D-503


El hecho de que Yevgueni Zamiatin fuera ingeniero naval me lleva a pensar que hay mucho de él en el protagonista su obra más conocida: Nosotros. No en vano D-503 es un ingeniero al mando de la construcción de una nave, la Integral.

La mente de D-503 se rige por  la lógica matemática, por eso el mundo que conoce le resulta reconfortante. Basada en el Taylorismo, la sociedad de Nosotros no es más que una inmensa cadena de montaje en la que todo se encuentra perfectamente posicionado. No se deja absolutamente nada al azar. Todo, desde la individualidad hasta las relaciones personales está regulado y cuantificado. No hay margen de error. La sociedad es un engranaje perfecto, rígido, mecánico. Una ecuación matemática. No hay, como señala el propio D-503, nada más allá de lo racional.

Cierto día, Pliapa nos contó algo acerca de los números irracionales y aún recuerdo que golpeé en la mesa, exclamando:
- No quiero la raíz de -1. ¡Quitádmela de encima, sacadme la raíz de -1!
Esta savia irracional crecía en mi interior como si se tratase de un cuerpo extraño, ajeno a mi naturaleza, era un producto terrible que me consumía, me devoraba. No se podía definir esta raíz ni tampoco combatir su nocividad, porque estaba más allá de lo racional.
Y ahora, de pronto, esta raíz volvía a dar señales de vida. Repasé mis anotaciones y reconocí que yo mismo me había creído astuto, y me había engañado a mí mismo, tan sólo para silenciarme la existencia de la raíz de -1.

Pero los cimientos del mundo racional en el que vive D-503 se tambalean cuando conoce a I-330. Aunque su mente matemática sigue observándolo todo desde un punto de vista lógico, sus acciones empiezan a resultar imprevisibles, incluso para él mismo. 
¿Es que existen realmente todas estas sandeces del amor y de los celos en forma tan realista como la de los libros de nuestros antepasados? ¿Y esto ha de sucederme a mí precisamente?¿Precisamente a mí? Pero si sólo estoy constituido por igualdades, ecuaciones, fórmulas y cifras... Y ahora, de repente, me ocurre esto.
 Lo irracional se apodera de él. Aquello que tanto temía, la raíz cuadrada de menos uno, se vuelve una realidad. Su presente. Ya no tiene control sobre sí mismo ni sobre sus acciones. El cerebro ha cedido el mando a las emociones.

«Antes no había pertenecido a nadie», es lo que se me ocurre pensar; pero ahora ya
no vivo en nuestro mundo racional, sino en el viejo, fantástico... En el de la raíz de -1.
O, como se dice en la novela, D-503 se le ha formado un alma. La máquina se ha convertido en un ser humano. Y los seres humanos, libres e imperfectos, no tienen cabida dentro de los límites del muro verde.

- Malo, muy malo. Por lo visto se le ha formado un alma.
¿Un alma? Pero si ésta es una palabra remotísima, hace mucho tiempo olvidada. «Paz en el alma», «asesino de almas», eso sí..., pero ¿«alma»? ¡No, no puede ser!
- ¿Y eso qué?... - tartamudeo -, ¿es peligroso?
- Es incurable - me responde.
 El ser humano pleno, consciente de su existencia no puede formar parte de ese Nosotros despersonificado. La individualidad es irracional. El individuo se define como la raíz cuadrada de menos uno. El individuo está solo, no puedo formar parte del todo. No hay espacio para el Yo en el Nosotros.

A toda ecuación, a cada figura geométrica, corresponde una línea curva o un cuerpo. Para las fórmulas irracionales, la raíz cuadrada de -1, no conocemos ningún cuerpo proporcional, puesto que no lo podemos ver...
Nosotros es mucho más que una distopía. Es una reflexión. D-503 es la oveja que abandona el rebaño. La masa, la tonelada que asegura nuestra pertenencia a un todo. Ser la millonésima parte de la tonelada es más sencillo que ser sólo un gramo, por eso el miedo. Porque el individuo carece de escudos, de refugio. El individuo está solo y todo, de sus ideas a sus actos, son únicamente responsabilidad suya. Una mayoría de edad social, por así decirlo, renunciando al tutelaje que otorga el Nosotros.
Imaginémonos dos balanzas, una de las cuales contiene un gramo y la otra una tonelada; es como si en una estuviera el «yo» y en la otra el «nosotros» del Estado único. Consentir al «yo» cualquier derecho frente al Estado único sería lo mismo que mantener el criterio de que un gramo pueda equivaler a una tonelada. De ello se llega a la siguiente conclusión: la tonelada tiene derechos, y el gramo deberes, y el único camino natural de la nada a la magnitud es: olvidar que sólo eres un gramo y sentirte como una millonésima parte de la tonelada.

Estados de la materia



Los objetos en estado sólido se presentan como cuerpos de forma definida; sus átomos a menudo se entrelazan formando estructuras estrechas definidas, lo que les confiere la capacidad de soportar fuerzas sin deformación aparente. Son calificados generalmente como duros y resistentes, y en ellos las fuerzas de atracción son mayores que las de repulsión. 

En estado sólido me defino. Me ubico. Me conozco. En estado sólido soy más fuerte y más capaz. Más dura también, más resistente. En estado sólido soy impenetrable. Soy inercia. Pero también quebradiza. Un sólido no recupera su forma original cuando es deformado. Un sólido no se dobla, se parte. Por eso el escudo. El miedo. En estado sólido soy hielo. Me enfrío hasta congelarme porque si me derrito me evaporo.

Si se incrementa la temperatura, el sólido va perdiendo forma hasta desaparecer la estructura cristalina, alcanzando el estado líquido. Característica principal: la capacidad de fluir y adaptarse a la forma del recipiente que lo contiene.

 A temperatura ambiente soy agua. Fluyo, me escapo, me adapto. Soy ágil, flexible. No hay manera de partirme. En estado líquido soy indestructible. Libre. Valiente. Cuando soy agua no tengo miedo a dejarme llevar por la corriente. Y si me capturan me evaporo, hasta que la atomósfera me precipita de nuevo.

Se denomina gas al estado de agregación de la materia que no tiene forma ni volumen propio, por lo que se comprende que donde tenga espacio libre allí irán sus moléculas errantes y el gas se expandirá hasta llenar por completo cualquier recipiente.

En estado gaseoso no me encuentro. Me disperso tanto que me pierdo. Y me olvido de quién era. Pierdo mi forma para adoptar cualquier otra. No soy nada. Desaparezco pero estoy. Errante, perdida. En estado gaseoso deambulo apática hasta que una bajada de temperatura me congela.





Mío


Mi cuerpo es mío. Sé que puede parecer una obviedad, pero no lo es. O, al menos, demasiada gente parece haberlo olvidado.

Mi cuerpo es mío, desde la punta de los dedos de mis pies hasta la coronilla. Mío, a lo largo y a lo ancho. Por dentro y por fuera. Mío. De nadie más. Todo, entero, mío.

Mi cuerpo no es del ministro de inJusticia de turno. No, que va. Mi cuerpo es mío. Aunque él proponga leyes que pretenden legislar mi útero. Mi cuerpo sigue siendo mío. Y yo, nadie más que yo, decide qué entra y qué sale de él. Mi ética es la única válida en este territorio. Mis leyes las únicas que lo regulan. Porque mi cuerpo es mío.

Mi cuerpo no es de ningún hombre. Aunque yo lo quiera sacar sin ropa a la calle. Mi cuerpo sigue siendo mío, vestido o desnudo. La presencia o ausencia en mayor o menor medida de vestimenta no da derecho a tocarlo. No es una invitación, es que mi cuerpo es mío y hago con él lo que me da la gana. Y a quién no le gusta que no mire, porque, igual que mi cuerpo es mío, el vuestro es vuestro y podéis hacer con él lo que gustéis. Hasta miraros el ombligo. Pero mi cuerpo es mío.

Mi cuerpo no es de la sociedad. Mi cuerpo no es de las revistas de moda ni de los centros de estética. Mi cuerpo es mío. Si quiero lo engordo y si no, lo pongo a dieta. Si quiero lo depilo y si no, lo dejo estar. Porque mi cuerpo es mío y me tiene que hacer feliz a mí. Lo que los demás piensen de mi cuerpo me es ajeno. Mi cuerpo es mío y lo tengo como yo quiero porque mi cuerpo no es una moda, ni una tendencia. Mi cuerpo es sólo mío. Así, con todo. Con sus virtudes y sus defectos. Mío. Entero. Mío.

Mi cuerpo es mío y vuestro cuerpo es vuestro. No vais a tener otro, así que aprended a quererlo. Sobre todo: aprended a respetarlo. Tomad posesión de ese territorio de carne y huesos que gobernáis porque vuestro cuerpo, digan lo que digan, es vuestro. Y el mío, es mío. Eso que quede bien claro.


Números


Me resultaría muy sencillo definirme en cifras. Cuantificarme. A fin de cuentas, me delimito en centímetros. Todos los hacemos. Todos podemos ser un número. Una edad, una estatura, un peso. Todos podemos ser los centímetros que nos sobran o los que nos faltan. Podemos definirnos por esa carencia, por ese complejo. Podemos mirarnos en el espejo y ver lo que no tenemos. Lo que tenemos pero no queremos tener. Podemos construirnos a base de complejos, ubicarnos en ese punto muerto que queda entre lo que somos y lo que otros quieren que seamos. Lo que querríamos ser.

Pero yo no soy una cifra. Hace un tiempo creía que sí, que lo que importaba se medía en centímetros. Que si al rodear mi cintura con el metro salía menos de x yo sería mejor de lo que era. Que si pudiera reducir mi número de pecas, mi talla o mi altura todo sería mejor. Pero eso no es verdad. Yo seguiría siendo la misma aunque me viera distinta porque no soy un número. Nadie lo es.

Y, sin embargo, nos cuantificamos constantemente. A nosotros mismos y a quienes nos rodean. Medimos los cuerpos perfectos de las revistas en busca de un centímetro de más. De uno de menos. Como si su imperfección nos hiciera sentir mejor. Como si un error de cálculo ajeno se convirtiera en un acierto propio.

Hemos convertido a las personas en números. A sus cuerpos en objetos. Los canones de belleza penalizan la realidad. La aborrecen. Como si su objetivo fuera que a todos nos salieran mal las cuentas. Que nunca nada fuera lo suficientemente bueno o lo bastante exacto. Como si nuestras cifras siempre fueran erróneas.

Pero las personas no somos números: somos vida. Cada centímetro de más, cada estría que se suma, cada cicatriz que aparece tras un parto es vida. ¿Por qué debería una mujer sentir que su cuerpo es imperfecto sólo porque ha cambiado? ¿Por qué penalizar la vida? Cada arruga, cada cana es vida. Es el resultado de vivir. ¿Cómo podría ser incorrecto? No somos un número: somos lo que vivimos. Y lo que hemos vivido se refleja en nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo no es una cifra, es una historia. Nuestra historia. Y no deberíamos permitir que nada ni nadie cuantificara eso.






Impermeable


He empezado a dejar que los finales se amontonen donde una vez hubo principios. Parece que ya no importa tanto que duela. Será que aprendí a doblarme después de tanto. O la espuma de poliuretano que me adherí con cinta aislante. Pero a veces me hablan de aquello y es como si anunciaran tormentas. Y yo sólo pienso en que dejé el paraguas bajo el asiento del coche y en que no recuerdo si me quedaba gasolina para otro día. Y si se acaba la gasolina me muero. O tal vez no sea posible morir dos veces. Desintegrarme por dentro y seguir siendo. Puede que todo terminara entonces y que todo esto se reduzca a una cuestión de ignorancia. De lo que no sé lo peor es lo que dejó de importarme. Y tengo la certeza de que, aunque me sumergiera en un oceáno, ya no me mojaría. No de aquella manera. Al final me volví impermeable cuando me dejó de preocupar el calarme hasta los huesos. Supongo que en el fondo no era más que eso, que aún me afectaba la lluvia. Que aún necesitaba llegar a alguna parte donde no lloviera. O secarme las entrañas con una toalla de mano. No sé. Ahora todo es distinto. Me sumerjo bajo el agua y aguanto la respiración hasta que mis pulmones se rinden. Me muero durante un instante. Y salgo empapada pero por dentro estoy seca. Como si todos mis rotos se hubieran impermeabilizado. Como si las costuras de mi piel se hubieran vuelto estancas. Nada, no hay nada donde antes hubo mares. Que hasta se enredaban las algas en mis costillas. Y no sé si es una victoria o una derrota. O una pérdida, qué más da. Puede que empezara a hacerme pez por las espinas. Que la respuesta sea seguir nadando. Aunque el agua ya no me moje por dentro y yo siga sin tener sed.


A través del centeno...


 
Qué sencillo era todo entonces, cuando el lugar más seguro del mundo era el cuello de mi madre y bastaba con un beso suyo para curar cualquier herida. Qué reconfortantes los abrazos y qué lejano el mundo. Cuando todo mi universo éramos nosotros tres y ellos dos el escudo que me mantenía a salvo. Cuando los veranos parecía no acabar nunca y durante el invierno siempre había alguien para arroparme. Cuando no existían los relojes, ni el calendario, ni los reproches. Cuando siempre se llegaba a tiempo. Cuando los enfados se arreglaban con una sonrisa y los olvidos con una postal. Y las noches de verano eran para atrapar estrellas. Y los días para sumergirse bajo el agua. Para limpiar de arena las plantas de mis pies. O construir castillos de arena en la orilla. Sin que ni siquiera importara que se los llevara la marea. Qué poco importaban los cimientos entonces. Luego supongo que me pasó la vida. Y me tuve que convertir en mi propio escudo y aprender a esquivar mis propias balas. No sabría decir cuándo, pero las cosas dejaron de ser sencillas. Los veranos ya no eran eternos y mis pies dejaron de pisar arena para encontrarse atrapados en cemento. Pero, aunque los besos dejaron de sanar, nunca dejaron de reconfortarme. Supongo que al final en eso consiste todo. Saber dónde está tu refugio, pero aprender a no necesitarlo. A curar tus propias heridas. A levantarte después de cada caída. A ser tu propio guardián entre el centeno.

Curvas


De todas las curvas que hubo en mi vida, sin duda la peor fue aquella  lemniscata de dos focos que hace un año se me partió en dos elipses. Lo malo de las curvas es que cuando uno de los miembros de la ecuación que la conforma desaparece, se convierten en otra cosa. O, simplemente, en nada.

Después de aquello, me dediqué a perseguir hipérbolas. Pero olvidé que a mí jamás se me dieron bien las coordenadas polares. Y entre secantes y cosecantes acababa por desorientarme y terminaba perdida en una mala circunferencia de la que escapaba, como podía, por la tangente.

Comprendí por aquel entonces que toda yo era una suma de curvas que quise de inmediato convertir en rectas. No en vano la ecuación que las construía era mucho más sencilla. Y yo creía de verdad que la respuesta estaba en lo simple.  Pero luego entendí que una recta no es más que una curva de radio infinito y que yo estaba contenida aún sin quererlo entre la parábola que dibujaba mi cadera y los cicloides que se formaban sobre mis costillas. Que al final todo era cuestión de geometría. Y que de todas aquellas curvas que me acomplejaban, me entristecían, me enojaban o me despreciaban no eran más que eso, líneas contínuas de una dimensión que variaban de dirección paulatinamente. Funciones, las curvas no eran más que funciones. Y, como tales, yo podía formularlas o despejarlas o transformarlas en cualquier otra cosa. No eran más que matemáticas y las matemáticas eran lógicas.

Así que decidí que le daría la vuelta a aquella catenaria invertida que se había instalado en mi boca. Y aquello era fácil, a fin de cuentas una función inversa f a otra función f−1 cumple que: si f(a) = b, entonces f−1(b) = a. Un mero cambio de signo. Y yo sabía perfectamente cómo hacer aquello. 

Recorrí toda una elipse hasta entender que mi catenaria había dejado de necesitar de las matemáticas para enderezarse. Me había convertido en una espiral que se iba atreviendo a alejarse cada vez más de ese centro que la generaba. Pronto me transformaría en una hélice. Con la libertad que otorga no hallarse contenida en un único plano. Y toda la belleza de saberme proyectada en una curva sinusoidal.


Lluvia


Ya no recuerdo si llovía. Quiero pensar que sí, que el cielo se derretia a pedazos sobre nosotros. Que por las aceras se deslizaban improvisados ríos. Que lo que resbalaba por mis mejillas era agua dulce y que me empapaba el cabello la lluvia y no el calor. Pero lo cierto es que no recuerdo si llovía. Recuerdo, eso sí, que se había estropeado el ventilador y que pensaba decírtelo esa misma noche, pero luego todo se volvió demasiado raro y, de repente, hablar del ventilador averiado se me antojaba incómodo. Ya ves, con la cantidad de cosas incómodas que dijimos y yo no podía ni mencionar el ventilador. Mi cabello estaba húmedo, no sé si por la lluvia o por el calor y me había quedado en ropa interior. Puede que no lloviera, después de todo. Pero no sé, porque recuerdo un trueno. O un estruendo similar. Como si la casa se me cayera encima. Y yo sólo podía pensar en el ventilador averiado, en lo difícil que iba a ser contártelo en medio de todo aquello, en que, de pronto, tenía frío y me sentía rídicula estando allí sentada, sin ropa y en que tú decías no tener hambre y yo tenía la cena ya caliente en el horno. Y no sabía si tendría que tirarla o podríamos cenar eso mismo al día siguiente. Porque yo tampoco tenía hambre. Era como si mi estómago se hubiera inundado con aquella lluvia que no recuerdo. Tal vez si llovía. No lo sé. Tampoco recuerdo qué hice con la cena. Puede que decidieras que sí tenías hambre después de todo. O que tuviera que tirarlo a la basura. No lo recuerdo. No recuerdo ni siquiera que cociné aquella noche. Pero sí que recuerdo esa sensación, la de estar en medio de una tormenta. Por eso creo que sí llovía. Por eso creo que siempre que llueve recuerdo que el ventilador aún sigue roto y que tú todavía no lo sabes. Y me pongo un poco triste y, no sé por qué, me asomo a la ventana para sentir las gotas de lluvia resbalar por mis mejillas.

Primera ley de Newton


Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas sobre él.  La inercia es la propiedad que tienen los cuerpos de permanecer en su estado de reposo o movimiento, mientras la fuerza sea igual a cero, o la resistencia que opone la materia a modificar su estado de reposo o movimiento. 

La inercia tiene el poder de adormecerte porque no necesitas ser responsable de tu propio movimiento. Cerrar los ojos y dejarte llevar porque siempre es más fácil que tomar decisiones. Porque en estado de reposo todo parece estar bajo control. El estado de reposo es lo que conocemos, lo que controlamos. Porque el movimiento rectilíneo uniforme no produce mareos. Porque sin acelerar cualquier distancia es una mera cuestión de tiempo y todo deja de parecer urgente. La comodidad te anestesia. Te va aletargando hasta dejarte dormido. Y, si no hay fuerzas externas que te despierten, te quedas inerte.

Recuerdo la inercia como un refugio. Un lugar donde sentirme a salvo, donde todo me resultaba conocido. Tanto que podría haber dibujado cada recoveco de aquella infelicidad con los ojos cerrados. Y aquello parecía estar bien. Era seguro. Más real que cualquier posibilidad que yo pudiera plantearme. Que cualquier plan de fuga. Entre aquellos barrotes yo era la protagonista. Y me funcionaba. Me veía capaz de seguir a velocidad constante durante el tiempo que fuera necesario, hasta llegar a la meta. Tenía los ojos cómodamente cerrados y el cuerpo en estado de reposo.


Es posible que por eso culpara a la fuerza externa que me sacó de mi inercia. Que aceleró mis días. Que destruyó mi estado de reposo. Todo dejó de ser fácil entonces. Tuve que responsabilizarme de mi propio movimiento. Abrir los ojos y estar atenta. Introducir las llaves de la celda en la cerradura y girarlas. Tanta libertad de golpe puede resultar abrumadora. Y da mucho miedo descubrir que te han empujado desde un acantilado a un mar cuya profundida desconoces.

Pero lo cierto es que yo sabía bucear mejor de lo que pensaba. No naufragué, pero tampoco regresé a la orilla. Preferí fabricarme unas branquias. Seguir en aquel movimiento uniformemente acelerado. Porque, de repente, el tiempo importaba. Ya no había más meta que el camino. Cada segundo adquirió un valor completamente nuevo. Y la inercia dejó de ser una opción, de golpe. Hasta el punto de hacerme dudar si alguna vez realmente lo fue.