El vendedor de tiempo

Han pasado muchos años desde que escribí este cuento. Lo hice, concretamente, en 2003. Con él conseguí mi primer premio "importante" y, solo por eso, le guardo especial cariño. Lo rescato hoy porque llevo (y me esperan) unas semanas en las que realmente voy a necesitar conseguir tiempo a cualquier precio.




Carlos miró nervioso su reloj de pulsera. No iba a llegar a tiempo. Otra vez tarde y ya iban tres retrasos en tan solo una semana. Su profesor iba a enfadarse mucho con él. Quizá no le dejaba ni entrar en clase.
Carlos era un chico muy responsable, inteligente y estudioso... pero incapaz de madrugar. Le costaba mucho despertar cada mañana. Apagaba el despertador y callaba su incesante pitido para volverse a dormir solo un ratito más. Pero esos ratitos se prolongaban y era muy habitual que se quedase dormido. Si ya de por sí solía retrasarse, aquel año la tardanza se había acrecentado. Carlos había cambiado de instituto y ahora cada mañana tenía que coger el tren para ir hasta el pueblo vecino dónde estaba el centro. Tan solo llevaban una semana de clase y Carlos ya había llegado tarde dos veces. A primera hora tenía matemáticas y el profesor era un hombre mayor con muy malos humos. No había sido muy comprensivo las anteriores ocasiones y le había advertido de que no le iba a dejar entrar en clase si volvía a llegar tarde. Por todo esto, Carlos estaba muy preocupado. Si tan solo pudiese tener unos minutos mas...

- ¿Cuánto necesitas?

Una voz aguda interrumpió los pensamientos de Carlos. Frente a él, un hombre menudo y regordete le sonreía. Carlos le miró con disimulo. Llevaba un traje gris y tenía un maletín negro sobre las rodillas. Su cara le resultaba algo infantil, a pesar del pequeño bigote que cubría su labio superior, y los ojos le brillaban de un modo poco habitual. No estaba seguro de que le hubiese hablado a él, pero no había nadie mas cerca de ellos dos y él había escuchado aquella frase perfectamente.
El hombre miró a Carlos, seguramente esperando una respuesta. Carlos le observaba extrañado, sin atreverse a hablar.

- Perdona chico, te he preguntado que cuánto necesitas.
El hombre arqueó sus espesas cejas negras y se inclinó hacia Carlos. El chico le miró con recelo y respondió dubitativo.
- ¿Qué cuánto necesito? ¿A qué se refiere?
El hombre miró a Carlos como si fuese un bicho raro. ¿Acaso aquel chaval no sabía a que se estaba refiriendo? Esta juventud... Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y le extendió una pequeña tarjeta dorada a Carlos. Él cogió la tarjeta sin saber muy bien de qué iba todo aquello y, apoyándola en su mano derecha, la leyó en voz baja.


Arturo C. Cronos
Vendedor de tiempo


Carlos tuvo que leer aquella tarjeta un par de veces hasta asegurarse de que no estaba soñando y de que aquello realmente estaba ocurriendo. Luego la guardó en el bolsillo trasero de sus vaqueros. El hombrecillo le miraba sonriente y afirmaba con la cabeza, como respondiendo una pregunta que Carlos no había formulado. Luego volvió a preguntar.

- Y bien, ¿cuánto quieres?
- Yo... no sé. ¿Qué es exactamente usted?
- ¿No te han enseñado aún a leer, chaval? Soy un vendedor de tiempo. Es sencillo. Tú querías tiempo y yo puedo vendértelo.
- ¿Cómo sabe que yo...?
- Lo has dicho. – interrumpió el vendedor.- o tal vez lo hayas pensado. Ya no distingo casi entre pensamientos y voces reales. Son muchos años...

Carlos se frotó los ojos con las manos y volvió a mirar al hombrecillo. Era real. Estaba frente a él y vendía tiempo. Quizá fuese una broma. No, no lo creía. Estaba seguro de que aquel hombrecillo decía la verdad, sus ojos le resultaban demasiado sinceros, no era aquella la mirada de un mentiroso. Casi sin querer, Carlos empezó a pensar en aquello. Diez minutos era todo lo que necesitaba. Con diez minutos se libraría de una buena bronca, pero... no tenía dinero. Y el tiempo seguramente valdría mucho dinero.

- No solo se puede comprar tiempo con dinero. Ya casi nadie paga en metálico. Hay mas formas de comprarlo.

Carlos estaba seguro de no haber hablado, pero aquel hombre había adivinado lo que pensaba. Leía su mente, eso había dicho antes. Un escalofrío recorrió su espalda, no le gustaba la idea de que pudiese escuchar sus pensamientos. Intentó no pensar, pero no podía. Demasiadas preguntas que hacer.

- ¿Cuáles?
- Pues bien, las más comunes son dos: almas y tiempo final. El resto son bastante complejas y no suelen ser muy efectivas. Ya sabes, obtienen poco tiempo.
- ¿Almas?
- Claro, claro. Olvidaba que no sabes nada del tema. Es sencillo. Un alma equivale aproximadamente a dos años de tiempo normal. Mientras más almas vendas, mas tiempo obtienes. Hace unos años podías obtener mucho más, pero en la última década el tiempo ha aumentado mucho su valor. Son pocos los que lo tienen y muchos los que lo quieren.
- ¿Cuántas almas tiene una persona?
- Una, por supuesto. Eso lo sabe cualquiera. Pero hay formas de obtener almas. Muy pocas veces se regalan, aunque se puede. Normalmente se roban.
- ¿Almas robadas?
- Si, robadas. Cuando un inocente es asesinado sin motivo, su alma pasa a su asesino. Es un alma maldita, pero es un alma. Las almas robadas no valen más de un año. Es un delito muy grave, como puedes suponer. Yo no acepto almas robadas, es ilegal y a mi no me gustan tener problemas con la Ley...

A Carlos todo aquello de las almas robadas no le gustaba nada y no quiso seguir preguntando. No imaginaba que alguien fuese capaz de asesinar a una persona para poder vivir un año más. Era cruel e inhumano. Entonces pensó en lo otro que le había dicho, tiempo final o algo parecido. ¿Que sería aquello? El vendedor contestó sin darle tiempo a empezar la pregunta. Carlos empezaba a acostumbrarse a aquella curiosa manera de comunicarse.

- Es la forma más común de comprar tiempo. Verás, el tiempo no solo se compra, también se vende. Te pondré un ejemplo: tú querías diez minutos, ¿no? Pues bien, diez minutos ahora te costarían veinte minutos de tiempo final. Ese tiempo se te descontaría de tu tiempo total.
- Es decir, moriría antes. ¿Me equivoco?
- Veo que aprendes rápido. Efectivamente, en pocas palabras y para que me entiendas, morirías antes. Aunque es mucho más complejo. En fin, como comprenderás no tengo todo el día para explicarte esto. ¿Estás interesado en comprar esos diez minutos? Podría hacerte una oferta, por ser tu primera compra. Espera que mire...

Mientras el hombre buscaba algo en su maletín, Carlos se quedó pensativo. Comprar tiempo... Era increíble que todo aquello le estuviese sucediendo a él. Ni en mil años se habría imaginado tomando aquella decisión. Necesitaba aquellos diez minutos, pero no estaba dispuesto a vender su alma y mucho menos a robar alguna. Tiempo final. Era la idea que menos le disgustaba. Total, era joven y seguramente le quedase mucha vida por delante, por veinte minutos...

- ¡Carlos! ¡Carlos!

El cuerpo de Carlos comenzó a girar a una velocidad pasmosa sobre sí mismo. La cabeza le daba vueltas y parecía que iba a estallar, como si un martillo le golpeara. Una luz blanca y brillante cegó sus ojos un instante y cuando por fin pudo abrirlos...
Era su cuarto. Su madre le llamaba desde la puerta entreabierta. Miró el despertador que había sobre la mesilla. Aún era pronto. Solo había sido un sueño. Se levantó a duras penas de la cama y cogió los vaqueros que había sobre la silla del escritorio. Algo cayó al suelo.

- Carlos, hijo, date prisa que vas a llegar otra vez tarde.

Su madre levantó la persiana y le besó en la frente con delicadeza. Olía a café recién hecho y galletas. Carlos apretó con fuerza la pequeña tarjeta dorada que acababa de recoger del suelo y sonrió.

- No te preocupes, mamá. Siempre puedo comprar algo de tiempo

Ella

Era pequeña y débil, de forma redondeada e inconsistente. Caminaba tambaleándose o se dejaba escurrir hasta llegar a cualquiera que fuese su destino. Le gustaba deshacerse al contacto con la piel y dejar un rastro de sí misma a su paso. Sonreía cuando lograba provocar un cosquilleo y se sentía pesada cuando caía silenciosa en el olvido.

Era transparente, inodora, de sabor salado, tacto acuoso y sonido leve. Podía percibirse con los cinco sentidos si alguien se tomaba la molestia de hacerlo. Vibraba antes de desaparecer y estallaba en un brillo intenso que apenas era perceptible durante unas milésimas de segundo. Nacía del dolor más hondo, de la alegría más irracional, de la melancolía más incomprendida, de la impotencia, de la desdicha, de una emoción o de un simple recuerdo. Se dejaba ver en despedidas, en encuentros, en rupturas, en soledad, en silencio… Prefería salir cuando la intimidad pesaba en el ambiente y acompañarse de quienes, como ella, tenían la tristeza por profesión y el desahogo por vocación.

A veces se deleitaba humedeciendo los labios rosados que se interponían entre ella y su destino. Los acariciaba con su tacto de agua y los regaba con su salino sabor. Otras, prolongaba su desembocadura para poder observar detenidamente el precipicio al que se encaminaba. Le gustaba, sobre todo, cuando era ella la única aventurera del recorrido. Cuando la habían dejado marchar en un descuido, más silenciosa que el silencio y más solitaria que la misma soledad. Contemplaba el mundo desde su privilegiada posición, donde la verdad se hacía evidente y no había sentimiento capaz de ocultarse a su mirada. Era entonces tan poderosa como quisiese ser, tan mágica como invisible. Arrojarse al vacío después de aquello era revivir. Se lanzaba sin miedo, sin temblores ni destellos. No la hacía falta embellecer lo que, de por sí, ya era bello. Caía con gracia, con energía y dulzura. Luego era difícil olvidarla. Dejaba en el alma el peso de su caída hasta el amanecer. Su recuerdo se ponía de manifiesto al caer la noche, el momento en que los sentimientos arrojan sus disfraces al suelo y se dejan sentir tal y como han sido concebidos. Ella se escabullía entre ellos para dejarse admirar, reconocer su proeza. Ellos la observaban fascinados y la dejaban disfrutar el privilegio de ser protagonista en aquel alma desnuda.

No tenía familia, no tenía amigos ni recuerdos propios. Se alimentaba de los sentimientos ajenos para ejercer su trabajo. Prestaba sus emociones a quienes las precisaban y nunca dudaba en acudir a la llamada más inusitada. Sin fuerza física, era más fuerte que cualquiera de nosotros, pues su simple presencia derrumbaba al más valiente. Había estado en todo tipo de mejillas, en todo tipo de lugares. Había sido llorada por todas las causas posibles, en mentiras y verdades. Era más antigua que la palabra escrita, más conocida que el silencio.

Dormía en los ojos y por ellos conocía el mundo. Las retinas le contaban sus viajes, sus vivencias. Había ido recopilando un sin fin de anécdotas a lo largo de su eterna trayectoria. Había visto llorar a Emperadores, a Reinas, a científicos, a escritores, a campesinos, a labradores, a gente humilde y a gente con grandes aspiraciones.

Ella mejor que nadie conocía a la igualdad. Sabía que nadie afrontaba de un modo racional el peso del llanto en el alma. Sabía que hasta el más sensato, terminaba dejándose llevar por sus emociones.
Sus pasos por mejillas ajenas tampoco entendían de sexos, de razas, religiones o edades. Pisaban mejillas indistintamente y el camino nunca era mucho más diferente que el anterior. Para ella, el llanto era una actividad básica del ser humano y se sentía privilegiada de poder compartir aquellos momentos de intimidad con él.

Ella no escuchaba, no ofrecía consuelo, no solucionaba problemas ni acababa con los miedos. Ella simplemente aparecía, se dejaba escurrir y se iba. El alivio era leve, pero existía. Su trabajo era simple, era primitivo, básico y necesario.

Era una lágrima.

Juego de niños

- Vamos a jugar a algo.

Aquella fue la frase que lo inició todo. Era verano y estábamos en el barrio, como siempre. Capi se estaba fumado uno de los cigarrillos que le había robado a su madre y los demás esperábamos, impacientes, que nos ofreciera una calada.

- ¿Echamos un partido? – propuse.
- Chan pinchó el último balón, ¿recuerdas? No creo que mi padre me compre otro hasta mi cumpleaños. – Pérez era el niño mimado del grupo, sus padres solían comprarle todo lo que pedía… y él siempre lo compartía con nosotros.
- Podemos ir a mi casa a ver una peli, mis padres están en el restaurante.- Los padres de Chan tenían un restaurante de comida china en el barrio, de ahí le venía el mote aunque, en realidad, se llamaba Antonio y su familia no había pisado China en su vida.
- Me aburro, Chan. Paso de películas y paso de fútbol. Tengo un plan mejor.

Capi siempre tenía un plan mejor, por eso le decíamos que era el “capitán”. Solía ser el primero en todo. Fue el primer en fumar, el primero en probar la cerveza y, por supuesto, el primero en besar a una chica. Hasta que Capi no lo hacía, los demás no nos atrevíamos si quiera a planteárnoslo. A su lado, éramos una panda de cobardes.

- Vamos a las vías. He tenido una idea.

Las vías era un lugar de reunión habitual del grupo. Habíamos descubierto un agujero en la valla por el que nos escabullíamos para colarnos en las vías del tren. Solíamos sentarnos allí a ver pasar los trenes y charlar. A veces, si había algún tren parado, nos subíamos encima y corríamos por el techo. El guardia de seguridad nos había pillado un par de veces y nos había echado, pero seguían sin arreglar el agujero y nosotros volvíamos a colarnos de nuevo.

- ¿Tu idea de hacer algo divertido es ver como pasa el tren? – protesté.
- No, idiota. Vamos a jugar a un juego que se me acaba de ocurrir.
- ¿Qué juego es ese?
- Consiste en quedarnos en la vía hasta que venga el tren, el último que se aparte, gana.
- ¿Estás de broma?- Pérez era el mayor del grupo y siempre solía poner el toque de sensatez en nuestras conversaciones.
- No, hablo completamente en serio. Vamos, no tiene porqué pasar nada. ¿O es que acaso os da miedo?
- A mi me parece guay. – Chan era el más fiel a Capi, nunca le cuestionaba.
- Yo paso, me voy a casa.
- ¡Vamos, Pérez! No seas nenaza. No juegues si no quieres, pero quédate. Puedes ser el árbitro.
- Claro tío, alguien tiene que controlar el tiempo.- me oí decir.
- Vale, voy… pero me sigue pareciendo una mala idea.
- A ti todo te parece una mala idea.- sentenció Capi y, acto seguido, se encaminó hacia las vías.

Las reglas del juego eran sencillas. Nos posicionábamos en la vía, de frente, uno tras otro y esperábamos a que se acercara un tren. Antes de que el tren alcanzara nuestra posición, nos tirábamos hacia uno de los lados de la vía para esquivarlo. El último en quitarse, ganaba.

Estar delante de un tren en marcha hace que todo tu cuerpo se tense. Es como mirar a los ojos a la muerte. Estás tú y el tren, nada más. La mirada fija en el punto del horizonte donde aparecerá el primer vagón, los pies clavados al suelo y el resto del cuerpo temblando. El corazón comienza a acelerarse y cada latido parece retumbar dentro de tu cabeza, como una bomba a punto de estallar. Es la adrenalina, que se dispara por tu cuerpo sin control alguno. Cuando estás delante de un tren en marcha el miedo se vuelve tangible.


La primera partida la ganó Capi. Yo fui el primero en retirarme, en cuánto vi que el tren surgía en el horizonte, salté desesperado hacia dónde estaba Pérez, cronometrando nuestros tiempos con su nuevo reloj de pulsera. El segundo en abandonar fue Chan, a tan solo un 90 segundos de la llegada del tren. Capi aguantó hasta el último minuto, cuando todos empezamos a gritar y, como si despertara de un trance, saltó hacia el lateral.

Aquella primera partida no fue divertida, fue excitante. Nos habíamos enfrentado a la muerte y habíamos sobrevivido. Éramos valientes, éramos héroes.

Todo podría haber quedado ahí, en aquella primera aventura con final feliz, pero el riesgo tiene un efecto adictivo que la mayoría de las personas desconocen. Cuando te arriesgas tanto y sales victorioso, tu cuerpo te pide más. Necesitas superarte, encontrar el límite. Por eso jugamos la segunda partida y, por eso también, empezamos la tercera.

La segunda partida la ganó Chan, a tan solo 50 segundos de la llegada del tren. Yo volví a quedar el último, aunque no me importó demasiado, para mi era un logro haber aguantado hasta el último minuto. Capi, sin embargo, no se lo tomó nada bien. Él era un ganador nato y no soportaba que nadie le superase. Siempre tenía que hacerlo mejor que los demás, él siempre ganaba. Quizás fue su valentía, quizás su orgullo. Siempre tuvo demasiado de ambas cosas.

- Está empezando a oscurecer – dijo Pérez – será mejor que lo dejemos por hoy.
- Ni en broma. No podemos irnos sin un ganador y, ahora mismo, estamos a empate.
- Podemos volver mañana – Chan siempre tan diplomático.
- No, mañana ya sirve de nada. Esto hay que resolverlo hoy. Vamos, no seáis críos.
- Capi, creo que Pérez tiene razón. Estoy cansado ya y me duele la rodilla de la caída de antes, no quiero repetir.- confesé.
- Pues no juegues. Esto es entre Chan y yo. El desempate. ¿Qué dices, Chan?
- La última. – y aquella frase selló nuestro destino para siempre.

Desde la barrera el juego no era tan emocionante como desde dentro, resultaba más bien inquietante. Mis amigos estaban firmes en sus posiciones, esperando. Pérez y yo estábamos sentados en un lateral, con el cronómetro preparado y la mirada fija en el horizonte. El sol se había apagado ya y la escena resultaba de lo más desconcertante. Hasta que apareció una luz al final de la vía y todos nuestros cuerpos se tensaron.

El tren se aproximaba a más velocidad que los anteriores, eso fue lo primero que percibí. Luego me di cuenta de que no era un tren de mercancías, como los anteriores, era un tren de cercanías. Creo que fue en ese instante en el que empecé a gritar, justo en el momento en que comprendí que los cálculos mentales que habíamos aplicado para los otros dos trenes no servirían para este.

Chan saltó en el acto, nada más percatarse de lo mismo que yo. Capi seguía allí, ajeno a todos nosotros. El ruido del tren le impedía oírnos, a los tres, gritando desesperados para que se apartase.

Es curioso como cambia la vida en un segundo. Recuerdo aquel último segundo como un intento desesperado de salvar la vida de mi amigo. Estar a tan solo unos metros de distancia de él y no poder hacer nada. Tener solo un instante para tratar de cambiar el destino y darte cuenta de que no es tiempo suficiente. Entender demasiado tarde que no hay nada que puedas hacer. Y, un segundo más tarde, tu vida es completamente diferente.

La última vez que vi a Chan y a Pérez fue en el funeral de Capi. Ni siquiera éramos capaces de mirarnos a los ojos. Teníamos catorce años y habíamos perdido a nuestro mejor amigo, no estábamos preparados para afrontarlo. Nadie lo está nunca, a ninguna edad.

He vuelto a las vías alguna vez desde entonces. El agujero de la valla ya está tapado y ahora hay cámaras de seguridad a lo largo de todo el trayecto. A veces me encuentro allí un ramo de flores, como los que yo mismo llevo. Me consuela pensar que mis amigos tampoco olvidan, que de algún modo Capi nos sigue manteniendo unidos… aunque sea en la memoria.