Primera ley de Newton


Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas sobre él.  La inercia es la propiedad que tienen los cuerpos de permanecer en su estado de reposo o movimiento, mientras la fuerza sea igual a cero, o la resistencia que opone la materia a modificar su estado de reposo o movimiento. 

La inercia tiene el poder de adormecerte porque no necesitas ser responsable de tu propio movimiento. Cerrar los ojos y dejarte llevar porque siempre es más fácil que tomar decisiones. Porque en estado de reposo todo parece estar bajo control. El estado de reposo es lo que conocemos, lo que controlamos. Porque el movimiento rectilíneo uniforme no produce mareos. Porque sin acelerar cualquier distancia es una mera cuestión de tiempo y todo deja de parecer urgente. La comodidad te anestesia. Te va aletargando hasta dejarte dormido. Y, si no hay fuerzas externas que te despierten, te quedas inerte.

Recuerdo la inercia como un refugio. Un lugar donde sentirme a salvo, donde todo me resultaba conocido. Tanto que podría haber dibujado cada recoveco de aquella infelicidad con los ojos cerrados. Y aquello parecía estar bien. Era seguro. Más real que cualquier posibilidad que yo pudiera plantearme. Que cualquier plan de fuga. Entre aquellos barrotes yo era la protagonista. Y me funcionaba. Me veía capaz de seguir a velocidad constante durante el tiempo que fuera necesario, hasta llegar a la meta. Tenía los ojos cómodamente cerrados y el cuerpo en estado de reposo.


Es posible que por eso culpara a la fuerza externa que me sacó de mi inercia. Que aceleró mis días. Que destruyó mi estado de reposo. Todo dejó de ser fácil entonces. Tuve que responsabilizarme de mi propio movimiento. Abrir los ojos y estar atenta. Introducir las llaves de la celda en la cerradura y girarlas. Tanta libertad de golpe puede resultar abrumadora. Y da mucho miedo descubrir que te han empujado desde un acantilado a un mar cuya profundida desconoces.

Pero lo cierto es que yo sabía bucear mejor de lo que pensaba. No naufragué, pero tampoco regresé a la orilla. Preferí fabricarme unas branquias. Seguir en aquel movimiento uniformemente acelerado. Porque, de repente, el tiempo importaba. Ya no había más meta que el camino. Cada segundo adquirió un valor completamente nuevo. Y la inercia dejó de ser una opción, de golpe. Hasta el punto de hacerme dudar si alguna vez realmente lo fue.







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