Las Navidades que secuestramos a la Muerte

Las Navidades que secuestramos a la Muerte fueron las más raras de nuestras vidas. Pasaron muchas cosas después de aquello y, por supuesto, habían pasado muchas más cosas antes… pero ninguno de nosotros consiguió olvidar aquellas tres semanas jamás. Y ella, por supuesto, tampoco.

Todo empezó casi por casualidad. El abuelo de mi amigo el Bombilla estaba en casa, a punto de morirse. Nosotros fuimos allí para hacerle compañía, tal como nos pidió. El Bombilla tenía la firme convicción de que, si su abuelo moría estando él presente, su alma se quedaría pegada a él para siempre. Su descabellada idea era que, si estábamos todos en la sala, el alma de su abuelo sería incapaz de decidir y terminaría por marcharse. No es que fuera lo más lógico del mundo, pero el Bombilla nunca destacó por sus ideas coherentes. Se ganó el mote gracias a aquellas estupideces que, de vez en cuando, sugería.

Allí estábamos todos: Pancho, el Mono, Bombilla y yo. Sentados en la habitación del moribundo, en las sillas más incómodas del mundo, rodeados de ese olor a rancio característico de la vejez, charlando sobre cualquier cosa. Bueno, no cualquier cosa, en aquella época teníamos como tema principal las nuevas tetas de la hermana de Pancho. A él le reventaba que sacásemos a relucir el tema cada dos por tres, pero es que su hermana había pasado de ser una tabla a convertirse en una carretera con curvas peligrosas… y el muy cabrón no nos quería contar si había sido cosa de la naturaleza o del bisturí. Sé que no es el tema más apropiado para la situación pero, por aquel entonces, nosotros tampoco éramos demasiado apropiados.

La vimos de pasada. Como una brisa muy suave que te pone los pelos como escarpias. Se coló en la habitación y nos dejó a todos callados. El abuelo del Bombilla empezó a toser muy fuerte y entonces lo supimos: la Muerte acababa de entrar. Todo lo que pasó después fue demasiado rápido y, si queréis mi opinión, demasiado estúpido.

Fue culpa del Mono, que no supo contenerse. Se abalanzó sobre la Muerte como si fuese a hacerle un placaje. Pancho, que ve una movida y se mete sin pensárselo dos veces, fue detrás. El Bombilla estaba atónito y no era de extrañar, su abuelo miraba a la Muerte con los ojos más abiertos que jamás he visto. Mientras tanto yo, que siempre he sido el más parado de todos, estaba anclado a la silla como si me hubiesen atado a ella.

Dejaron a la Muerte fuera de combate. Mis amigos son así de brutos, eso nunca tuvo remedio. El abuelo del Bombilla nos miraba con una expresión que, juraría, era puro odio. Si hubiese podido hablar, nos hubieran llovido los insultos. El Mono y Pancho nos pidieron una cuerda. El Bombilla se puso a revolver los cajones hasta que dio con una. Por alguna extraña razón, todos los abuelos del mundo tienen una cuerda de plástico negra en su poder. Deben de creer que les puede salvar la vida (y, efectivamente, así fue).

Con la Muerte atada a una de las sillas, nos quedamos parados sin saber qué más podíamos hacer. La Muerte nos miraba extrañada, como si no entendiera qué pretendíamos conseguir reteniéndola de aquella manera. Además, por su aspecto, juraría que acababa de descubrir que aquella silla no era, precisamente, la más cómoda del mundo.

Era rara. No tenía forma concreta, ni guadaña, ni una capa negra. Era como algo irreal, atado a una silla incómoda, con unos ojos que no eran ojos pero que sí miraban. No había descripción posible, había que verla. Y, lamentablemente, no salía en las fotografías. Una lástima.

El abuelo del Bombilla, cansado de nuestras tonterías, volvió a quedarse dormido. Eso nos dio más margen de actuación porque, sinceramente, era complicado concentrarse con el viejo mirándonos fijamente. La Muerte por su parte seguí intrigada por nuestro extraño ataque pero, si sabía hablar, no dijo nada.

- Esto es lo que haremos – dijo el Mono – secuestraremos a la Muerte.
- ¿Estás loco? – dije yo.
- No, no… tiene razón. Si secuestramos a la Muerte, nadie morirá. Mi abuelo podrá pasar las Navidades con nosotros y nadie perderá a sus seres queridos durante las Fiestas.
- Sería casi como hacer un milagro- matizó Pancho- seríamos héroes.
- Pero... ¡no podemos secuestrar a la Muerte! La gente tiene que morir. De eso se trata: vives, mueres. Es un pack. Un dos por uno.
- Es mi abuelo, no imagino unas Navidades sin él – el Bombilla solía jugarme la carta de la compasión con frecuencia y, por desgracia, siempre funcionaba.
- Está bien, pero solo tres semanas. Después de Reyes la soltamos.

Las cosas fueron relativamente sencillas una vez tomada la decisión. Lo bueno de secuestrar a la Muerte es que no te tienes que preocupar de que coma o haga sus necesidades. La dejas atada a la silla y te olvidas. Ni siquiera nos teníamos que quedar a vigilar, teníamos al abuelo del Bombilla a cargo. El hombre no podía levantarse a desatarla y, en caso de que la Muerte intentase algo, le habíamos dejado una campanilla atada al dedo meñique. Solo tenía que agitarla para que acudiésemos en su ayuda. Eso último fue idea del Bombilla, aunque yo siempre dudé que realmente fuese a funcionar.

Las cosas fuera de la habitación del abuelo del Bombilla no estaban siendo tan sencillas. Cuando llevábamos una semana de secuestro, empezaron a aparecer noticias raras en los periódicos.

“Una semana sin muertos”
“Hospitales desbordados”
“Las empresas funerarias en crisis”

A mí no me preocupaban mucho las empresas funerarias. No me parecía bien que alguien pudiese beneficiarse del sufrimiento ajeno. Tampoco me parecía tan grave lo de los hospitales. A fin de cuentas, estaban para acoger a los enfermos. Si no tenían camas, que pusiesen más. Mis amigos estaban de acuerdo conmigo. Solíamos pasar las tardes en la habitación del abuelo del Bombilla, leyendo las noticias que, sin saberlo, mencionaban nuestro secuestro. Luego comíamos patatas fritas hasta que nos dolía el estómago. Alguna vez le ofrecimos a la Muerte, pero nunca quiso. No era demasiado amable.

Nos dimos cuenta de la gravedad de la situación cuando el secuestro ya duraba dieciocho días. Todo fue una mañana, cuando sonó la campanilla. Subimos todos rápidamente a ver qué había pasado y nos encontramos con un terrible espectáculo. El abuelo del Bombilla había intentado ahogarse con el hilo de la campanilla. Evidentemente, no lo había conseguido: a fin de cuentas, la Muerte seguía bien atada a la silla… pero aquello nos hizo recapacitar.

- ¿Por qué crees que lo habrá hecho? – dijo el Mono.
- Sufre. – contestó Pancho.
- Pero esta vivo, ¿no? Eso es lo que importa. – Intervine yo.
- Hay veces que estar vivo duele.- sentenció el Bombilla. – Deberíamos ir al hospital y ver qué está pasando.

Jamás habría imaginado que el desbordamiento del hospital pudiera llegar a tal magnitud. Las habitaciones, habitualmente de dos pacientes, ahora tenían tres. Había camas en los pasillos y las enfermeras corrían de un lado a otro, frenéticas. Aquello era un caos.

Había gente que, tras sufrir un accidente de coche, se había quedado tan destrozado que no podía ni respirar sin sentir un dolor indescriptible. Lo normal hubiese sido que esa persona muriese en el acto… pero la muerte no estaba allí para llevárselo y había sobrevivido. Eso sí, el precio de aquella pequeña prórroga era demasiado elevado.

Había gente muy mayor, cuyos cuerpos se habían rendido hacía días. Estaban en un estado entre la vida y la muerte, padeciendo lo inimaginable y mirando al techo en busca de alivio.

Había enfermos terminales cuyas enfermedades ya habían vencido la batalla, pero que seguían respirando por razones que no comprendían. Su padecimiento era tal, que ni la morfina conseguía calmarlo.

Entonces lo comprendí todo. No habíamos salvado a aquellas personas librándolas de la muerte: las habíamos torturado. La Muerte no era la mala de la historia, era solo una parte más del proceso. Todo era una cadena, un engranaje… y nosotros habíamos quitado la última pieza. Ahora el circuito estaba incompleto y las consecuencias eran nefastas.

No necesitamos hablar mucho. Fue más bien una mirada común y un gesto de asentimiento. El Mono, Pancho, el Bombilla y yo regresamos a la habitación para liberar a la Muerte. Después, todo volvió a la normalidad.

El entierro del abuelo del Bombilla fue el día de Reyes. Mi amigo estaba en paz porque, por fin, había comprendido. Todos estuvimos allí para apoyarle.

Años más tarde, en mi último día de vida, pude ver a mis familiares sufrir ante la idea de mi pérdida. Quise contarles esta historia, la historia de las Navidades que secuestramos a la Muerte para hacerles comprender que yo ya estaba preparado, pero me falló la voz. Ella estaba allí, tal como la recordaba. Me sonrío con complicidad y me cogió de la mano. Por primera vez en mucho tiempo, mi alma se llenó de paz.

7 comentarios:

dijo...

¡¡Es buenísimo, lo tiene todo!! ¡Es la primera vez que marco 3 de las 4 reacciones! (adivina cuáles, porque marcar las cuatro es imposible, jeje).

Una de ellas, entre otras cosas, porque tiene una imaginación tan desbordante como la profusión de enfermos en los hospitales de la que habla.
Otra, también entre otras cosas, porque creo que, con ese toque de surrealismo, tiene el humor negro más simpático que he leído u oído jamás.
Y la última, porque el final es magistral. Porque invita a la comprensión, a la esperanza. Y porque, en conjunto, pone un término medio que me parece ideal entre la eutanasia y la “anastasia” (o como querramos llamar al otro extremo que se han sacado de la manga el Bombilla y sus compinches, jeje).

PD: También hace sonreír el imaginar tu propia paz después de escribir esto, si es que lo escribiste ahora. ;)

Pugliesino dijo...

Es que tiene de todo ;)
Es un relato magnífico. No se concibe el mundo sin la muerte y lo cuentas con tal maestría que no pueden hacer otra cosa que liberarla para vivir.

¿Una sola? Envía una nevada que mañana ya se acabó el frío!! :)

. dijo...

Increíble... me he quedado alucinada, enserio. Es un texto estupendo, hace mucho que pensar... realmente, ¡me pareció muy original! :)

¡Un beso con sabor a Navidad!

Posmoderna dijo...

excelente, nada mas inexorable que el destino.

Saludos!!!

Anónimo dijo...

Mi primera reacción al leerlo fue "joder con Sarita, la historia que se ha marcado...", luego entra en acción mi vena de "educadora" y bueno... ¡¡¡¿¿¿tú eres consciente de lo que has escrito???!!!

Es muy complicado tener que explicarle a un niño la muerte de un ser querido. Si es muy pequeño no lo entenderá y seguirá preguntando dónde está día tras día hasta que tristemente se le olvide. Si es algo mayor... el shock es tremendo y, además, te sientes la persona más estúpida e inútil del mundo.

Pero con esta historia como arma... siempre se podrá empezar el mal trago diciendo: "yo tengo una amiga llamada Sara que un día me contó una historia que, además de verdadera, es alucinante... ¿quieres que te la cuente?". Luego todo será un poquito más fácil. Estoy 100% convencida.


P.D. Esta tarde volveré con el papi de Aleix para que la lea. Hace bien poquito que se nos fue su abuelo y todavía tiene algún que otro litro de lágrimas de valiente que no han salido... ;)


Un besazo! =D

Paula dijo...

Genial historia. Me ha encantado Sara. Buena moraleja.

Unknown dijo...

es un texto excelente, gracias por alimentar mi día a día con tus relatos porque sinceramente muchas veces te dan la respuesta que nadie te proporciona, un beso y felics fiestas