivos. Estar allí almacenados los convertía automáticamente en recuerdos y, de aquella manera, se impedía que se borrasen de la memoria colectiva. Era de vital importancia que los grandes acontecimientos de la humanidad se mantuviesen a salvo y solo estando en el archivo podía conseguirse. A nadie le preocupaba que Carmen recordase las primeras palabras de su hija o que Ji Yeong se acordase de la primera vez que vio a su esposa. A nadie excepto a Henri.

Finalmente, la presión de los altos cargos terminó por obligar a Henri a rendirse y los momentos volvieron a catalogarse de acuerdo a su importancia. El viejo lema volvió con más fuerza que nunca y el pobre Henri tuvo que dejar de hacer aquello que tanto le gustaba para no perder el trabajo que tan feliz le hacía.

Algo pasó, sin embargo, después de aquello. Fue algo que nunca antes había pasado porque nunca antes nadie había guardado recuerdos individuales. La gente no echaba de menos los recuerdos colectivos porque, pese a llevar un trozo de historia en su interior, no llevaban la carga emocional que aquellos insignificantes instantes de Henri contenían. Por eso, cuando la gente perdió sus recuerdos, la tristeza se instaló en sus corazones.

El silencio se apoderó de las calles y las lágrimas de los ojos de los viandantes. La gente estaba triste sin saber porqué, solo tenían la sensación de echar algo en falta y no poder acordarse. Era terrible, miles de rostros grises recorrían las aceras y, en aquellas circunstancias, detectar a los buscadores de momentos era relativamente sencillo: bastaba con fijarse en la única persona que no pareciese estar a punto de romper a llorar.

Aquello fue una tragedia en toda regla. Los buscadores empezaron a ser detectados y realizar su trabajo se volvió imposible, por no mencionar que las ciudades se llenaron de tristeza y desolación. Nadie, excepto Henri, parecía saber que estaba pasando.

“Son los recuerdos” explicó a sus compañeros “Todos necesitamos recuerdos. Son lo que somos. Si los perdemos, nos perdemos a nosotros mismos. Y nadie sabe vivir así”.

La explicación de Henri parecía razonable y, rápidamente, todos se pusieron de acuerdo en que era imprescindible recuperar aquellos recuerdos. “Construiremos un archivo más grande” aseguraron. Y, ese mismo día, todos salieron en busca de nuevos recuerdos.

La tarea no era fácil ya que los buscadores habían dejado de pasar desapercibidos y, para capturar un momento, era imprescindible no formar parte de él. Una vez que te descubrían, la magia se terminaba y la misión fracasaba estrepitosamente. Por esta razón, los buscadores fueron regresando al archivo uno a uno, con los bolsillos completamente vacíos.

“No lo conseguiremos” decían “Hemos perdido nuestras facultades”. Miraban resignados las estanterías repletas de los recuerdos que habían conseguido hasta la fecha y suspiraban abatidos. Aquello era el fin del mundo tal como se recordaba.

O al menos eso parecía hasta que llegó Henri. Traía los bolsillos repletos de momentos. El primer cumpleaños de Mikel, la despedida de Andrea y Leire, los zapatos nuevos de Samantha, el salto en paracaídas de Eric, la operación de cadera de Julia, la primera vez que Esteban veía el mar… Montones de instantes que fue entregando a sus compañeros para que, uno a uno, fuesen almacenados en las estanterías.

Después de aquello, todo volvió a la normalidad. La gente empezó a sonreír de nuevo al recordar aquel primer amor o aquella anécdota tan divertida. Los buscadores de momentos recuperaron su anonimato y llenaron el nuevo archivo de millones de instantes de todas las clases. El lema fue sustituido por uno mucho más acorde “Hasta en lo más insignificante se puede hallar un momento único” y todos, absolutamente todos, asentían al escucharlo. Aquello era algo que jamás olvidarían.

Los domingos de verano

A Lucy Lee le gustaba inventar historias. Las tardes de verano, sobre todo los domingos, nos tumbábamos sobre la verde hierba del prado y Lucy me contaba historias, cuentos fabulosos que yo escuchaba con los ojos cerrados.

Lucy Lee decía que las mejores historias se contaban los domingos de verano y que, escuchar una historia era como besar: nunca debía hacerse con los ojos abiertos. Por aquel entonces yo hacía todo lo que Lucy Lee decía, era imposible no hacerlo. Lucy Lee tenía ese algo que te hace seguir sus pasos sin plantearte hacia dónde vas.

Mi historia preferida era la de la casa del árbol. En realidad, aquella casa existía. Mi padre la había construido para nosotros años atrás. Lucy y yo la usábamos para esconder nuestros tesoros. Objetos inútiles que encontrábamos abandonados en algún patio o en la cuneta. Los guardábamos en un baúl de madera que habíamos subido a la casa del árbol con ayuda de una cuerda. Tenía un candado y dos llaves. Lucy guardaba su llave en una cadena dorada que llevaba siempre colgada al cuello. Yo tenía la mía en el bolsillo del pantalón hasta que la perdí. Desde entonces, Lucy Lee fue la dueña del baúl de los tesoros y yo tenía que conformarme con ver aquellos maravillosos objetos cuando ella quería abrirlo.

La historia de la casa del árbol trataba sobre hombres pájaro. Los hombres pájaro eran seres como nosotros, pero mucho anteriores a nuestra era. Tenían alas, unas enormes y fabulosas alas que les permitían volar por la inmensidad del cielo. Construían casas en los árboles, enormes casas de madera con forma de pájaro en las que vivían cuando no estaban volando. Eran felices así, surcando el cielo como aves, hasta que empezaron los problemas. Los hombres pájaro empezaron a nacer sin alas. Fueron pocos al principio, uno o dos de cada diez, pero aquello bastó para alarmar al resto. No sabían qué hacer con aquellos niños sin alas. No sabían cómo enseñarles a caminar, ya que ellos nunca habían aprendido. Los niños sin alas se quedaron aislados en las casas de los árboles porque no sabían cómo bajar de ellas. Sus padres se desesperaban al verlos allí, sentados todo el día sin poder moverse. A medida que pasaba el tiempo, los niños sin alas se convertían en hombres sin alas y empezaban a superar en número a los hombres pájaro. Un día, uno de los hombres sin alas, diseñó un artefacto que les permitiría bajar de las casas de los árboles. Lo llamó ascensor. Poco después, un hombre sin alas pensó que quizás todo sería más fácil si dejaban de construir sus casas en los árboles y empezaban a construirlas en el suelo.

- Así fue como dejamos de tener alas – decía Lucy – porque ya no nos hacían falta.

Aunque yo sabía que la casa del árbol, nuestra casa del árbol, era obra de mi padre, me gustaba pensar que era una de aquellas casas que los hombres pájaro habían abandonado al aprender a caminar. Por eso, entre nuestros tesoros, había una sorprendente cantidad de plumas. Yo las recogía siempre del suelo porque sabía que, algún día, encontraría la pluma de un hombre pájaro… y quizás, con esa pluma, yo también podría volar.

El último domingo de verano que Lucy y yo pasamos juntos no hubo historias. Lucy había encontrado una pluma que nunca antes habíamos visto en el jardín de la señora McCluskey. Era una pluma enorme, de color turquesa y brillante. Nada más verla, supe que aquella pluma había pertenecido a un hombre pájaro. Lucy rió al escucharme y me la quitó de las manos. Después echó a correr hasta la casa árbol y, antes de que consiguiera alcanzarla, la guardó bajo llave en el baúl de madera.

Odié a Lucy por aquello y juré no volver a hablarla nunca más. La ignoré durante toda la semana, fingiendo no escuchar las piedrecitas que cada tarde arrojaba contra mi ventana. El día que las llamadas cesaron, supe que había vencido.

Era domingo y, como cada domingo, fui a reunirme con Lucy a la casa del árbol. Quería decirle que la perdonaba y que podíamos volver a ser amigos. Esperaba que Lucy se alegrara al verme y me contara alguna de sus maravillosas historias. Sin embargo, todo lo que encontré al llegar a la casa del árbol fue la terrible ausencia de Lucy. Sobre el baúl estaba su llave, sin cadena ya. Cogí la pluma turquesa y salí en busca de Lucy. Recorrí toda la zona sin éxito. Solo entonces me di cuenta de que, en realidad, no sabía nada de Lucy Lee. No sabía donde vivía, ni quiénes eran sus padres, ni a qué colegio iba en otoño. Solo sabía que inventaba historias todos los domingos de verano.

No volví a ver a Lucy Lee. Los veranos fueron pasando y, al final, derribaron la casa del árbol. De los tesoros del baúl solo conservé la pluma turquesa y la llave que había pertenecido a Lucy. Los años me hicieron dudar de la existencia de mi amiga y, durante mucho tiempo, creí que todo había sido fruto de la imaginación desbordada de un niño.
Un día, tal vez un domingo de verano, entré a una librería en busca de los libros de texto de mi hijo pequeño. Allí, en la sección de cuentos infantiles, una ilustración llamó poderosamente mi atención. Era una casa con forma de pájaro, una casa en un árbol con un ascensor. Lucy Lee seguía contando historias, pensé. La vida volvía a tener sentido.