A través del centeno...


 
Qué sencillo era todo entonces, cuando el lugar más seguro del mundo era el cuello de mi madre y bastaba con un beso suyo para curar cualquier herida. Qué reconfortantes los abrazos y qué lejano el mundo. Cuando todo mi universo éramos nosotros tres y ellos dos el escudo que me mantenía a salvo. Cuando los veranos parecía no acabar nunca y durante el invierno siempre había alguien para arroparme. Cuando no existían los relojes, ni el calendario, ni los reproches. Cuando siempre se llegaba a tiempo. Cuando los enfados se arreglaban con una sonrisa y los olvidos con una postal. Y las noches de verano eran para atrapar estrellas. Y los días para sumergirse bajo el agua. Para limpiar de arena las plantas de mis pies. O construir castillos de arena en la orilla. Sin que ni siquiera importara que se los llevara la marea. Qué poco importaban los cimientos entonces. Luego supongo que me pasó la vida. Y me tuve que convertir en mi propio escudo y aprender a esquivar mis propias balas. No sabría decir cuándo, pero las cosas dejaron de ser sencillas. Los veranos ya no eran eternos y mis pies dejaron de pisar arena para encontrarse atrapados en cemento. Pero, aunque los besos dejaron de sanar, nunca dejaron de reconfortarme. Supongo que al final en eso consiste todo. Saber dónde está tu refugio, pero aprender a no necesitarlo. A curar tus propias heridas. A levantarte después de cada caída. A ser tu propio guardián entre el centeno.

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