Oxígeno


No es ningún secreto que no me gustan los finales. Los nudos depende, porque pueden llegar a ahogar o mantenerte anclado al suelo. Eso es algo que aprendí cuando ya apenas me quedaba oxígeno. También descubrí que no siempre estás donde se ubican tus pies. Lo sé porque me he perdido más veces de las que me he encontrado. Quizás porque, ahora entiendo, nunca supe bien quién era. Para aceptar eso, primero tuve que desconocerme del todo. Y, después, reconstruirme. Aquello me enseñó que a veces está bien reconocer que tenemos miedo. Sobre todo porque es la única manera que conozco de perderlo. Los miedos al final no son más que inseguridades. Tememos lo que no entendemos, lo incierto, lo que no podemos controlar. De mis miedos aprendí que las certezas terminan por ser rutina y que, en realidad, lo único que controlamos son nuestras propias acciones. Que a veces basta con encender la luz para comprender que tus fantasmas no eran más que una corriente de aire. Que para perder el miedo a las alturas lo mejor es saltar en paracaídas. Y, que si no puedes deshacer el nudo, quizás lo más sencillo sea cortarlo. No, eso último lo aprendí cuando me empujaron de un avión en marcha. Y no, no es cierto que se pueda salir ilesa de una caída desde esa altura. Siempre quedarán rasguños. Que el tiempo puede que cure, aunque siempre deja huella. Pero una piel sin imperfecciones es una piel que no ha vivido. De mis sonrisas quedarán arrugas. Y de mis cicatrices lo que aprendí de cada herida. Porque casi todo lo que importa duele. Que no hay sonrisa que no pueda ser lágrima. Que sentir es tirarse al mar de cabeza, tan impredecible como es, tan salvaje. Que todo lo demás son bañeras. Y, al final, creo que el resumen de todo lo que aprendí es que, aunque no me gusten, los finales existen porque mi propia existencia está condenada a extinguirse. Que no tiene sentido temer lo inevitable porque, entre tanto temblor, al final lo que te toca es pelear. Sobrevivir. Sobreponerte. Y seguir como puedas, combatir la tempestad, tragar agua. Que tus pulmones te recuerden de vez en cuando que estás vivo.

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