Los domingos de verano

A Lucy Lee le gustaba inventar historias. Las tardes de verano, sobre todo los domingos, nos tumbábamos sobre la verde hierba del prado y Lucy me contaba historias, cuentos fabulosos que yo escuchaba con los ojos cerrados.

Lucy Lee decía que las mejores historias se contaban los domingos de verano y que, escuchar una historia era como besar: nunca debía hacerse con los ojos abiertos. Por aquel entonces yo hacía todo lo que Lucy Lee decía, era imposible no hacerlo. Lucy Lee tenía ese algo que te hace seguir sus pasos sin plantearte hacia dónde vas.

Mi historia preferida era la de la casa del árbol. En realidad, aquella casa existía. Mi padre la había construido para nosotros años atrás. Lucy y yo la usábamos para esconder nuestros tesoros. Objetos inútiles que encontrábamos abandonados en algún patio o en la cuneta. Los guardábamos en un baúl de madera que habíamos subido a la casa del árbol con ayuda de una cuerda. Tenía un candado y dos llaves. Lucy guardaba su llave en una cadena dorada que llevaba siempre colgada al cuello. Yo tenía la mía en el bolsillo del pantalón hasta que la perdí. Desde entonces, Lucy Lee fue la dueña del baúl de los tesoros y yo tenía que conformarme con ver aquellos maravillosos objetos cuando ella quería abrirlo.

La historia de la casa del árbol trataba sobre hombres pájaro. Los hombres pájaro eran seres como nosotros, pero mucho anteriores a nuestra era. Tenían alas, unas enormes y fabulosas alas que les permitían volar por la inmensidad del cielo. Construían casas en los árboles, enormes casas de madera con forma de pájaro en las que vivían cuando no estaban volando. Eran felices así, surcando el cielo como aves, hasta que empezaron los problemas. Los hombres pájaro empezaron a nacer sin alas. Fueron pocos al principio, uno o dos de cada diez, pero aquello bastó para alarmar al resto. No sabían qué hacer con aquellos niños sin alas. No sabían cómo enseñarles a caminar, ya que ellos nunca habían aprendido. Los niños sin alas se quedaron aislados en las casas de los árboles porque no sabían cómo bajar de ellas. Sus padres se desesperaban al verlos allí, sentados todo el día sin poder moverse. A medida que pasaba el tiempo, los niños sin alas se convertían en hombres sin alas y empezaban a superar en número a los hombres pájaro. Un día, uno de los hombres sin alas, diseñó un artefacto que les permitiría bajar de las casas de los árboles. Lo llamó ascensor. Poco después, un hombre sin alas pensó que quizás todo sería más fácil si dejaban de construir sus casas en los árboles y empezaban a construirlas en el suelo.

- Así fue como dejamos de tener alas – decía Lucy – porque ya no nos hacían falta.

Aunque yo sabía que la casa del árbol, nuestra casa del árbol, era obra de mi padre, me gustaba pensar que era una de aquellas casas que los hombres pájaro habían abandonado al aprender a caminar. Por eso, entre nuestros tesoros, había una sorprendente cantidad de plumas. Yo las recogía siempre del suelo porque sabía que, algún día, encontraría la pluma de un hombre pájaro… y quizás, con esa pluma, yo también podría volar.

El último domingo de verano que Lucy y yo pasamos juntos no hubo historias. Lucy había encontrado una pluma que nunca antes habíamos visto en el jardín de la señora McCluskey. Era una pluma enorme, de color turquesa y brillante. Nada más verla, supe que aquella pluma había pertenecido a un hombre pájaro. Lucy rió al escucharme y me la quitó de las manos. Después echó a correr hasta la casa árbol y, antes de que consiguiera alcanzarla, la guardó bajo llave en el baúl de madera.

Odié a Lucy por aquello y juré no volver a hablarla nunca más. La ignoré durante toda la semana, fingiendo no escuchar las piedrecitas que cada tarde arrojaba contra mi ventana. El día que las llamadas cesaron, supe que había vencido.

Era domingo y, como cada domingo, fui a reunirme con Lucy a la casa del árbol. Quería decirle que la perdonaba y que podíamos volver a ser amigos. Esperaba que Lucy se alegrara al verme y me contara alguna de sus maravillosas historias. Sin embargo, todo lo que encontré al llegar a la casa del árbol fue la terrible ausencia de Lucy. Sobre el baúl estaba su llave, sin cadena ya. Cogí la pluma turquesa y salí en busca de Lucy. Recorrí toda la zona sin éxito. Solo entonces me di cuenta de que, en realidad, no sabía nada de Lucy Lee. No sabía donde vivía, ni quiénes eran sus padres, ni a qué colegio iba en otoño. Solo sabía que inventaba historias todos los domingos de verano.

No volví a ver a Lucy Lee. Los veranos fueron pasando y, al final, derribaron la casa del árbol. De los tesoros del baúl solo conservé la pluma turquesa y la llave que había pertenecido a Lucy. Los años me hicieron dudar de la existencia de mi amiga y, durante mucho tiempo, creí que todo había sido fruto de la imaginación desbordada de un niño.
Un día, tal vez un domingo de verano, entré a una librería en busca de los libros de texto de mi hijo pequeño. Allí, en la sección de cuentos infantiles, una ilustración llamó poderosamente mi atención. Era una casa con forma de pájaro, una casa en un árbol con un ascensor. Lucy Lee seguía contando historias, pensé. La vida volvía a tener sentido.

5 comentarios:

galmar dijo...

:) me ha encantado tu cuento:)) un beso bien grandeeeee:)))) es tremendamente tierno y soñador:))) muásssss

Dara dijo...

seguro que Lucy Lee tenía algo de niña pájaro. segurísimo que sí.


(los domingos son buenos para cualquier cosa, pero para contar historias mucho más. yo lo sé desde siempre)


sonrisa gigante

la chica de los lacasitos dijo...

larga vida a los domingos
pero a los bonitos, eh?

Anónimo dijo...

me hubiese encantado conocer a una lucy lee :)

Pugliesino dijo...

A la vida le das un hermoso sentido por cada momento que se pasa leyéndo relatos como los que escribes.

Tiendes sueños para leer.

Un abrazo! :)