En la Terminal


Siempre pensé que estábamos destinados a conocernos. A lo largo de los años pasaron muchas cosas, casualidades sin importancia que terminaban inevitablemente por encontrarnos. A pesar de los kilómetros, a pesar de lo imposible que parecía a priori que dos desconocidos como nosotros pudieran acabar por descubrirse. Pero lo hicimos.

Es fácil saber que necesitas a alguien en tu vida cuando cruza la puerta de la T1 y lo ves ahí, cargado de maletas y solo quieres salir corriendo a abrazarlo. Ese abrazo es fácil. Es lógico. Todo cobra sentido, empapados bajo la lluvia de Madrid. Y luego te paras a pensar que, tal vez, todo hubiera sido diferente si no hubiera habido tantos países de por medio. Pero no. La verdad es que nunca fueron los países. O los kilómetros. El problema era el elefante rosa. A veces preferimos quedarnos encerrados en la habitación con él que salir corriendo con la única persona que se atreve a mencionar su presencia.

Pero el elefante terminó por aplastarme. Y después tuve derecho a una única llamada. Y marqué su número. Porque hay números que, pase lo que pase, sabes que siempre estarán disponibles. Y esa llamada lo cambió todo.

Yo siempre he pensado que hay personas que enriquecen tu vida, personas que la adornan y personas que la completan. Luego están los que la mejoran. Los que te retan. Los que te dicen eso que no quieres oír pero que necesitas escuchar. Porque a veces necesitamos escuchar cosas que dan mucho miedo. A veces necesitamos que alguien coja toda nuestra miseria y la exponga ante nuestras narices punto por punto. Que nos diga que nos ahogamos en un vaso de agua y nos explique por qué. Que también nos recuerde que aquello de lo que nos quejamos no es más que una consecuencia directa de nuestras acciones y que, a menos que queramos seguir cometiendo los mismos errores, tal vez sería más conveniente cambiar de hábitos. Que tal vez no seamos tan buenos como creemos y que siempre existen dos versiones de una misma historia. Que puede que sea más lógico ofrecer lo que se pide que exigir algo que nunca llega. Que el miedo solo nos cubre los pies de cemento y que comprar raíces a plazo fijo jamás fue una buena idea.

A veces necesitas diez años para darte cuenta de algo, a veces solo un email taciturno de extensión poco recomendable. O un abrazo. A veces solo necesitas un abrazo. Y saber que hay alguien escuchando al otro lado de la línea. Que los kilómetros no pueden con ciertas cosas, que ni siquiera el tiempo puede con ellas.  Con dos personas destinadas a conocerse de una u otra manera. Porque, al final, no importa el cómo... solo el por qué.


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